Prueba

Posteando desde el mail
He finalizado la segunda y última corrección del blog/libro.
La semana entrante lo entrego a la correctora pro.
De allí, a las temibles manos de Kco.
Luego la imprenta.
Y por último, la emoción de repartirlos entre todos ustedes, a los que les estoy tan agradecido!






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Me tomé unos pocos días para descansar, dejar mi departamento en orden, y empacar unas pocas cosas, pero ya la noche del viernes siguiente me encontró despidiéndome de mis amigos en Viena.

_ En tres semanas está por acá de nuevo –bromeó el Dandy cuando le dejé las llaves de mi departamento y le encomendé el cuidado de mi gato.

Nadie preguntó por qué, a dónde o cuándo regresaría; todos sabían que esa era, quizás, la mejor forma de despedirme.

Cuando Esperanza dijo que invitaba una ronda de tragos, la mesa estalló en una carcajada general que aturdió al público en el salón. En seguida, y antes de que las risas se apagaran, el Negro comenzó una serie de chistes delirantes, que acaparó la atención de todos por un buen rato; luego sería premiado con un largo aplauso cuando cerró su acto con el cuento del ingeniero.

A lo largo de esa noche, conversé unos minutos con cada uno de mis amigos, recibí consejos, buenos deseos, y sólo debí rechazar el treintaiocho largo que generosamente el Dandy me ofreció

_ Te agradezco, pero no voy a necesitarlo –le dije.

_ Nunca se sabe… –me respondió, mientras escondía el fierro bajo su saco de lino.

Cuando el Zurdo comenzó a contar la noche en que conoció a las hermanas Pons en El Nacional, aproveché el momento de distracción general para irme en silencio.

Con el bolso en la mano, salí a la calle y tomé un taxi hasta Retiro. Estaba contento, y también algo ansioso. Me sentía nuevamente en movimiento, con un horizonte abierto, con ilusiones y, otra vez con un corazón dispuesto a todo.

---- XXX ----

FIN

---- XXX ----

Al llegar a Viena, Cortázar nos estaba esperando en la vereda, fumando un cigarrillo, apoyado contra una columna de luz. Me pareció que era la primera vez que lo veía a Cortázar en la vereda de Viena. Entró al bar antes de que nos bajáramos del auto, de modo que cuando cruzamos la puerta, ya estaba en nuestra mesa del fondo del salón junto a Moliné, Gatica y Esperanza.

_ Les dije que lo traeríamos de vuelta- soltó el Dandy orgulloso, mientras sacudía mi hombro con su mano.

_ Che, que no es un paquete- acotó Moliné, siempre correcto.

_ ¿No? –dudó el Negro, disparando algunas risas.

Me senté en la silla que me aguardaba, miré en rededor y dije:

_ Gracias – el Zurdo me guinó un ojo, alguien me palmeó en la nuca, el Dandy dijo:

_ Pero que sos boludo, eh… -mientras Cortázar comenzaba a servir las copas.

- En serio, gracias –repetí.

Y después sí, comencé a llorar.

No sabía si lloraba de alegría, o de emoción, si lloraba sólo para descargarme, pero con el correr de las lágrimas, me iba sintiendo mejor.

Finalmente me sequé la cara con la manga de la camisa, me puse de pie, y levanté mi copa. El brindis fue corto:

_ Salud! –dije, antes de que chocaran las copas.

Como era de esperar, pronto comenzaron las anécdotas, las preguntas cruzadas, la construcción de la historia, la hermosa deformación de lo ocurrido.

A mi me intrigaba saber una sola cosa:

_ ¿Cómo supieron que estaba en lo de la Cabra? –pregunté. Hubo un silencio, y en seguida el Zurdo se reacomodó en su silla y se preparó para hablar.

_ Nos avisaron –dijo primero, quizás esperando que esa fuera una respuesta suficiente, o tal vez, para ganar algo de tiempo y pensar la mejor manera de decir lo que tenía que decirme

_ Quién? Quién les aviso? –pregunté

_ El Buick –respondió secamente el Zurdo- el Buick me avisó ayer.

Mi cara de desconcierto evitó que tuviera que preguntar cómo carajos sabía el Buick de mi encuentro con la Cabra.

_ Hay algo que no sabés, Martín –comenzó a decir el Zurdo- antes de que vos la conocieras, el Buick era la mujer de Dmitry.-el silencio en la mesa fue total, el Zurdo hizo una pausa para que yo asimilara la novedad, y luego continuó su relato diciendo:

_ Después se pelearon, y vos apareciste en escena. A mi me llegó que él quiso volver en esa época, y que ella le echó flit; al parecer estaba enganchada con vos, Nene.

_ Ese es mi pollo –mumuró el Dandy, que bajó los ojos cuando el Zurdo lo miró severamente

_ Te decía, ella estaba muy metida con vos, por eso cuando desapareciste sin decirle nada…

_ La cagaste –completó el Dandy.

_ Vas a hablar vos o yo? –le recriminó el Zurdo al Dandy.

