El viaje de regreso duró una vida. Cuando el ómnibus comenzó finalmente a reptar la rampa de la Estación terminal de Retiro , yo ya estaba de pie junto a mi butaca, con la mano izquierda sujetando la valija, y un pie en el primer escalón de la diminuta escalera que recorrería apenas se abriera la puerta, y el coche se detuviera, pesadamente, en la  plataforma número veinticuatro.
Atravesé el mar de pasajeros boyantes que pululaba en el hall de la estación, y con paso rápido busqué la salida de ese lugar decadente. Una vez en la calle, arrastré mi valija por entre puestos callejeros -que me recordaron a Asunción-,  giré hacia la derecha, y caminé hasta Libertador. Al llegar a la Plaza San Martín, por fin me sentí en Buenos Aires.
Encendí un cigarrillo, le di algunas pitadas, y cuando vi acercarse a un taxi desocupado, extendí mi brazo derecho. Subí al auto, saludé al chofer, y vacilé al momento de indicarle el destino del viaje; baje la ventanilla, me acomodé en el asiento, y finalmente murmuré la dirección de Viena.
En el trayecto fumé otros dos cigarrillos, en menos de diez minutos me encontraba en la esquina del bar. Pagué el viaje, bajé del auto y, una vez en la vereda, me quedé parado hasta que terminé de fumar el cigarrillo; lo apagué contra un poste de luz y luego lo arrojé en un cesto de color naranja. 
Era casi la una de la madrugada, y hacia calor. En el cielo oscurecido por las luces de la ciudad, solo un fino de Luna sobrevivía, brillante, sobre ese manto negro. Miré la vereda opuesta a la altura de mitad de la cuadra, donde estaba la entrada de Viena; imaginé el ambiente ruidoso del salón, y a Cortázar malhumorado por la excitación que traen los últimos días del año. Tomé nuevamente mi valija,  y crucé la calle.
Atravesé la puerta, y luego me detuve. Quise divisar desde allí la mesa chica en el fondo del salón, pero me fue imposible ver algo a través de las personas que iban y venían por el pasillo que daba a la barra.  Di un paso más, y en ese instante Cortázar apareció, y se quedó inmóvil al verme. Luego de un segundo, una sonrisa enorme apareció en su cara; vi como colocaba la bandeja bajo su axila y se ponía de perfil, y luego, con un leve movimiento de cabeza, me señaló el fondo del salón.
Lo seguí mirando hacia el piso, intentando no atropellar a nadie con mi valija; no quería cruzar miradas con nadie. Al llegar a nuestro rincón, vi que la mesa estaba vacía. 
Una vez  allí, Cortázar me abrazó, e inmediatamente sus manos aferraron fuertemente mis hombros. Nos sentamos,  él enlazó sus dedos sobre la mesa, se mordió el labio inferior, levanto su cabeza hasta encontrar mis ojos, y me dijo:
- ¿Te enteraste, no? - yo asentí callado, y para completar los hechos, agregué:
- Hoy por la tarde, estaba en Rosario...
- En Rosario -repitió Cortázar con una leve sonrisa- Joaquín tenía razón nomás... 
Hubo un silencio, miré levemente hacia los costados, y con voz muy baja, le pregunté:
- ¿Qué pasó, Cortázar?
Cortázar bajó la mirada, separó sus manos, y se rascó la frente
- Alguien nos delató, Martín -me dijo, con ojos chiquitos, y con una voz que temblaba de los nervios, o de la bronca.
- Alguien nos delató -repitió.
Lo miré desconcertado, no podía creer que eso fuera posible, ¿quienes sabíamos sobre esto? me pregunté, mientras negaba con la cabeza, impedido de aceptar esa versión de la realidad.
- Pero ¿cómo? - exclamé- ¿Quién?!
Cortázar solo levantó levemente los hombros, a modo de respuesta. Yo me eché hacia atrás, pegando mi espalda contra el respaldo de la silla, tomé aire, y pregunté:
- ¿Dónde está el resto?
- Moliné les aconsejó a todos que aprovechen estos días para estar en sus casas y hacer vida de familia, en esta época, es lo menos sospechoso...
Asentí en silencio, y luego me perdí un largo rato en suposiciones y reproches. Finalmente me puse de pie, tomé mi valija y cuando lo iba a despedir, Cortázar me preguntó:
-¿Vas a ir a verlo al Zurdo, no?   
- Sí. Es lo mejor, creo...
- Sí -contestó Cortázar. Luego hizo una pausa, y adiviné en su cara que tenía algo más para decirme.
- ¿Qué pasa? -apuré
- No, nada... cómo decirtelo, Martín...
- Hablá, Cortázar, ¿qué carajos pasa?
- Mirá, con todo esto que pasó... viste, que se yo, tu desaparición de Buenos Aires no cayó muy bien...
- ¡Qué! qué me estás queriendo decir, Cortázar?! eh? - Cortázar se puso de pie, y extendió sus brazos, como pidiéndome que me calmara. Dí un paso hacia atrás, y volví a preguntarle
- ¿Qué carajos me estás queriendo decir, Cortázar? - de pronto vi su mirada serena y firme, y mucha experiencia reflejada en el tono que usó para decir:
- Martín, hay gente que cree que fuiste vos quien habló.  Esto es así, y es mejor que lo sepas por uno de nosotros.  En este tiempo que estuviste afuera, fue el Zurdo quién salió a bancarte... vos sabés que acá había metida gente que no te conoce... La pasó brava el Zurdo, Martín... ¿entendés?
De pronto, como si todo fuera un gran acto de ilusionismo, vi lo que parecía... las apariencias, y supe que a muy pocos les importaría mi verdad. Asentí callado, y bajé la cabeza.  Después sentí la mano de Cortázar sobre mi hombro, y luego su mano sobre mi valija
- Yo te cuido esto -me dijo- ahora andá a verlo al Zurdo. Se va a alegrar de verte, creeme -agregó.
Salí de Viena hundido en la más profunda preocupación, intentando adivinar cómo saldría de este nuevo embrollo, y, más importante, si en esta ocasión, podría contar con mis amigos.