Me tomé unos pocos días para descansar, dejar mi departamento en orden, y empacar unas pocas cosas, pero ya la noche del viernes siguiente me encontró despidiéndome de mis amigos en Viena.

_ En tres semanas está por acá de nuevo –bromeó el Dandy cuando le dejé las llaves de mi departamento y le encomendé el cuidado de mi gato.

Nadie preguntó por qué, a dónde o cuándo regresaría; todos sabían que esa era, quizás, la mejor forma de despedirme.

Cuando Esperanza dijo que invitaba una ronda de tragos, la mesa estalló en una carcajada general que aturdió al público en el salón. En seguida, y antes de que las risas se apagaran, el Negro comenzó una serie de chistes delirantes, que acaparó la atención de todos por un buen rato; luego sería premiado con un largo aplauso cuando cerró su acto con el cuento del ingeniero.

A lo largo de esa noche, conversé unos minutos con cada uno de mis amigos, recibí consejos, buenos deseos, y sólo debí rechazar el treintaiocho largo que generosamente el Dandy me ofreció

_ Te agradezco, pero no voy a necesitarlo –le dije.

_ Nunca se sabe… –me respondió, mientras escondía el fierro bajo su saco de lino.

Cuando el Zurdo comenzó a contar la noche en que conoció a las hermanas Pons en El Nacional, aproveché el momento de distracción general para irme en silencio.

Con el bolso en la mano, salí a la calle y tomé un taxi hasta Retiro. Estaba contento, y también algo ansioso. Me sentía nuevamente en movimiento, con un horizonte abierto, con ilusiones y, otra vez con un corazón dispuesto a todo.

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FIN

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