La reunión era a la noche en lo de Gatica, así me lo había confirmado el Negro cuando me llamó a la mañana. A mi me tocaba hablar con Joaquín y con Esperanza. Joaquín estaba jugando al golf cuando me atendió, y luego de contarle el plan  solo preguntó que tenía que llevar. Con Esperanza fue más difícil.
Lo llamé dos veces sin poder encontrarlo. La tercera vez que intenté comunicarme con él, debí romper mi costumbre y dejar un mensaje en el contestador. Luego  me olvidé del tema por unas horas; almorcé en San Telmo, recorrí  Plaza de Mayo y luego caminé hasta mi departamento.
Mi gato me esperaba hambriento y algo histérico. Mientras me dirigía hacia la cocina vi la luz roja de mi contestador titilando, y recordé a Juliana. Me angustié. Llené de comida el plato del gato, coloqué agua fresca en su bowl, y regresé al living.
Me senté en una silla cercana al contestador, oprimí el botón, y la voz de Esperanza asomó por el parlante de la máquina para excusarse del plan de la noche: debía estudiar mucho para su tesis, decía. Borré el mensaje del contestador, y fui hacia el baño a ducharme.
Dormí algunas horas, y  me desperté ansioso, necesitaba salir. Me vestí enseguida y decidí dar un paseo por la ciudad antes de ir para lo de Gatica.  Tomé Talcahuano rumbo a Córdoba, tracé al azar algunos zigzags, y me metí en un barcito que vi en una esquina. Pedí una ginebra, sospecho que solo para llamar un poco la atención, y porque no quería demorarme más de algunos minutos allí. Bebí de un trago el veneno, pasé por el baño, y salí con paso rápido rumbo a Plaza San Martín. Faltaba poca más de una hora para el encuentro en lo de Gatica. 
En el camino algo hizo que mi trayectoria se desviara, y al pasar por la Richmond me invadieron los recuerdos, y decidí visitar ese subsuelo en el que desperdicié tantas horas, y me dieron ganas de tirar algunas carambolas. Pedí un whiskey, ubiqué las bolas sobre el paño, y me desintegré en paz, inmerso en ese maravilloso mundo perfectamente previsible y geométrico.
No había pasado más de media hora cuando, ante mi asombro,  veo bajar por la escalera a Esperanza, acompañado de una pelirroja de curvas pronunciadas. Yo me puse de perfil, de modo que no me vieron al pasar, y se acomodaron en una mesa del fondo, contra la pared. Yo dejé la mesa de billar, y me ubiqué en una mesa cercana a una columna, desde donde podía verlos sin ser observado.
Hablaban en voz baja, se sonreían, el deseo los desbordaba. La cara de ella me resultó familiar, pero no pude identificarla.
Fui hacia al baño, levanté el tubo  del teléfono público, dejé caer algunas monedas, disqué el número y esperé. Así era nomas: no iba a poder ir a lo de Gatica, tenía que estudiar toda la noche. Nos despedimos. Corté la comunicación, hice un par más de llamados, y volví a mi mesa a esperar lo que venía.
A la media hora la vi aparecer a la rubia platino bajando por la escalera. Pasó por al lado mio y me guiñó disimuladamente un ojo, para seguir derecho hacia la mesa donde Esperanza conversaba con la colorada. La rubia se plantó delante de la mesa, y saludó llena de sorpresa y alegría dejando una terrible marca de rouge en la mejilla de Esperanza, luego se metió en el baño, demoró unos minutos, y al regresar solo deslizó una sonrisa al pasar por al lado de su mesa. La cara de la colorada era para alquilar balcones, lo miraba a Esperanza que le explicaba vaya a saber uno que cosa.
No pasaron más de diez minutos antes de que cayera Sol y repitiera la escena. Lo de Sol, como era de esperar, fue todavía más escandaloso, y vergonzoso. Esperanza terminó con sus dos mejillas marcadas, y la pelirroja reclinada hacia atrás, con los brazos cruzados mirándolo con bronca. 
Era hora de irme. Disimuladamente subí las escaleras, y fui hasta la barra del piso superior, y le dije  al barman que la pareja amiga que estaba abajo, quería ordenar una botella de Don Perignon.
Salí a Florida satisfecho, y emprendí el camino a lo de Gatica, que ya debía estar esperándonos.