_ Al tiempo que te fuiste, el Buick volvió con Dmitry. Posiblemente Dmitry ya te había cobrado bronca a vos por ese entrevero, así también debe haberse enterado de tu desaparición. Después de lo de La Plata, vio que culpándote a vos mataba dos pájaros de un tiro: tapaba su error, y de paso se desquitaba con vos.

_ Hijo de puta –murmuró Joaquín, con la cara llena de asombro. El Zurdo asintió, compartiendo el comentario de Joaquín, y continuó diciendo:

_ De alguna manera, el Buick se enteró del plan de Dmitry y la Cabra, y por suerte, decidió avisarme. Yo hacia tiempo que sospechaba que esto iba a pasar tarde o temprano. Un amigo de la poli me pasó el dato del expediente, y entre todos planeamos el trabajo. Creímos que lo mejor era no decirte nada, no pensamos que te ibas a meter sólo en la boca del lobo.

_ ¡Qué bien que se portó el Buick, che! –exclamó Moliné

_ Sí. Para ser justos, estás acá en primer lugar gracias a ella –concluyo el Zurdo.

_ Yo no se qué le ven las minas a este mequetrefe –comentó el Dandy conteniendo la risa.

Alguien llenó nuevamente las copas, y una nueva serie de brindis comenzó -y continuó- hasta bien entrado el día.

Joaquín me llevó más tarde en su bala plateada hasta la puerta de mi edificio, al bajar me dijo:

_ Esta pudo haber salido mal, no? –lo miré y asentí.

_ A buen fin no hay mal principio, Martín –me recordó- además, vos sabés bien que lo importante, es vivir para contarla.

Sonreí, me despedí, cerré la puerta del auto y caminé hasta la puerta de entrada de mi edificio.

_ Vivir para contarla -me dije.

Durante los minutos que siguieron creí que estaba muerto, y que las voces que todavía escuchaba se debían a que mi partida se había demorado; quizás la muerte no fuera algo súbito después de todo.

_ Sentate allá, rusito –escuché. Después, sentí que dos brazos se cruzaban por debajo de mis hombros, y me levantaban para depositarme enseguida en la silla ubicada contra la pared. Luego, unos dedos presionaron levemente mi cuello, buscando mi pulso.

_ ¿Estás bien, Martín? –escuché, antes de que una mano me cacheteara la cara.

_ Dale, Nene, reaccioná –dijo el Zurdo, impaciente. Entonces yo abrí los ojos.

En frente de mí, la Cabra contemplaba la escena en silencio y con los brazos en alto. A mi izquierda, el Zurdo empuñaba el revólver cromado; parado junto al Zurdo, el Dandy apuntaba con su treintaiocho largo a Dmitry, que estaba ahora sentado en una mesa vecina a unos pocos metros de distancia.

_ Vinimos a aclarar esto de una vez por todas –le habló el Zurdo a la Cabra, y arrojó sobre la mesa una carpeta de cartulina amarilla, rotulada con una fecha, un número, y con varias hojas en su interior.

La Cabra miró la carpeta con desconcierto, y luego hizo un gesto con su cabeza, anunciando que iba a bajar los brazos para investigar el contenido de la carpeta.

Yo pasé mi mano por mi cuello dolorido, y quise saludarlos al Zurdo y al Dandy, pero al intentar hablar un dolor agudo en la garganta me detuvo.

_ Es el expediente de la Bonaerense, la investigación interna que realizaron sobre el trabajo que hicimos nosotros en La Plata –aclaró el Zurdo- lo robamos ayer de la central de la poli en La Plata.

_ Con razón… –me dije- esa ausencia masiva en Viena… estaban todos ocupados en este asunto!

_ Quieto! –le ordenó el Dandy a Dmitry, interrumpiendo a la Cabra, que quitó su mirada de las hojas por un segundo, para retomar enseguida su lectura.

_ Ahí está clarito –continuó el Zurdo- no hubo un preaviso a la policía.

La Cabra asintió sin apartar sus ojos de las hojas

_ Hubo un error al desactivar una alarma –detalló el Zurdo – una de las alarmas de las que debía encargarse Dmitry. La policia llegó enseguida porque se activó la alarma perimetral, Cabra. Toda esta historia la armó este hijo de puta para cubrir su error –concluyó el Zurdo.

La Cabra terminó de leer la última hoja y después cerró la carpeta. Me miró en silencio por unos segundos, y entendí que se estaba disculpando a su modo.

_ Está claro –dijo la Cabra.

El Zurdo apoyó el revolver sobre la mesa, y luego lo deslizó hasta donde estaba la Cabra. La Cabra empuñó el revólver cromado, lo miró al Zurdo, me miró a mi, y dijo:

_ Lamento lo sucedido. Yo me encargo de acá en más.

El Zurdo se puso de pie, y luego me ayudó a incorporarme, le hizo una seña al Dandy, y los tres comenzamos a caminar hacia la salida del salón. Antes de cruzar las pesadas cortinas, vi a la Cabra de pie, apuntando su revólver a la cabeza de Dmitry.

_ Salgamos de acá –murmuró el Dandy.

Al traspasar la puerta, apoyado sobre la pared del fondo del bar que da a la calle, esperaba el Negro Avellaneda, que me recibió con un abrazo. Escoltado por el Zurdo y el Negro, salí a la calle y miré hacia el cielo.

