Cuando entré al bar Cortázar estaba parado cerca de uno de los extremos de la barra. Sus manos sujetaban el borde de la bandeja plateada, que descansaba sobre sus piernas. Me atajó apenas me vio, y con una suave palmada me invitó a acercarme a la barra. Extrajo dos cigarrillos del bolsillo de su chaqueta blanca, los encendió con un mismo fósforo, y me pasó uno; entendí que debía tranquilizarme.
- ¿Dónde está? - le pregunté.
- Lo tienen en el baño - susurró. Miró hacia el fondo del bar, como esperando una señal, y dijo
- Parece que no sabe mucho. El Zurdo está por llegar, ¿por qué no dejas que él maneje la situación, a ver que puede sacar en limpio?
- Es que es un tema mío. Quiero saber qué está pasando - dije, Cortázar asintió.
- Andá, están abajo -dijo- Usa la cabeza pichón.
Hace unos meses, muy temprano en la mañana me despertó el teléfono: era Joaquín que llamaba para recriminarme por haberlo dejado plantado en el Bizarro la noche anterior. Intenté recordar la cita, pero aún dormido tuve la certeza de que se había equivocado, yo no había arreglado ese encuentro con él. Las confusiones con Joaquín son algo rutinario, así que sólo atiné a decir:
- Joaquín, no tenía idea de que ibas a estar en el Bizarro. Igual no hubiese podido ir, ayer tuve que trabajar hasta tarde.
- Pero ¿me estas cargando? si vos armaste el plan -contestó algo escandalizado- hablaste con mi secretaria y le pediste que te encuentre ahí a las once...
- Joaquín, decime una cosa, ¿cuándo diablos yo llamo a tu secretaria para arreglar algo con vos, eh? dejame dormir, chau. - y corté.
Nos encontramos a los pocos días, y me dijo algo extrañado que Andrea le había confirmado el mensaje, y que no entendía de que otro Martín podía tratarse.
- Martín sos vos -dijo, enojado- ¿qué otro?
Yo apenas lo escuchaba, las piernas de una morocha monumental, que habían aparecido de repente en escena, atraían toda mi atención.
El martes de la semana siguiente, estábamos jugando al billar cuando lo vimos aparecer al Dandy hecho una tromba. Parecía un tren fuera de control, y venía derecho hacia mí.
- Te voy a matar, hijo de puta -me dijo, mostrándome los dientes. Intentó agarrarme del cuello, pero pude zafarme gracias a la intervención de Gatica y el Negro. Quedamos separados por la mesa de billar, entonces le grité:
- Pero ¿qué carajos te pasa? ¿estás loco?
- Si, hijo de puta, estoy loco, y te voy a matar. ¿Asi que te queres cojer a mi mujer, eh? ¿te calienta? vení, mandame a mi las flores, pedazo de hijo de puta - el Negro lo sujetaba por delante, y Gatica que lo abrazaba desde atrás, me miraba con suspicacia. Sobre la mesa, un ramo de flores amarillas aparecía como la prueba acusatoria.
Esas cuestiones convienen aclararlas de inmediato, no importa a que precio. De alguna manera conseguí recuperar la calma. Respiré, lo miré y le dije:
- Yo no tengo nada que ver con esto, Dandy. Hace lo que quieras. Sueltenló, che.
Apenas el Negro se hizo a un lado, el Dandy se avalanzó sobre la mesa, se paró sobre el paño, y desde ahí, ese enorme Kin Kong se tiró encima mío y comenzó a cagarme a trompadas.
Alguien me dijo después, que dejó de pegarme cuando se quedó sin fuerzas. Entonces el Dandy se puso de pie y, a los tumbos, buscó la salida.
Más tarde, cubierto de hielo, le dábamos vuelta al tema entre todos. Mi inocencia era evidente: yo no regalo flores. Por respeto al estado de mi cara, nadie tuvo ánimo para hacer un chiste, aunque imagino que más de uno pensó que la verdad que Marta está para el crimen. Al final, Gatica, quizás ya aburrido del tema, tiró:
- Y bueno, será otro Martín...
- El es Martín -afirmó rápido Joaquín, quizás sin saber porqué.
Pero el Zurdo, al tanto de la anécdota del desencuentro con Joaquín, sumó dos más dos y dijo:
- No, che. Esto huele a otra otra cosa - y mirándome a los ojos, con tono grave concluyó- o vos estás chiflado, o acá hay alguien que se está haciendo pasar por vos.
Comprensiblemente, me alteró más la segunda opción. Días después, Juliana se sorprendió más con este hecho que con la historia en sí, algo propio de los psicólogos.