Meses atrás, un jueves de invierno, nadie apareció por Viena. Estábamos solos con Cortázar en la mesa del fondo, yo sentado, y él parado con la bandeja bajo el brazo y una mano apoyada sobre el respaldo de mi silla, mirando hacia la puerta de entrada del salón; ya era la hora de cierre. Cortázar caminó entonces hacia la barra, y regresó con una botella de whiskey y dos vasos; depositó todo sobre la mesa, tomó una silla, y se sentó a mi lado. Yo miré alrededor en busca de testigos, alguien que pudiera luego confirmar que, una vez, Cortázar se había sentado en la mesa chica de Viena; fue inútil, Cortázar y yo estábamos solos en el lugar. Abrió la botella, sirvió los dos vasos, arrimó su silla a la mía y se inclinó levemente hacia delante, acortando la distancia que nos separaba, y con una voz muy baja y como si estuviera apunto de hacerme un regalo, me dijo: -Martín, te voy a contar una historia. Y sin más, me introdujo a los hechos, y a una verdad. Era la primera vez que lo veía así a Cortázar: relajado, compenetrado con el relato y los detalles, disfrutando del decir. Se sentía como un mago en pleno acto de prestidigitación, jugando con mi atención a su antojo. Sus ojos brillaban, y cuando quería darle más intensidad al relato, sus manos sobrevolaban la mesa con gestos suaves. Parecía contento, orgulloso diría; y era justo: realmente tenía una gran historia para contar. Cuando concluyó su relato, yo estaba conmovido. El terminó su vaso de whiskey, mientras yo pensaba en lo que acababa de escuchar. Luego lo miré: -¿Es cierto lo que me decís, Cortázar? –le pregunté débilmente. El apenas sonrió, miró el fondo de su vaso vacío y, asintiendo, se puso de pie. Garabateó algo en un papel, lo dejó doblado sobre la mesa, me palmeó el hombro, y caminó lentamente hasta ocupar su lugar en el extremo de la barra, parado con la bandeja apoyada a la altura de su pecho. Necesité dos o tres whiskeys más antes de decidirme a ponerme de pie y abandonar la mesa. Recogí el papel, lo apreté con fuerza en mi puño, y luego lo guardé en el bolsillo de mi abrigo como a un tesoro. Me dirigí hacia la salida con paso pesado, y pensativo. Al pasar por la barra Cortázar ya no estaba. Esa noche, yo apagué las luces de Viena