_ Ni se te ocurra llorar, putazo –soltó el Dandy.

Frente a la puerta del bar, Joaquín esperaba ansioso, sentado al volante de.la bala plateada.

Entramos al auto, y antes de cerrar las puertas Joaquín arrancó ruidosamente el auto, para emprender, volando, el camino hasta Viena.

Al verlo entrar a Dmitry en el salón, supe que yo no saldría vivo de ese encuentro, y que ese era el fin. Pensé que había muchas cosas que había dejado sin hacer, y antes de que la mirada tensa de la Cabra me devolviera al presente, la recordé a ella por última vez.

_ Me hubiera gustado terminar de otra manera -me dije.

Dmitry era una montaña, un ser inmenso con los ojos claros y la frente llena de surcos. Al sentarse y apoyar sus brazos sobre la mesa, los muebles crujieron bajo su peso; la Cabra debió correr su silla hacia la izquierda para que hubiera algo de espacio libre entre ellos dos; luego arrastró su vaso y el revolver hasta la pared, despejando así el la porción de mesa que separaba a Dmitry de mí.

Dmitri juntó las palmas de sus manos y entrelazó sus dedos, como si estuviera a punto de rezar. Sus ojos celestes me miraban severamente, ignorando en todo momento a la Cabra.

_ Yo soy Dmitry- dijo con una voz tremenda- ¿vos sos Martín?

No pude contestarle, sólo logré asentir con un movimiento de cabeza casi imperceptible.

_ Bien, hace mucho que espero este encuentro. El asunto ese de La Plata me salió muy caro, ¿sabés? No sólo porque perdí mucha guita, sino porque casi me la dan… -dijo con rencor.

_ Lo sé –interrumpí- a mis amigos les pasó lo mismo –contesté desafiante.

_ Tus amigos me importan un carajo –masculló Dmitry, poniendo las cosas en claro.

_ Lo sé –repliqué. Dmitry cerró sus ojos y respiró profundamente, probablemente conteniendo sus ganas de golpearme.

Miré hacia un lado, buscando los ojos de la Cabra, sólo con la intención de hacer algo de tiempo, pero Dmitry abortó rápidamente mi maniobra

_ No lo mires a él, el asunto es conmigo – dijo, señalándose el pecho con el gordo pulgar de su mano derecha .

_ Sin embargo a mi me citó él…- le objeté

El puñetazo de Dmitry sobre la mesa retumbó en todo el salón

_ Dejá de hacerte el pelotudo, Martín. Yo te estoy buscando hace tiempo, y hasta hoy siempre te las arreglaste para escaparte. Ahora también tus amigos desaparecieron:¿dónde está el Zurdo, eh? ¿y ese viejo choto del Dandy? ¿y Moliné? ¿dónde están, eh, dónde están? Hace semanas que esas mierdas se las tomaron, te dejaron sólo, ¿no ves? Todos ustedes son unas ratas de cuarta.

Dmitry apoyó las palmas de sus enormes manos sobre la mesa, y yo presentí que el fin se acercaba.

_ Terminemos esto de una vez –gritó Dmitry enfurecido- vos fuiste quien nos batió con la cana, Martín!

_ No –rechacé. Dmitry dio entonces un nuevo puñetazo sobre la mesa

_ Sí! Vos fuiste, pedazo de porquería, vos nos entregaste con la policía y después desapareciste. Cuando te enteraste que habíamos escapado, regresaste para tratar de arreglarla.

_ No -repliqué

_ Sos una rata –me dijo con los ojos llenos de furia- un cobarde inmundo. Yo sé que en los días previos al golpe a vos te estaban siguiendo, me lo confirmó Expedition Al ¿o miento? A ver, decime que miento –me dijo Dmitry desafiante.

Callé. Fue en ese único instante en que la Cabra me dirigió una fugaz mirada; íntimamente pensé que quizás él sí creía en mi inocencia. Aun asi callé. No bajé mi mirada, pero no pude contradecir eso: en ese momento, lo único que me sostenía era el convencimiento que me daba saber que estaba diciendo la verdad. Hasta ese momento había creido que era el otro Martín quién me había seguido ese día, pero, ¿y si no hubiese sido asi?

_ Fue asi ¿no? Te descuidaste, te siguieron, y finalmente te agarraron de las bolas hasta que no te quedó otra opción más que hablar.

_ No –repetí.

_ ¿No? ¿y por qué desapareciste después de eso?

Entendí que nada de lo que dijera podría ya cambiar mi situación, entonces contesté con la verdad

_ Me fui para volver a ser quién fui, para dejar atrás a toda esta basura, para no tener que tratar nunca más con gente como vos! –grité descontrolado.

La mano de Dmitry llegó a mi garganta como una flecha. Sus dedos de acero comenzaron a apretarme lenta pero sostenidamente.

_ Confesalo –dijo.

Sentí que mis ojos se inflaban, y un latido ensordecedor en mi sien. Ya no podía respirar. Dmitry apretó presionó todavía más mi cuello, diciendo:

_ Decilo, mierda.

