martes 21 de abril de 2009

Perdido en la lectura del cuento, demoré unos minutos en detectar la incomodidad que me había asaltado, y que operaba como un zumbido molesto que me impedía avanzar. 
Inquieto, retrocedí algunas páginas para  repasar lo leído: 
-Los vaivanes del espíritu no tienen objeto -decía un personaje de Bolaño en medio de su monólogo.
Releí la frase en voz alta, para escuchar como sonaba, la pensé, la validé contra mi realidad, y no pude digerirla; algo de ella me molestaba y me producía rechazo. 
Miré a través de la ventana del bar: en la calle la gente se movía en completo silencio. Sin pensarlo, decidí cerrar el libro, ponerme de pie, dejar algunos billetes sobre la mesa y abandonar el lugar.
Esa noche fui a Viena de aburrido que estaba. Entré al salón algo malhumorado, me acodé en la barra, y comencé a buscar a Cortázar. Luego de algunos minutos comencé a impacientarme, desde allí podía ver la mesa chica vacía; pero detrás de la barra sólo estaba Chaco, el lavacopas que había reclutado Cortázar algún tiempo atrás, limpiando y repasando la barra con un trapo gris. 
Fui entonces hasta el baño, pasé por la habitación del subsuelo, y luego retorné a la barra.
Finalmente di media vuelta, lo miré a Chaco, y le pregunté dónde estaba Cortázar:
- ¿Dónde está Cortázar, che? –dije. Mis palabras detuvieron los movimientos de Chaco, y lo eyectaron de ese mundo paralelo en el que vive
- No está, Martín –respondió tímidamente- se fue con Moliné y Esperanza al Festival de Tango de Montevideo –y agregó- salieron el sábado, pensé que sabias…
Me quedé perplejo mirándolo a Chaco, dejé escapar un chistido de decepción y de bronca, y sin decir más, me fui de Viena sintiendo que estaba a punto de estallar.
¿Quién más faltaba irse de esta puta ciudad?
Esa noche apenas dormí: di vueltas en la cama, intenté leer, lavé algo de ropa, para luego volver a dar vueltas en la cama; finalmente cerca de las cuatro conseguí cerrar los ojos y quedarme dormido.
Me desperté asfixiado y temblando, con mi ojos abiertos reteniendo todavía las últimas imágenes de la pesadilla. Me incorporé en la cama y respiré pesadamente; mi cuerpo y las sábanas estaban empapadas de sudor. Estaba helado, pero sentía que hacia muchísimo calor en la habitación.
Miré el reloj: faltaban veinte minutos para las cinco. Me tomé la cabeza con las manos, y esperé unos segundos sin saber que hacer. Luego me paré, fui hasta el living, tomé la botella, caminé hasta el baño, entré en la bañera, abrí la ducha y no salí hasta que terminé de beberme todo el whiskey.
El vapor o el alcohol me empañaron la vista. Llegué a mi cuarto a los tumbos, todavía con la botella en la mano y me dejé caer sobre la cama. No podía mantener los ojos abiertos; tampoco cerrarlos. En esa nube irreal, nuevamente volaron ante mis ojos los fantasmas de la pesadilla; desesperado, intenté apartarlos con manotazos e insultos, pero me fue imposible. 
Cuando me quedé sin fuerzas, dejé caer mi cabeza sobre la almohada, mi brazo quedó colgando sobre el vacío, mi mano soltó la botella vacía y, finalmente, cerré los ojos. Lo último que recuerdo antes del apagón total, fue escuchar a mi voz diciendo:
-No doy más.