Tengo que ir a terapia. No mañana, no hoy, ni un rato; ahora. Y no tengo ganas. Como acostumbro, hago tiempo en el café que queda sobre Juncal, a la vuelta del consultorio donde atiende Juliana. Es un lindo lugar, un café diurno, si se entiende; tiene amplios ventanales, mucha iluminación, camareras ágiles, un café aceptable, y, lo más importante, excelentes tostados de jamón y queso de pan negro.
No voy a ir a terapia. De hacerlo, debería hablar de mi otro yo, ese hijo de puta que anda por ahí diciendo que es Martín. O de mis eventuales deseos de cagar a trompadas a Juliana, punto que quedó pendiente pero sospecho que no por mucho tiempo; tarde o temprano Juliana se las va a arreglar para que el tema salga a la luz. Al final, siempre se habla de lo quiere el psicólogo, cuanto mejores son, más sutiles son sus mecanismos. Con Juliana me pasa eso, le estoy contando la angustia que me genera esperar al ascensor, y terminamos hablando de una supuesta tendencia mía a escaparme de las situaciones que me incomodan.
Pido la cuenta. Mientras espero, bebo del pequeño vaso con agua que vino junto con el café. Dejo unos billetes sobre la mesa, me coloco mi abrigo, y buscó la vereda con paso rápido. Son las siete menos cinco.
Al llegar a la esquina me detengo en el quiosco y compro un Shot. Miro hacia Las Heras, a esa altura Coronel Díaz cae en picada hacia Libertador. Muerdo un bloquecito del chocolate, lo mastico con fuerza, y trago esa baba triturada de chocolate. Es rico el Shot, aunque perdió mucho con el cambio de envoltorio. Camino media cuadra, me detengo, y miro el reloj: resta un minuto para las siete.
A veces siento que ese café funciona en mí como una preterapia. Voy a dar pelea. Me acerco al portero eléctrico y oprimo el botón que corresponde al veintidos (el loco). Escucho un buzzz, y un hola
- Soy Martín -digo.
Empujo la puerta, subo al ascensor. En ese camino eterno hacia los cielos aprovecho y tomo aire. Siento que estoy a punto de subir a un ring.
Que sea pato o gallareta.