Ya no podía ver con claridad la cara a Dmitry, con las últimas fuerzas que me quedaban, alcancé a balbucear.

_ No…

Lo último que escuché fue a una voz que conocía diciendo:

_ Soltalo, rusito.

_ Soltalo, o te vuelo la tapa de los sesos en este instante.

Giré muy despacio con los brazos en alto, hasta quedar –nuevamente- enfrentado con la Cabra. Su cuerpo estaba echado hacia atrás, los codos apoyados sobre la mesa, y con sus dos manos empuñaba un revolver cromado, de caño corto; me sorprendió darme cuenta de que no tenía miedo todavía.

Me señaló una silla con el revólver y me dijo

_ Sentate ahí.

Yo obedecí. Me eché lentamente sobre la silla, estiré mis piernas, crucé mis brazos, y clavé mi mirada en los ojos de la Cabra.

_ Detesto haber tenido que llegar a esta situación, Martín, créeme.- soltó entre dientes, luego apoyó el revolver sobre la mesa y lo cubrió con su mano derecha; con la izquierda, tomó su cigarrillo y le dio una larga pitada.

_ El error fue mío por no haberte hecho entender lo importante que era para mi saber porqué salió mal el trabajo de La Plata.

_ Veo –acoté con sarcasmo, señalándole con mi mentón la mano que apoyada sobre la mesa, ocultaba el revólver.

La Cabra llevó su mirada hacia el costado para consultar el reloj de la pared: la aguja que marca los minutos continuaba en el mismo lujar, pero no estaba inmóvil: observándola con detenimiento, podía notarse que un ligero temblor la recorría, como si algo la trabara y estuviera haciendo un esfuerzo inmenso por retomar su marcha.

Los ojos de la Cabra volvieron a la mesa,

_ No puedo parar esto mucho más –advirtió con pesar.

Se reacomodó sobre su silla, y me dijo:

_ Meses atrás, el Zurdo vino a verme, buscando a alguien que pudiera reemplazar a Expedition Al en el trabajo de La Plata; los motivos de esta deserción nunca quedaron claros, pero muchos creen que estuvieron relacionados de alguna manera con tu desaparici´n. Como fuera, el pedido del Zurdo era para mí una oportunidad perfecta para devolverle a Dmitry un favor que le debía hacia mucho tiempo; así fue como Dmitry pasó a ser parte del equipo.

Allí la Cabra hizo un pausa, y me miró por unos segundos, como verificando que entendía lo que me estaba contando.

_ Luego, cuando el trabajo salió mal, Dmitry vino a buscarme, a pedirme explicaciones. Aguante su furia, y le prometí que averiguaría lo que había pasado; después de todo, yo lo había metido a él en ese asunto.

Yo asentí, la piezas comenzaban a encajar, y lentamente la historia parecía cobrar sentido.

_ Vos sabés que no se jode con Dmitry, no?

Asentí nuevamente.

_ Yo hice mis averiguaciones, Martín, las hice, si. Las personas que encontré que saben de vos, es porque te relacionan de alguna manera con el Zurdo. Sólo alguien que conoce un poco mejor me dijo que eras muy buen tipo, pero que siempre hacías lo que querías.

_ Dmitry cree que vos fuiste quién los entregó, ya te lo deben haber contado tus amigos. Lo cierto es que vos despareciste Martín, así, de un día para otro, en medio de un trabajo, sin dar explicaciones… Es muy raro, admití que es, al menos, sospechoso…

Lo miré callado, y no le contesté. Supe que estaba fregado: la Cabra iba a entregarme a Dmitry.

_ Yo no puedo estar más en el medio de esto –dijo la Cabra, moviendo su cabeza de lado a lado- tenés que arreglártelas vos sólo, Martín, y ahora.

Seguí la mirada de la Cabra hacia la pared: en el reloj, la aguja del minutero había comenzado a correr.

Volví a mirar a la Cabra

_ Lo siento –me dijo.

En ese momento, Dmitry ingresó en el salón, y se dirigió a nuestra mesa.

