martes 18 de marzo de 2009

Ayer a la mañana desperté con el deseo de salir al balcón y desperezarme contra los rayos del sol. No me preocupé en ponerme los pantalones, y así como estaba, caminé por el pasillo, llegué al living, corrí el ventanal y salí al día.
Apenas corría una brisa fresca; y el Sol, que no había terminado de trepar por el cielo, me recibió con un calor maternal.  Tomé aire, entrelacé los dedos de las manos, y luego levanté los brazos hasta que sobrepasaron la línea de mis hombros; respiré suave y profundamente dos o tres veces más, y procedí a arquear mi espalda hacia atrás todo lo que me fue posible. Conservé esa posición por algunos segundos, y finalmente deshice la postura muy  lentamente.
Satisfecho, me apoyé contra la baranda del balcón y me dejé atrapar por las copas de los árboles de la plaza, y por los reflejos de las ventanas de los edificios que dan a la avenida. Permanecí allí varios minutos antes de que decidiera entrar a prepararme el desayuno.
Casi llegando a la cocina, apareció mi gato y comenzó a bailar alrededor de mis piernas,  maullando sin cesar, pero cuando me incliné para acariciarlo, se escapó de entre mis manos y corrió hacia la mesa del living. 
Lo seguí intrigado, y entonces puede ver allí, a unos pasos de la puerta de entrada del departamento, un sobre grande de color madera.  Me incliné nuevamente, tomé el sobre, acaricié al gato, y fui hasta la cocina a prepararme un café.
El sobre no tenía señas, y era muy liviano, como si llevara apenas una hoja. Y no estaba cerrado.
Terminé de prepararme el café,  regresé al living, y me senté a la mesa. Tomé unos sorbos de la taza, y luego examiné el sobre con cuidado: no advertí ningún detalle en especial.
Finalmente aparte la solapa del sobre, y extraje una hoja de papel algo gruesa y de color tiza. La primer carilla que vi estaba en blanco, di vuelta la hoja inmediatamente, y allí, perfectamente centrados en el papel, en tinta negra y en letra cursiva, estaban impresos unos versos de Auden, que decían así:
I and the public know
What all schoolchildren learn,
Those to whom evil is done
Do evil in return
Para entenderlo, o estar seguro de haberlo entendido, necesité de algunos minutos y tres o cuatro relecturas. 
Entonces, dejé la hoja sobre la mesa, y giré sobre la silla en dirección al ventanal;  me quedé meditando sobre esos versos, y sus implicancias, durante un largo rato, hasta que en  un momento, sin proponérmelo, tomé aire y en voz alta comencé a repetir los versos lentamente, con cierta gravedad, como si estuviera pronunciando una sentencia. Al terminar, sentí sobre  mí el peso de una ley ineludible, como la del paso del tiempo o la finitud de nuestra consciencia, y nuevamente me invadió el presentimiento de una tragedia inminente.
Pasó también volando el recuerdo de mi amigo, esa noche en Caballito, explicándome que la angustia sin remedio de su alma justificaba plenamente su deseo de venganza.
Sin pensar que era lo más conveniente, dejé el sobre donde lo había encontrado, tomé las llaves, los cigarrillos, y salí del departamento apurado.
El aire de la calle y la caminata me hicieron bien, luego de un rato decidí dejar de pensar en abstracto, y dedicarme a entender a quién iba dirigido ese sobre, quién lo había escrito, y por qué.
Sentí que no podía demorarme ni un segundo.
Entré en un bar y le pedí al mozo un café doble; mientras esperaba, pensé que haría el Zurdo en esta situación: plantear alternativas, sin descartar ninguna, me dije. Le pagué al mozo inmediatamente después de que me dejó el café sobre la mesa; no quería interrupciones.
Repasé lo que había elaborado hasta el momento, y me sentí satisfecho: tenía un plan. Terminé el café, dejé unas monedas sobre la mesa, y con paso firme y rápido abandoné el café.
Caminé de prisa por Córdoba hasta llegar a Callao, allí paré un taxi y le pedí que me llevara al amarradero del Liceo, sobre Costanera Norte. Bajé la ventanilla y encendí un cigarrillo, y a los pocos segundos el chofer me miró por el espejo retrovisor, pero no dijo nada; creo que mi cara de pocos amigos lo intimidó. 
El auto volaba por las calles mientras yo miraba a través de la ventana, pero miraba sin ver; estaba tan nervioso que me sudaban las manos y me zumbaban los oídos. Para recobrar el valor y recobrar la confianza, repasé varias veces el plan que me había fijado.
Cuando el auto llegó a la Costanera, y entendí que restaban unas pocas cuadras, me limité a repetir el primer paso del plan, acaso el más difícil: encontrarlo al Dandy, y obligarlo a hablar.