En ese momento, frente a frente con la Cabra, entendí que en verdad estábamos jugando una mano de póker: el había elevado la apuesta, y yo me había asustado como un chico.

_ Necesito ganar tiempo –pensé: lo mejor que podía hacer era guardar silencio. Lo miré callado, como si no hubiese escuchado lo que me había dicho; me serví un poco más de whiskey, le di otra pitada a mi cigarrillo y giré un poco sobre mi asiento, para quedar sentado en dirección oblicua a la barra.

Terminé de fumar el cigarrillo y me reacomedé para quedar nuevamente enfrentado con la Cabra; y mientras aplastaba el cigarrillo en un cenicero dorado, de forma triangular, le contesté:

_ No sé de qué me estás hablando.

La Cabra asintió en silencio, disgustado con la respuesta que había encontrado. Mientras pensaba cuidadosamente sus palabras, de la nada apareció la pelirroja y sin más, se sentó al lado de la Cabra.

Tenía la cara recién lavada, y se notaba que había llorado. Llevaba el pelo suelto cayendo sobre sus hombros, marcando aun más el escote; tenía ahora tres botones libres en su camisa blanca almidonada.

_ ¿Interrumpo algo? –preguntó irónicamente, mientras encendía el cigarrillo que la Cabra había dejado en el cenicero.

_ Sí –contestó secamente la Cabra, sin mirarla.

_ Ya me voy, quería que supieras que tu amigo me maltrato delante de todos, y encima me llamó maleducada. Preguntale a Julián si no me crees –dijo señalando al calvo con un movimiento de cabeza.

_ Tiene razón.

_ ¿Qué decís? –exclamó la pelirroja, escandalizada.

_ Que tiene razón. Sos una maleducada.

La Cabra se puso de perfil, de modo de poder mirarla a la cara, y concluyó la conversación diciendo entre dientes:

_ Y se me está terminando la paciencia con vos, Eva, así que tomatelas de acá.

Mientras la pelirroja se marchaba trágicamente, yo aproveché para recargar los vasos con más whiskey.

_ A esta le subieron el copete esos cuatro o cinco giles que se sientan ahí, cerca del piano, y que se babean mirándola cantar –dijo la Cabra con algo de bronca.

La Cabra tomó de un trago el vaso recién servido, lo apoyó sobre la mesa, e inclinándose hacia mi, finalmente dijo:

_ Mirá, Martín, el tema es así. Yo puedo ayudarte a encontrar a ese doble tuyo; no tengo problemas. Por lo que me contaste, el tipo te está haciendo la vida puta, así que te entiendo.

La pausa que sobrevino indicaba el turno de la mala noticia.

_ ¿Pero? – anticipé.

_ No puedo ayudarte a desaparecer, Martín; no mientras tengas asuntos pendientes por acá, ¿me seguís?

Procuré no pestañear y mostrarme inmutable, con cara de piedra.

_ Ok –repliqué, como si su rechazo parcial no me importara; sólo para confirmar le pregunté- ¿vas a encontrar al otro Martín entonces?

_ Dalo por hecho –asintió la Cabra.

La pelirroja volvió a interrumpirnos, sólo que esta vez lo hizo sentada al piano y con la melodía de “Cuesta Abajo”; me puse de pie de inmediato, ni loco me quedaba a fumarme ese tango.

Extendí mi brazo y estreché la mano de la Cabra en señal de despedida,

_ Haceme un favor: aclara ese tema, Martín. Cerralo de una vez – dijo en voz baja la Cabra.

Yo solté su mano, di media vuelta, y busqué apurado el camino de salida, intentando escapar a tiempo del comienzo de la segunda estrofa:

Era, para mí, la vida entera, como un sol de primavera, mi esperanza y mi pasión

Cruce las cortinas masticando bronca. Abrí la pesada puerta y entré en el salón que daba a la calle; seis o siete personas que desayunaban en silencio me miraron como a un espectro. Sí, tenía que atar ese cabo suelto. Me molestaba saber que él tenía razón; me jodía, también, que me lo hubiera dicho; pero lo que me desquiciaba, era que él estuviera al tanto de todo ese asunto, y ese halo de sospecha que me rodeaba inmerecidamente.