_ Quisiera que esta fuera una escena de una película de Jim Jarmusch -pensé. Unos segundos después reformulaba la frase, entendiendo que deseaba no sólo que Jim Jarmusch embelleciera ese momento con su mirada, sino que además, hubiera también escrito el guión. Así mi suerte ya estaría echada, sólo debería decir mis líneas, y proceder a disfrutar del desenlace de esta historia como un espectador más, o mejor dicho, como un espectador de lujo.
Pero la vida no es una película de Jarmusch, me dije.
Levante mi mirada de la mesa, y me encontré con los ojos de la Cabra que, desde lejos, desde el otro lado de la mesa, me observaban en silencio. Fue entonces cuando su voz atravesó gravemente el humo intenso y perfumado que su cigarro armado había tendido sobre la mesa.
_ ¿Sabés una cosa, Martín? Vos podrías ser el personaje de una película de Jim Jarmusch –dijo.
Por un segundo me asusté, creí que la Cabra no sólo era capaz de detener el tiempo en ese salón, sino que también podía escuchar mis pensamientos; por eso cuando me preguntó:
_ ¿Lo ubicás a Jarmusch, no? –yo asentí en silencio, aliviado (prematuramente quizás, ya que desconocía en realidad el motivo de ese comentario)
_ El tema con los personajes de Jarmusch, Martín, es que raramente les espera un final feliz – yo asentí nuevamente, era una observación muy cierta; y al mismo tiempo, una suave amenaza que me convenía rechazar.
_ Es cierto. Pero la vida no es una película de Jim Jarmusch. -dije, citándome convencido.
Pasaron unos segundos incómodos, y después la Cabra se rió sonoramente, acompañando su risa con suaves golpecitos de su encendedor contra la mesa.
_ Martín… Martín, Martín Martín, me has dado mucho trabajo, vos no sabés cuánto! –exclamó al tiempo que se extinguía su risa.
No había acudido a esa cita para hablar, por lo que mi respuesta fue el silencio; sabía que debía tener paciencia, que en algún momento entendería lo que la Cabra estaba tramando.
_¿Te acordás Martín cuando te dí la tarjeta negra, la tarjeta que te permite entrar a este bar?
_ Claro que me acuerdo –contesté.
_ ¿Y te acordás Martín de lo que te dije mientras te la daba? ¿podés recordar lo que te dije Martín en ese momento?
_ Un favor por otro favor –dije- Un favor por otro favor, me dijiste, esa es la regla –completé.
La Cabra sonrió complacido,
_ … esa es la regla –repitió, luego cerró los ojos, y llevando su mentón hacia su pecho, bajó la cabeza. Llevó luego una mano a su sien, como si estuviera analizando los pasos a seguir, y guardó esa posición hasta que finalmente dijo:
_ Como no quiero malos entendidos, me gustaría que repasemos juntos nuestro último encuentro, Martín – entonces extendió su brazo izquierdo hacia el costado, apuntando a una mesa vacia; yo giré mi cabeza en esa dirección, y cuando mi mirada llegó a esa mesa, como en una función privada de cine, puede ver la proyección de mi última conversación con la Cabra.
Al terminar nuestro encuentro, yo extendía mi mano a la Cabra, al tiempo que él me decía en voz baja:
_ Haceme un favor: aclara ese tema, Martín. Cerralo de una vez.
Luego la proyección se detuvo, las imágenes se evaporaron, y nuevamente quedé a solas con la Cabra. Ahora sus ojos negros me miraban fijamente, cargados de tensión
_ Hasta donde sé, Martín, nunca cumpliste mi pedido.
Sabía que la Cabra esperaba una respuesta, una explicación; pero yo preferí mantener mi silencio. Luego de unos instantes, la Cabra dio por terminada la espera con una mueca de su boca que escondió su labio inferior.
_ No me estás dejando muchas opciones, Martín -dijo con tono grave.
Inoportunamente, recordé que alguna vez, la mujer a la que amaba me dijo lo mismo.
Luego de pitar su cigarrillo, la Cabra continuó diciendo:
_ La reciprocidad es, para mi, una ley tan válida y universal como la ley de Gravedad; curiosamente, los intentos por quebrar estas leyes tienen consecuencias similares, proporcionales a la altura desde la cual se cae, o a la magnitud del favor olvidado –hizo una pausa, y pensando en voz alta, concluyó- Todo este asunto en el que estamos enredados, no es más que el resultado de un tironeo caótico y desincronizado de favores cruzados, ensuciado por una traición.
Allí la Cabra hizo una pausa, pitó nuevamente su cigarrillo, se puso de pie, y caminó hasta la barra, para tomar una botella y dos vasos. Mientras regresaba a la mesa pude observar a sus espaldas al reloj de la pared, todavía con sus agujas detenidas.
La Cabra llenó los vasos, y apoyó la botella sobre la mesa, luego tomó su vaso, y lo vació con un único movimiento. Yo decidí mantener mis manos donde estaban y no tocar el vaso.
Finalmente, hablé:
_ No estoy seguro de haber entendido todo lo que me dijiste, ni para que me citaste acá. Tampoco sé si me interesa. Lo que quiero saber es si encontraste o no al otro Martín; punto. Eso es todo.
Lentamente llevé mi mano al bolsillo de mi saco para tomar el sobre y dejarlo luego sobre la mesa.
_ Lo acordado –dije- ¿lo encontraste?
La Cabra no miró la mesa en ningún momento, se limitó a observarme en silencio.
Los instantes que siguieron parecieron horas; finalmente tomé el sobre, lo guarde, me puse de pie, y dije
_ Entonces me voy -di media vuelta y comencé a caminar hacia la salida.
Fueron pocos los pasos que di antes de escuchar a la Cabra diciendo:
_ Quieto! Quedate quieto.
Me detuve en el acto, y prudentemente permanecí inmóvil durante unos cuantos segundos; luego, muy lentamente, levanté los brazos: sabía bien que al voltear, la Cabra me estaría apuntando con un revolver.

Llevaba horas sentado en el sillón del living, con la espalda recta, la vista al frente y los pies bien apoyados sobre el piso, impaciente, listo para partir apenas el reloj marcara un cuarto para las tres, soportando, también, la mirada intensa de mi gato que había decidido estudiar la situación en silencio, detenidamente, hasta entender lo que estaba ocurriendo.

