5 de mayo de 2009

Al correr la cortina y entrar en el bar, el ruido de mis pasos fue absorbido por la gruesa alfombra de color violeta que cubría todo el piso del salón. Me acomodé cerca de uno de los extremos de la barra, con la intención de comprobar desde allí si la Cabra se encontraba entre las numerosas personas que poblaban las mesas y la barra.

Noté que, exagerando su hermetismo, el bar carecía de ventanas; y que el techo estaba oculto detrás de una goma espuma densa y oscura, que ahogaba los sonidos que lograban escaparse de la gravedad de la alfombra.

- El mundo termina en la puerta de este bar –pensé.

El bartender era un hombre calvo, de mediana edad, extremadamente delgado y de piel muy clara -tan blanca que no podía ocultar las finísimas venas violetas que recorrían sus brazos, o que asomaban al costado de su nuca, detrás de sus orejas-; sus movimientos eran simples y armónicos, prolijos, pero enérgicos. Se acercó a mi lugar para buscar hielo y comenzó a enfriar una copa de martini, y sin detenerse, imprevistamente me miró y dijo:

- ¿Qué le sirvo?

- Walker negro -respondí- sin hielo.

Con un gesto inconfundible dibujó en el aire un

- Entendido - luego se alejó hacia el otro extremo de la barra, a servirle a la pelirroja pianista, el martini que esperaba por la copa fría en una coctelera plateada.

Desafiando la prohibición de la ciudad, casi todo el mundo fumaba despreocupadamente, y distintos aromas y densidades se mezclaban en el aire; en seguida me sentí ingenuo con la observación, estaba claro que en este lugar regían otras leyes.

- Mejor tener esto bien presente -me dije.

Los tragos se sucedieron mientras esperaba que la Cabra apareciera, y el alcohol o la ansiedad me hicieron dudar, ¿qué me había hecho dar por sentado que encontraría a la Cabra, y que él estaría dispuesto a ayudarme? ¿La desesperación?

- ¿Soy un hombre desesperado? -me pregunté. En ese momento sentí que sí, que lo era; busqué una confirmación en el fondo del vaso del whiskey, pero estaba vacío.

Le mostré mi vaso al calvo, y él se acercó de inmediato con la botella dorada y me sirvió una medida generosa. Aproveché ese gesto amable y le confesé

- Estoy buscando a la Cabra -dije, pero él no levanto la mirada, sólo formó una medialuna con sus labios, como si le hubiese dicho algo que no le importaba, o algo que no quería saber, acomodó la botella en un estante, y volvió al centro de la barra.

Necesité dos whiskeys y casi dos horas adicionales antes de que el calvo se acercara nuevamente y susurrara:

- En un rato llega. Suerte.

jueves 30 de abril de 2009

Al llegar a la vereda opté por ir caminando y de paso aprovechar esas cuadras para pensar un poco más sobre lo que iba a hacer; pero finalmente la impaciencia me desbordó y al llegar a Charcas terminé tomando un taxi. Al subir, le indiqué al chofer el destino del viaje, y luego, casi automáticamente, bajé la ventanilla y encendí un cigarrillo; a través del espejo retrovisor advertí un gesto de fastidio, que decidí ignorar llevando mi mirada hacia la calle.

Mucho tiempo atrás, en una madrugada complicada, acompañé al Zurdo a un bar ubicado sobre la calle Ayacucho. Entramos con paso rápido, y yo seguí al Zurdo hasta el fondo del salón; allí, sobre la pared lateral de color gris oscuro había una puerta perfectamente disimulada, que el Zurdo empujó luego de acercar una tarjeta negra a un sensor ubicado sobre la pared posterior, al lado de una llave de luz.

Atravesamos la pared y el ruido quedó atrapado a nuestras espaldas; dimos dos o tres pasos en la oscuridad, y detrás de una pesada cortina, apareció otro bar.

Era una ambiente mucho más acogedor que el anterior, con paredes revestidas en madera, luz tenue, y una soberbia barra que corría de pared a pared, a lo largo de todo el salón. En un rincón, una pelirroja tocaba en el piano un tango lento. El Zurdo caminó entre las mesas y se detuvo a la altura de la mitad de la barra. Luego dirigió su mirada hacia una mesa en la que dos hombres conversaban en voz baja; el que se encontraba de espaldas a nosotros tenía el cuerpo de niño; el otro, que parecía un gigante, le hizo un gesto al hombrecillo cuando advirtió nuestra presencia, se puso de pie y comenzó a caminar hacia nosotros.

Era un hombre alto y gordo, con el pelo muy corto y canoso. A menos de un metro de nosotros detuvo su marcha y una súbita sonrisa llenó su cara; abrió los brazos y dijo:

- Zurdo, querido…

El Zurdo se acercó y se confundieron en un abrazo profundo. Cuando finalmente se separaron, sus ojos me miraron, y entonces el Zurdo aclaró:

- Es mi amigo.- la Cabra asintió, y luego los tres avanzamos hacia la mesa donde el hombrecillo aguardaba con mala cara.

Nos acomodamos en la mesa, y a los pocos minutos el hombrecillo se puso de pie y desde su escasa altura, lo miró a la Cabra:

- La seguimos mañana –le dijo. Luego nos miró a nosotros, inclinó levemente su cabeza en señal de saludo, y abandonó la mesa.

