jueves 30 de abril de 2009

Al llegar a la vereda opté por ir caminando y de paso aprovechar esas cuadras para pensar un poco más sobre lo que iba a hacer; pero finalmente la impaciencia me desbordó y al llegar a Charcas terminé tomando un taxi. Al subir, le indiqué al chofer el destino del viaje, y luego, casi automáticamente, bajé la ventanilla y encendí un cigarrillo; a través del espejo retrovisor advertí un gesto de fastidio, que decidí ignorar llevando mi mirada hacia la calle.

Mucho tiempo atrás, en una madrugada complicada, acompañé al Zurdo a un bar ubicado sobre la calle Ayacucho. Entramos con paso rápido, y yo seguí al Zurdo hasta el fondo del salón; allí, sobre la pared lateral de color gris oscuro había una puerta perfectamente disimulada, que el Zurdo empujó luego de acercar una tarjeta negra a un sensor ubicado sobre la pared posterior, al lado de una llave de luz.

Atravesamos la pared y el ruido quedó atrapado a nuestras espaldas; dimos dos o tres pasos en la oscuridad, y detrás de una pesada cortina, apareció otro bar.

Era una ambiente mucho más acogedor que el anterior, con paredes revestidas en madera, luz tenue, y una soberbia barra que corría de pared a pared, a lo largo de todo el salón. En un rincón, una pelirroja tocaba en el piano un tango lento. El Zurdo caminó entre las mesas y se detuvo a la altura de la mitad de la barra. Luego dirigió su mirada hacia una mesa en la que dos hombres conversaban en voz baja; el que se encontraba de espaldas a nosotros tenía el cuerpo de niño; el otro, que parecía un gigante, le hizo un gesto al hombrecillo cuando advirtió nuestra presencia, se puso de pie y comenzó a caminar hacia nosotros.

Era un hombre alto y gordo, con el pelo muy corto y canoso. A menos de un metro de nosotros detuvo su marcha y una súbita sonrisa llenó su cara; abrió los brazos y dijo:

- Zurdo, querido…

El Zurdo se acercó y se confundieron en un abrazo profundo. Cuando finalmente se separaron, sus ojos me miraron, y entonces el Zurdo aclaró:

- Es mi amigo.- la Cabra asintió, y luego los tres avanzamos hacia la mesa donde el hombrecillo aguardaba con mala cara.

Nos acomodamos en la mesa, y a los pocos minutos el hombrecillo se puso de pie y desde su escasa altura, lo miró a la Cabra:

- La seguimos mañana –le dijo. Luego nos miró a nosotros, inclinó levemente su cabeza en señal de saludo, y abandonó la mesa.

Al tiempo en el que el hombrecillo se perdía detrás de la cortina oscura, el Zurdo meneó su cabeza y dijo

- No le gustó la interrupción… –la Cabra esbozó una sonrisa y susurró:

- No era nada importante ¿Sabes quién es no? –el Zurdo afirmó con la cabeza y dijo:

- Falero

- Falero –repitió la Cabra, con satisfacción.

Entonces sobrevino un silencio, pasaron unos segundos y finalmente el Zurdo fue al grano y le explicó a la Cabra el motivo de nuestra visita.

Cerca de las cinco abandonamos el lugar. Al salir a la calle caminamos en silencio por Ayacucho hasta Santa Fe. El Zurdo parecía estar tranquilo, pero yo estaba inquieto y muy preocupado ¿qué pasaría si finalmente la Cabra no lograba ayudarnos? Me detuve en la esquina de Arenales, encendí un cigarrillo, aspiré un poco de humo, y dije:

- Entiendo que vos confias en él, Zurdo, ¿pero realmente crees que lo va a conseguir?

El Zurdo pasó el brazo por detrás de mi espalda, y luego su mano sujetó mi hombro con firmeza mientras me decía:

- Tranquilo Martín, tranquilo! él puede arreglar esto de taquito.

- ¿Sabes? Hay un dicho en Buenos Aires, entre los que lo conocen, claro –hizo una pausa, y continuó

- El Diablo le pide permiso a la Cabra, Martín –dimos algunos pasos más en silencio, y se despidió de mi diciendo

- Ahora andá a dormir, y olvidate de este asunto.

Algunos meses después, el Zurdo me pidió que lo ayudara a saldar la deuda con la Cabra, y si bien entendí que era lo que correspondía, me pareció que le estábamos devolviendo el favor con creces.

Todo terminó al poco tiempo con un brindis y un apretón de manos en el bar de la Cabra: finalmente quedábamos a mano. Cuando nos despedimos, la Cabra me dio una tarjeta de plástico negra, y recitó:

-Un favor por otro favor, Martín, esa es la regla.

Yo asentí, y guardé su tarjeta en mi abrigo. Cuando salimos del bar, sin mirarme, el Zurdo me advirtió:

-Te voy a dar un consejo Martín: esa tarjeta vale mucho, cuidala; puede serte de mucha utilidad en algún momento –y remató- Ahora bien, si llegas a pedirle algo a la Cabra, asegurate bien de devolverle después el favor…

Mientras le pagaba al chofer del taxi, tomé de mi billetera la tarjeta negra y la guardé en el bolsillo de mi pantalón.

Entré al bar, y caminé hasta el final del salón; acerqué la tarjeta a la pared, empujé la puerta, y al adentrarme en la oscuridad y en el silencio, supe que estaba tomando un camino sin retorno.