Nunca sabré lo que él dedujo, pero su desaprobación final fue clara: sus ojos cambiaron de expresión, se volvieron ausentes y llenos de decepción; giró sobre sus patas, y caminó hasta el balcón; allí se sentó de espaldas a mi, con la mirada perdida en las copas de los árboles de la plaza o en las fachadas de los edificios que dan a la avenida. Es así, pocas cosas pueden ocultársele a un gato.

Diez minutos antes de partir hice una nueva recorrida por el departamento para comprobar que todo estuviera en orden, luego fui al baño y me lavé la cara y las manos; al salir evité mirarme en el espejo.

Antes de cerrar la puerta, revisé mis bolsillos por décima vez; llevaba todo. Lancé una última mirada al interior de mi departamento

_ Nunca estuvo tan ordenado-pensé.

En el balcón el gato continuaba mirando hacia la plaza; esta vez, había optado por no despedirse.

Al salir, pasé llave a las tres cerraduras, respiré hondo, y me dirigí al ascensor. Un hilo helado bajaba lentamente por mi nuca; pasé mi mano por mi cabello y por mi cuello, y me dije

_ Vamos, Martín, no aflojes.

Sí, estaba muerto de miedo. Supe desde un principio que iba a ser así, que no iba a poder evitarlo, y que sería clave no detenerme, no pensar, limitarme a hacer lo que había planeado.

La tarde del día anterior, luego de escuchar el mensaje en el contestador, decidí pasar por Viena con la remota esperanza de encontrar a alguno de mis amigos ya de regreso; pero mi mal presentimiento se confirmó apenas di unos cuantos pasos en el salón y vi la mesa chica vacía, y a Chaco moviéndose sólo entre las mesas.

Se acercó hacia mí con la bandeja cargada de vasos y platos.

_No hay nadie, Martín –me susurró al oído- Cortazar avisó que llega mañana, y más vale que sea así porque yo no puedo manejar esto solo, no doy más…

En seguida, con cara de fastidio, Chaco siguió su camino y se perdió detrás de la barra.

Yo salí a la calle y comencé a caminar rumbo al Botánico. Recorrí los caminos que Martini describe en sus novelas, hasta que el calor y el cansancio me ganaron, y entonces decidí sentarme en un banco de madera de color verde.

_ La Cabra te espera mañana a la tarde en el bar, a las tres en punto. Trae todo.

No existía un sólo elemento en toda esta situación que no me preocupara seriamente, pero había un detalle que me perturbaba de sobremanera, un dato ínfimo, irrelevante en este contexto, pero que aparecía una y otra vez en mis pensamientos: la voz que me había dejado el mensaje en el contestador, era una voz de mujer.

Escuché el mensaje varias veces, palabra por palabra, pero - en caso de que conociera a esa mujer- no había logrado identificar su voz. A pesar de esto, tenía un fuerte presentimiento, un pálpito íntimo que me decía que esa mujer me conocía.

Tomé un taxi para ir al bar, pero a unas pocas cuadras de distancia decidí bajarme y continuar el camino a pie. Llegué a la entrada del bar que da a la calle, di dos pasos lentos y luego crucé decidido todo el largo del salón hasta llegar a la pared del fondo. Con un movimiento rápido acerqué la tarjeta al lector y abrí la puerta. Camine sobre la alfombra y la oscuridad y el silencio me envolvieron otra vez.

_ Dios quiera que sea la última vez que piso este lugar –pensé

Corrí las pesadas cortinas y me detuve: a mi izquierda, tras la barra, el calvo acomodaba unas botellas sobre unos estantes de vidrio de color verde; y en el fondo del salón, junto al piano, la pelirroja era absorbida por la lectura de unas partituras. No había nadie más en el salón.

El calvo me saludo con un movimiento descendente de su cabeza, e inmediatamente, su mentón me señalo uno de los compartimentos ubicados contra la pared que se encontraba a mi derecha, de frente a la barra. Luego giró y continúo ordenando las botellas sobre los estantes

El reloj en la pared indicaba que faltaba sólo un minuto para las tres de la tarde.

Al dirigirme al compartimento mis pasos despertaron a la pelirroja, que giró sobre su asiento para mirarme con indiferencia. Inmediatamente retomó su posición anterior, acomodó las partituras sobre el atril, y muy lentamente, sus dedos comenzaron a bailar sobre las teclas del piano, hasta moldear la inconfundible melodía de ese tango odioso llamado "Volver".

_ Hija de puta –susurré apretando los dientes, al tiempo que veía como la Cabra aparecía de la nada detrás la barra.

Cuando llegó a la mesa, me extendió su mano diciendo:

_ Disculpame la demora.

El reloj en la pared indicaba las tres y un minuto de la tarde. No entendí su sonrisa, ni el chiste.

_ Acá estoy –dije- te escucho.

La Cabra me miró callado, con la sonrisa todavía dibujada en su rostro.

_ Tranquilo, Martín, tranquilo –replicó- tenemos mucho para conversar, todo el tiempo del mundo -y mientras me decía esto con sus ojos clavados en mi, su mano apuntó a un costado, hacia el reloj de la pared, y en ese momento, la aguja del segundero detuvo su ronda.

