Nos acomodamos en silencio en la mesa, e inmediatamente la Cabra giró sobre el asiento de su silla y llamó la atención del calvo, que leyó sin demora el gesto de la Cabra y comenzó a preparar los tragos. Luego la Cabra sacó una cajetilla amarilla del interior del bolsillo de su camisa, la abrió, tomó un cigarrillo armado, lo colocó entre sus labios, lo encendió, y lo aspiró largamente mientras me miraba a los ojos, estudiándome, tratando, quizás, de adivinar mi pedido; después echó su cuerpo hacia atrás, apoyó el brazo izquierdo sobre el respaldo de la silla vecina, miró hacia el techo y expulsó una gran cantidad de humo blanco y denso; luego volvió a mirarme a los ojos, y me dijo:

_ A ver, contame…

_ Por dónde empezar –balbuceé con una sonrisa nerviosa.

_ Comienza por el principio, y sigue hasta que llegues al final; entonces, detente –dijo en tono teatral.

Reí,

_ Carroll –le dije.

_ Sí, Carroll –asintió la Cabra, complacido.

Esa introducción había borrado mi nerviosismo, y me sentí listo para explicarle mi pedido; me detuve unos segundos, sólo para esperar a que el calvo dejara los vasos y la botella sobre la mesa y entonces, hablé.

La Cabra cambió su postura a los pocos minutos de haber comenzado mi relato: dejó el cigarrillo en el cenicero, se inclinó hacia delante, apartó la botella de whiskey y apoyó sus manos sobre la mesa con los dedos entrelazados; sus pulgares, libres, giraban alrededor de un eje invisible sin tocarse; en todo momento, sus ojos me miraban fijamente; era claro que había captado su atención.

_ En fin –dije, queriendo ya ir al grano- necesito tu ayuda para dos cosas, Cabra…

La Cabra levantó primero las cejas, y luego bajó levemente su mentón, como si quisiera aumentar aún más su atención a mis palabras.

_ Necesito encontrar al otro Martín.

Hice una pausa, y continué:

_ Y después… desaparecer. Quiero desaparecer – concluí.

No quise mirar su cara en ese instante, preferí servir mi vaso de la botella, y encender un cigarrillo. Pasados unos segundos, mis ojos volvieron a la cara de la Cabra, y se encontraron con una mirada impasible, y peligrosa.

Esperé todo lo que pude, hasta que finalmente le pregunté:

_ ¿Y? ¿podes ayudarme? –la Cabra no hizo el más mínimo gesto, apenas entreabrió los labios, y frunció el ceño:

_ No sé, Martín, no lo sé todavía – hizo un movimiento con su cabeza, y trató de explicarse - esto es como el psicólogo ¿viste? Puedo ayudarte si me contás todo; y creo que vos no me estás contando todo, Martín…

La mirada de la Cabra había cambiado, ya no me producía miedo, sino culpa.

Un hilo helado recorría mi espalda; por supuesto que había hablado en cuentagotas, lo mínimo indispensable para darle coherencia a mi historia –y a mi pedido-. Hice un esfuerzo por escaparme:

_ No te entiendo –le contesté con mirada perpleja- pero decime, a ver ¿qué necesitarías saber?

Advertí en su cara un gesto de desagrado casi imperceptible; su lengua se asomó y recorrió rápidamente el labio inferior, como una víbora furiosa. Decidido a mostrarme a que se refería, con algo de sarcasmo, y mirándome a los ojos, preguntó:

_ El temita este de La Plata, por ejemplo, ¿no tiene nada que ver con este deseo tuyo de desaparecer, acaso?

Me quedé helado, me sentía desnudo, al descubierto, completamente vulnerable. Entendí que había cometido un grave error, que ignorando los consejos del Zurdo, lo había subestimado.

_¿Cuándo se me ocurrió a mi, que podía pasarlo a la Cabra? -pensé.

Guardé silencio, e intenté no quebrarme. Tenía dos opciones: confiar en él, y contarle todo; o mandarlo a la puta madre que lo remil parió.