El Zurdo me despidió preocupado por la falta de noticias de Expedition Al luego de nuestro encuentro fallido. Tan serio estaba el Zurdo por este asunto, que ni siquiera se interesó en la posibilidad de que efectivamente el otro Martín estuviera siguiéndome. Yo conocía sólo una parte del plan, pero era evidente que este imprevisto ponía en riesgo todo el trabajo. Las últimas instrucciones del Zurdo antes de subirse al taxi, fueron que estuviera atento: - Abrí los ojos, Martín, y no te metas en más problemas –concluyó. Yo lo miré extrañado, pero no contesté. Creí entender que se estaba refiriendo al Buick, y que no quería que discutiéramos en ese momento, por lo que simplemente asentí y cerré la puerta del taxi. Caminé unas cuadras por Arenales pensando en las últimas palabras del Zurdo ¿por qué debía abrir los ojos? ¿era un reproche por no haberme dado cuenta de que me habían seguido a mi encuentro con Expedition Al? ¿o lo decía simplemente para que me cuidase del Buick? ¿Por qué me había dicho que no me metiera en “más problemas”? ¿en qué otros problemas estaba ya metido, entonces? Me sentí desconcertado, perdido en lo que estaba ocurriendo, como si estuviera ausente en mi propia vida. Llegué a la puerta de mi edificio muy cansado. Mientras esperaba con pesar al ascensor, me prometí conversar con Juan sobre la angustia que siempre me invade en esos minutos perdidos, en los que lo único que puede hacerse es ver como una lucecita naranja va iluminando consecutivamente los distintos números, recorriéndolos en forma ascendente o descendente. Preciosos minutos de mi vida tirados a la basura sólo por no poder volar. La puerta del ascensor se abrió de repente, estrellando esos pensamientos en mi cara como una bofetada. Un hombre salió del ascensor sin siquiera mirarme y encaró velozmente hacia la puerta de entrada del edificio. Subí al ascensor, y mientras presionaba el botón que corresponde al piso en que vivo, tuve un mal presentimiento. Los minutos que demoró el pequeño viaje se me hicieron eternos. Bajé del ascensor rápidamente, y al llegar al pasillo vi la puerta de mi departamento entreabierta. Me quedé inmóvil, sentí mi cara helada y los dedos de mis manos tensos como garras. Finalmente avancé con decisión por el pasillo, en el camino tomé el matafuegos de la pared y entré al departamento decidido a todo. Parecía como si un tornado hubiese pasado por allí, no había quedado nada en pie, los muebles, los libros, la ropa, la lámpara de pie, todo estaba desparramado por el piso. Recorrí los ambientes y volví al living. Quité del sillón algunos libros y un cuadro, y me senté. Sin poder entender todavía lo que había ocurrido, me di cuenta de que no había visto a mi gato. Salté como un resorte del sillón y comencé a buscarlo por todos los rincones, por sus escondites favoritos, pero no aparecía. Fui hasta el balcón, luego al lavadero, finalmente regresé al living y me desplomé, abatido, en el sillón. Cerré los ojos, apoyé las palmas de mis manos sobre mis párpados, y me pregunté cómo diablos había llegado a esta situación, ¿en qué momento mi vida había tomado esta dirección? De pronto escuché un maullido, y recibí todo el peso del gato sobre mi pecho. Gato vivo, pensé. Lo abracé, y luego exploté en un llanto inútil. Cuando pude tranquilizarme, me puse de pie, junté algunas cosas en un bolso, envolví al gato en un toallón, lo cargué en un brazo, y de un portazo abandoné el departamento. Mientras cruzaba la puerta de entrada del edificio sentí que la ira comenzaba a invadirme. Un enojo genuino, antiguo, intenso me dominaba, y una certeza me atravesó por completo: alguien iba a pagar por todo esto.