Luego le hizo una seña al calvo, que inmediatamente abandonó la barra, para acercarse a la pelirroja y murmurarle algo al oído. La pelirroja asintió y en el acto apartó sus manos del piano, y se puso de pie; en segundos, los dos abandonaron en silencio el salón, dejándome a solas con la Cabra.

A pesar de saber lo patética que era mi situación, cerré la puerta del departamento de Juan conteniendo la risa.
_ No puedo más, Martín, me tenés harto -dijo a modo de resumen, luego de la pausa que precedió a su largo soliloquio.
Sí, finalmente había logrado sacar de las casillas a mi analista. Todo un record, sin dudas; de enterarse la mesa chica de Viena de esta nueva marca personal, sería el objetivo de sus burlas y comentarios por un largo tiempo.
El motivo de la exasperación de Juan, fue el surgimiento de un nuevo tema, en este caso, mi supuesta falta de determinación.
_ No, Martín, pará un poquito ¿otra vez necesitas revelar un nuevo misterio antes de actuar?
Ese fue la primera línea, la primer arcada, segundos después vomitó sobre mi el resto de su discurso, su frustración y su enojo acumulados.
Nos quedamos en silencio unos minutos, Juan me miraba con sus ojos bien abiertos, vacíos de respuestas, negando con su cabeza la existencia de una alternativa a esta situación; habíamos llegado a un punto sin retorno.
Nos pusimos de pie, dimos dos pasos y nos encontramos sobre la alfombra verde que tanto me gusta y sobre la cual bailaron mis pensamientos y mis recuerdos. Extendió su brazo y nos dimos un apretón de manos. Sus ojos estaban tristes.
_ Hacé de una vez lo que tengas que hacer, Martín -dijo.
Di media vuelta, y emprendí mi salida.
Ya no me quedaba nadie más a quién acudir.
La presión me estaba enloqueciendo, cuando pude entenderlo y luego aceptarlo, decidí seguir la receta que en ocasiones anteriores me había dado resultado: busqué refugio en las cosas que sabía con certeza que me hacían bien: visitar algunos de los rincones de la ciudad, charlar con algún barman, escuchar música, jugar al billar; olvidarme del tiempo.
Fue mientras que revisaba unos cajones que encontré una vieja libreta mía. La tomé con curiosidad, tímidamente, como si no me perteneciera, me senté en la cama y comencé a recorrer las páginas.
Noté que mi letra, la caligrafía, era distinta, y no quise en ese momento saber si me gustaba más que la actual. Había muy poco escrito, apenas un par de hojas; la última entrada decía:
"El mecanismo de mi memoria es extraño: me cuesta mucho recordar fechas, nombres, y otros detalles del pasado; pero en cambio, si me es fácil por ejemplo, ubicar un hecho dentro de determinada etapa de mi vida. Generalmente el proceso no se detiene allí, como si la memoria tuviera deseos de vivir, otro recuerdo surge y se asocia al anterior, casi en simultáneo, llueven otras cosas que ocurrieron también por ese entonces, y así, lentamente, voy hilando los recuerdos hasta que logro recuperar los sentimientos con los que conviví en ese momento, en esa época.
Ese tamiz temporal es muy simple, tiene muy pocas opciones para ubicar un recuerdo: tres sucesos determinan las etapas de mi vida, tres eventos determinantes -aunque es probable que haya algún otro que se me esté escapando, de ser así, se debe a que no lo he identificado como tal aún- que consecutivamente mutaron mi realidad, y que forjaron los sucesivos hombres que habitaron en mi.
En ese recorrido sinuoso, más de una vez estuve a punto de desbarrancarme, y ahora veo que logré esquivar el abismo, en parte, gracias a una enorme cuota de suerte. Así es, la rueda de la Diosa Fortuna siempre se detuvo cuando estaba a punto de aplastarme la cabeza, para retroceder y darme la chance de recuperarme, y de huir, hasta nuestro próximo encuentro. Y tras haberme cansado de maldecirla en un momento, y haber dirigido entonces mi furia y mis puteadas contra cuanto Dios y santo pudiera nombrar, con sorpresa, increíblemente, me encuentro ahora creyendo que, después de todo, he sido un hombre afortunado.
Como en el poker, lo importante es tener a la suerte de nuestro lado en el instante decisivo, cuando están todas las fichas sobre la mesa; que llegue entonces esa ayuda extra, inesperada por todos, improbable, que se necesita para vencer y continuar sobreviviendo."
El texto me resultaba ajeno, quizás había sido escrito en trance, durante mi periodo de sonambulismo; como fuera que haya sido, no recordaba haberlo escrito; tampoco esa teoría sobre las etapas de mi vida; y definitivamente, en modo alguno me sentía un hombre afortunado en ese momento, eso estaba claro. Pero a pesar de estas contradicciones, leer esas líneas me hizo bien; me recordaron que de una manera u otra, me las había ingeniado para atravesar otros tiempos difíciles.
