_ Quisiera que esta fuera una escena de una película de Jim Jarmusch -pensé. Unos segundos después reformulaba la frase, entendiendo que deseaba no sólo que Jim Jarmusch embelleciera ese momento con su mirada, sino que además, hubiera también escrito el guión. Así mi suerte ya estaría echada, sólo debería decir mis líneas, y proceder a disfrutar del desenlace de esta historia como un espectador más, o mejor dicho, como un espectador de lujo.
Pero la vida no es una película de Jarmusch, me dije.
Levante mi mirada de la mesa, y me encontré con los ojos de la Cabra que, desde lejos, desde el otro lado de la mesa, me observaban en silencio. Fue entonces cuando su voz atravesó gravemente el humo intenso y perfumado que su cigarro armado había tendido sobre la mesa.
_ ¿Sabés una cosa, Martín? Vos podrías ser el personaje de una película de Jim Jarmusch –dijo.
Por un segundo me asusté, creí que la Cabra no sólo era capaz de detener el tiempo en ese salón, sino que también podía escuchar mis pensamientos; por eso cuando me preguntó:
_ ¿Lo ubicás a Jarmusch, no? –yo asentí en silencio, aliviado (prematuramente quizás, ya que desconocía en realidad el motivo de ese comentario)
_ El tema con los personajes de Jarmusch, Martín, es que raramente les espera un final feliz – yo asentí nuevamente, era una observación muy cierta; y al mismo tiempo, una suave amenaza que me convenía rechazar.
_ Es cierto. Pero la vida no es una película de Jim Jarmusch. -dije, citándome convencido.
Pasaron unos segundos incómodos, y después la Cabra se rió sonoramente, acompañando su risa con suaves golpecitos de su encendedor contra la mesa.
_ Martín… Martín, Martín Martín, me has dado mucho trabajo, vos no sabés cuánto! –exclamó al tiempo que se extinguía su risa.
No había acudido a esa cita para hablar, por lo que mi respuesta fue el silencio; sabía que debía tener paciencia, que en algún momento entendería lo que la Cabra estaba tramando.
_¿Te acordás Martín cuando te dí la tarjeta negra, la tarjeta que te permite entrar a este bar?
_ Claro que me acuerdo –contesté.
_ ¿Y te acordás Martín de lo que te dije mientras te la daba? ¿podés recordar lo que te dije Martín en ese momento?
_ Un favor por otro favor –dije- Un favor por otro favor, me dijiste, esa es la regla –completé.
La Cabra sonrió complacido,
_ … esa es la regla –repitió, luego cerró los ojos, y llevando su mentón hacia su pecho, bajó la cabeza. Llevó luego una mano a su sien, como si estuviera analizando los pasos a seguir, y guardó esa posición hasta que finalmente dijo:
_ Como no quiero malos entendidos, me gustaría que repasemos juntos nuestro último encuentro, Martín – entonces extendió su brazo izquierdo hacia el costado, apuntando a una mesa vacia; yo giré mi cabeza en esa dirección, y cuando mi mirada llegó a esa mesa, como en una función privada de cine, puede ver la proyección de mi última conversación con la Cabra.
Al terminar nuestro encuentro, yo extendía mi mano a la Cabra, al tiempo que él me decía en voz baja:
_ Haceme un favor: aclara ese tema, Martín. Cerralo de una vez.
Luego la proyección se detuvo, las imágenes se evaporaron, y nuevamente quedé a solas con la Cabra. Ahora sus ojos negros me miraban fijamente, cargados de tensión
_ Hasta donde sé, Martín, nunca cumpliste mi pedido.
Sabía que la Cabra esperaba una respuesta, una explicación; pero yo preferí mantener mi silencio. Luego de unos instantes, la Cabra dio por terminada la espera con una mueca de su boca que escondió su labio inferior.
_ No me estás dejando muchas opciones, Martín -dijo con tono grave.
Inoportunamente, recordé que alguna vez, la mujer a la que amaba me dijo lo mismo.
Luego de pitar su cigarrillo, la Cabra continuó diciendo:
_ La reciprocidad es, para mi, una ley tan válida y universal como la ley de Gravedad; curiosamente, los intentos por quebrar estas leyes tienen consecuencias similares, proporcionales a la altura desde la cual se cae, o a la magnitud del favor olvidado –hizo una pausa, y pensando en voz alta, concluyó- Todo este asunto en el que estamos enredados, no es más que el resultado de un tironeo caótico y desincronizado de favores cruzados, ensuciado por una traición.
Allí la Cabra hizo una pausa, pitó nuevamente su cigarrillo, se puso de pie, y caminó hasta la barra, para tomar una botella y dos vasos. Mientras regresaba a la mesa pude observar a sus espaldas al reloj de la pared, todavía con sus agujas detenidas.
La Cabra llenó los vasos, y apoyó la botella sobre la mesa, luego tomó su vaso, y lo vació con un único movimiento. Yo decidí mantener mis manos donde estaban y no tocar el vaso.
Finalmente, hablé:
_ No estoy seguro de haber entendido todo lo que me dijiste, ni para que me citaste acá. Tampoco sé si me interesa. Lo que quiero saber es si encontraste o no al otro Martín; punto. Eso es todo.
Lentamente llevé mi mano al bolsillo de mi saco para tomar el sobre y dejarlo luego sobre la mesa.
_ Lo acordado –dije- ¿lo encontraste?
La Cabra no miró la mesa en ningún momento, se limitó a observarme en silencio.
Los instantes que siguieron parecieron horas; finalmente tomé el sobre, lo guarde, me puse de pie, y dije
_ Entonces me voy -di media vuelta y comencé a caminar hacia la salida.
Fueron pocos los pasos que di antes de escuchar a la Cabra diciendo:
_ Quieto! Quedate quieto.
Me detuve en el acto, y prudentemente permanecí inmóvil durante unos cuantos segundos; luego, muy lentamente, levanté los brazos: sabía bien que al voltear, la Cabra me estaría apuntando con un revolver.