Entro a mi departamento y, sin encender las luces, voy directo a la cama a desplomarme y cerrar los ojos. Mis oídos zumban, y siento la frente caliente y húmeda. El sol está en lo alto de un cielo libre de nubes. Me incorporo, bajo la persiana y me dejo caer nuevamente sobre la cama.
Afuera, alguien golpea una chapa; también se escuchan cantos de pájaros y algunas bocinas de autos. Siento que no voy a poder dormirme.
¿Cuándo fue la última vez que dormí toda la noche, sin interrupciones? No puedo recordarlo. Sí puedo ubicar la época en la que dormir no era un problema para mi, pero no la última noche de paz. Tampoco la primer noche de insomnio.
Juan me dice que el olvido es una forma de defensa. Puede ser, pienso.
El gato entra a la habitación, me mira, maulla, y luego se va. A veces pienso que él cree que entiendo lo que me dice.
Voy a la cocina y tomo un vaso de leche tibia. Con asco, vuelvo a la cama y me acomodo como para dormir. Sé que no voy a dormirme, pero debo llamar al sueño de alguna manera. Entonces me preparo, respiro, y comienzo el ritual de todas mis noches.