Sentí que en esta ocasión lo me estaba faltando era determinación, no estaba acompañando mis actos con la actitud apropiada a la importancia que tenían; como diría el poeta, me estaba faltando un corazón dispuesto a todo.
Sentado en la cama, cerré la libreta y la dejé a mi lado. Supe que necesitaba encontrar un disparador, algo que me sacudiera y que me ayudara a hacer ese cambio interno.
_ Sentado acá en la cama no lo vas a encontrar -me dije.
Me puse de pie, tome un abrigo, y salí a la calle en dirección a la casa de Juan.
Me desperté con un grito ahogado y con la última imagen de la pesadilla todavía presente, clara y terrible: yo estaba atado a una silla en el interior de una pequeña habitación, y girando a mi alrededor, con ojos llenos de maldad, la Cabra cortaba el aire con el brillante filo de una inmensa navaja de afeitar.
Me incorporé sobre la cama y miré por la ventana, intentando apartar esa imagen: todavía no había anochecido; la poca claridad que resistía en la parte baja del cielo me dio algo de tranquilidad. Me puse de pie y fui hasta el baño. Giré la llave del lavatorio y sumergí mi cabeza bajo el chorro de agua, hasta que sentí que se me helaban las orejas, entonces estiré el brazo en dirección a la puerta, y busqué a tientas una toalla. Sequé mi cabello y mi cara inclinado sobre la bacha, luego dejé caer la toalla al piso y me incorporé con los ojos cerrados, escapándole al espejo; temía ver cómo a través de esa ventana, la pesadilla continuaba.
Cerré la puerta del baño al salir, y fui a la cocina en busca de agua, me había asaltado una sed tremenda. Me senté en el banquito con la botella en la mano, y me quedé allí unos minutos luego de haber bebido varios tragos de agua.
Advertí que mi pesadilla era muy similar a un pasaje de "Perros de la calle", en el que Michael Madsen tortura a un pobre tipo. Recordé que la primera vez que vi esa película en un momento no pude soportar más esa escena y cerré los ojos con fuerza para escaparle al horror; los abrí recién cuando Silvio me sacudió el brazo diciendo:
_ Ya está, ya pasó, boludo.
Sin embargo, en los últimos años había vuelto a ver esa película varias veces, sin taparme los ojos en ningún momento; esa escena tan tremenda se había convertido, con el tiempo, en una escena más. Todavía en la cocina, con las manos apoyadas sobre las rodillas, a punto de ponerme de pie, me pregunté en qué momento de mi vida ese pasaje de la película había dejado de impresionarme, ¿qué había cambiado en mi?
Entonces mi gato apareció y comenzó a refregarse contra mis piernas. Lo tomé en mis brazos y lo acaricié durante un largo rato; luego lo dejé en el piso, cambié el agua de su bowl, y fui a mi cuarto a vestirme; necesitaba salir urgentemente de allí.
Durante los días que siguieron no tuve paz. Me invadieron todo tipo de dudas, y no lograba dejar de preguntarme si mi encuentro con la Cabra no había sido, tal vez, un grave error.
Aterrado por esa posibilidad, aumento mi desasosiego: regresaron las noches de insomnio, y con ellas el cansancio permanente, el malhumor, el transitar una realidad inasible, como la de los sueños.
_ ¿Cómo sabía la Cabra lo de La Plata? -me preguntaba.
Estaba claro que algo le habían contado, ¿pensaría él que yo había sido el soplón? ¿por eso no estaba dispuesto a ayudarme a desaparecer?
Fue sentado en un banco de la plaza Vicente Lopez, viendo como unos niños jugaban a las escondidas, dónde recordé las palabras que me había dicho la Cabra cuando nos despedimos
_Aclará el tema -me dijo.
Ese pedido, o mejor dicho, esa condición que había impuesto la Cabra para ayudarme, revelaba un hecho vital.
_ ¿A quién se suponía que debía aclararle el tema?
Debí haberme preguntado eso antes, pensé; la respuesta llegó sola, casi sin pensarla
_ Con Dmitry -me dije.
_ Aclará el tema... con Dmitry- eso fue en realidad lo que me había exigido la Cabra esa noche antes de despedirnos.
Entonces, la Cabra conocía a Dmitry. Y más aún, deduje, también sabía que para Dmitri, era yo quién los había vendido con la policía.
La amistad, o quizás el temor, le impedían a la Cabra arriesgarse a tener un problema con Dmitry, sólo para ayudarme a mi. Ayudarme a mi a desaparecer, era ponerse en contra a Dmitry.
Con el correr de las horas esa idea se me hizo evidentemente cierta; y entonces se agregó una amenaza mayor: si la Cabra le contaba a Dmitry de nuestro encuentro, de mi deseo de desaparecer, Dmitry -sin dudas- confirmaría sus sospechas, se convencería de que yo era el soplón, y que por eso estaba planeando escaparme...
Caminé sin rumbo como un zombie, hasta que sentí que mis piernas no podían sostenerme más en pie. Al llegar a mi departamento, fui directo hasta mi cama y me dejé caer pesadamente sobre el colchón; estaba exhausto, tenía tal cansancio que ya todo había dejado de preocuparme; lo único que deseaba en ese momento, era poder dormir.