Al tiempo en el que el hombrecillo se perdía detrás de la cortina oscura, el Zurdo meneó su cabeza y dijo

- No le gustó la interrupción… –la Cabra esbozó una sonrisa y susurró:

- No era nada importante ¿Sabes quién es no? –el Zurdo afirmó con la cabeza y dijo:

- Falero

- Falero –repitió la Cabra, con satisfacción.

Entonces sobrevino un silencio, pasaron unos segundos y finalmente el Zurdo fue al grano y le explicó a la Cabra el motivo de nuestra visita.

Cerca de las cinco abandonamos el lugar. Al salir a la calle caminamos en silencio por Ayacucho hasta Santa Fe. El Zurdo parecía estar tranquilo, pero yo estaba inquieto y muy preocupado ¿qué pasaría si finalmente la Cabra no lograba ayudarnos? Me detuve en la esquina de Arenales, encendí un cigarrillo, aspiré un poco de humo, y dije:

- Entiendo que vos confias en él, Zurdo, ¿pero realmente crees que lo va a conseguir?

El Zurdo pasó el brazo por detrás de mi espalda, y luego su mano sujetó mi hombro con firmeza mientras me decía:

- Tranquilo Martín, tranquilo! él puede arreglar esto de taquito.

- ¿Sabes? Hay un dicho en Buenos Aires, entre los que lo conocen, claro –hizo una pausa, y continuó

- El Diablo le pide permiso a la Cabra, Martín –dimos algunos pasos más en silencio, y se despidió de mi diciendo

- Ahora andá a dormir, y olvidate de este asunto.

Algunos meses después, el Zurdo me pidió que lo ayudara a saldar la deuda con la Cabra, y si bien entendí que era lo que correspondía, me pareció que le estábamos devolviendo el favor con creces.

Todo terminó al poco tiempo con un brindis y un apretón de manos en el bar de la Cabra: finalmente quedábamos a mano. Cuando nos despedimos, la Cabra me dio una tarjeta de plástico negra, y recitó:

-Un favor por otro favor, Martín, esa es la regla.

Yo asentí, y guardé su tarjeta en mi abrigo. Cuando salimos del bar, sin mirarme, el Zurdo me advirtió:

-Te voy a dar un consejo Martín: esa tarjeta vale mucho, cuidala; puede serte de mucha utilidad en algún momento –y remató- Ahora bien, si llegas a pedirle algo a la Cabra, asegurate bien de devolverle después el favor…

Mientras le pagaba al chofer del taxi, tomé de mi billetera la tarjeta negra y la guardé en el bolsillo de mi pantalón.

Entré al bar, y caminé hasta el final del salón; acerqué la tarjeta a la pared, empujé la puerta, y al adentrarme en la oscuridad y en el silencio, supe que estaba tomando un camino sin retorno.

miércoles 28 de abril de 2009

Me despertó un espasmo que anunciaba un vómito inminente, que me obligó a saltar de la cama y volar hacia el baño, casi a tiempo para levantar la tapa del inodoro y volcar en él una catarata ácida y marrón. La descarga me agotó, y cuando terminó, sólo me quedaron fuerzas para meterme en la bañera, sentarme en el piso, abrir la canilla y dejar que el agua tibia corriera por mi cuerpo. Fueron necesarias cuatro cepilladas para eliminar de mi boca el sabor repugnante del vómito. En el espejo, mis ojos se veían rojos, y mi cara no lucía bien. Noté que el peso de mi cuerpo descansaba sobre mis brazos, que se apoyaban sobre el lavatorio, y que mis piernas sufrían un ligero temblor. Me envolví en mi bata, me dirigí al living y, agotado, me dejé caer sobre el sillón. La persiana estaba levantada, y a través del ventanal la luz blanca y pura de la mañana llenaba todo el ambiente. Muy cerca del vidrio del ventanal se encontraba mi gato, sentado, erguido como un zen con la cara apuntando al sol, inmutable. Durante largos minutos me quedé observándolo, esperando tal vez que notara mi presencia, que se acercara, y que saltara sobre mis piernas para después enrollarse y quedarse dormido. Pero nada de eso ocurrió; su simbiosis con el sol se constituía como un todo que nos quitaba al resto la existencia. - Un momento de absoluta plenitud –pensé asintiendo. Y mientras miraba a mi gato, sentí la necesidad de identificar algunos momentos así, que me pertenecieran: vino rápidamente una tarde plácida en Rosario, leyendo un cuento de Haroldo Conti frente al río; luego, sin quererlo, la imagen de una mañana vieja de Mayo, en la que me quedé dormido sobre su pecho mientras ella abrazaba y me decía que descanse; y después, una escena de mi infancia: la ansiedad que me desbordaba, y toda mi atención dedicada a escuchar la voz de mi padre leyéndome La Isla del Tesoro - trece hombres van sobre el cofre del muerto, jo, jo, jo, la botella de ron… El gato giró la cabeza hacia donde yo estaba, abrió los ojos, me miró, y se quejó con un maullido agudo y deformado; mis pensamientos lo molestaban. Luego cerró nuevamente los ojos, y giró su cabeza para quedar otra vez a solas con el sol. Yo me levanté del sillón y fui a mi cuarto a vestirme. No era posible recuperar mi pasado, pero sí podía reencontrarme con la libertad que había vivido durante mi último viaje. Mientras bajaba por el ascensor, supe lo que tenía que hacer. Sin Cortázar en Buenos Aires, la única persona que podía ayudarme a conseguir lo que necesitaba, era la Cabra.