Mi último sostén desapareció cuando las manos de la pelirroja se apartaron de las teclas del piano. Sentí en ese instante que mi derrumbe era inminente, y en un intento desesperado por resistir, me puse de pie, me acodé en la barra, y apoyé mi frente sobre los puños.
No quise mirar el reloj: tomar consciencia del tiempo transcurrido desde mi llegada al bar –o lo que es lo mismo, de la cantidad de whiskey ingerida- hubiese sido el golpe de KO; supe que debía ponerme en movimiento y entonces, lentamente, comencé a caminar rumbo al baño.
En el extremo opuesto de la barra, la pelirroja disfrutaba de un descanso saboreando una copa de Martini con los ojos cerrados. Sentada de perfil, lucía pantalones y saco de color negro, y una camisa de frac muy blanca y almidonada, con los dos últimos botones libres.
A medida que me acercaba a ella, pude apreciar cómo sus firmes pechos empujaban la camisa frac blanca; estando ya a unos pocos pasos de ella, una señal de alarma sonó en mi interior, inmediatamente mi mirada recuperó la horizontal y se clavó en la pared gris del fondo, apenas una milésima de segundos antes de que ella abriera los ojos y me mirara.
La muy perra…
Continué mi marcha hasta el baño satisfecho de no haber caído en esa trampa, esta vez la experiencia se había impuesto al alcohol y al cansancio.
Al entrar al baño me encontré con Alberto, que dudó entre ignorarme o preguntarme si necesitaba algo. Finalmente optó por emprolijarse frente al espejo y demorar su salida, esperando que yo decidiera.
Mojé mi cara reiteradas veces con agua fría hasta que sentirme despejado; sabía que el efecto no duraría mucho, pero al menos lograría demorar mi colapso un rato más.
Salí del baño con el paso firme y la mente serena. Me detuve frente a la pelirroja y le pedí fuego; ella quiso hacerme pagar mi indiferencia: sin mirarme, levantó su mentón y mientras dejaba escapar algo de humo al techo, deslizó su encendedor sobre la barra desde el costado de su copa hasta donde estaba apoyada mi mano. Le hice una seña al mozo, y cuando se acercó le pedí un whiskey, y fuego
_ Y lecciones de modales para esta maleducada –agregué. El calvo giró para servir mi trago, pero a través del espejo pude ver su sonrisa contenida, y los ojos de la pelirroja escupiendo fuego.
Retomé mi posición en el extremo opuesto de la barra, al mismo tiempo que la pelirroja se sentaba al piano. El calvo me acercó el vaso, y se quedó acodado a mi lado en silencio; su compañía me reconfortó. La pelirroja jugó con las teclas, anunciando su próximo tango; hizo una pausa, y antes de comenzar levantó la cabeza y me miró maliciosamente.
Por un segundo quise creer que estaba errado, que era sólo otra de mis ideas paranoicas, pero cuando el calvo me palmeó la espalda y se alejó de mi, supe que se venia un cachetazo. Y así fue.
Las primeras notas se sucedieron, y la melodía me resultó conocida; pero cuando identifiqué al tango de Claudia Levy ya era demasiado tarde, la pelirroja había comenzado a cantar:
Me dijeron que te vieron a las tres de la mañana,
la corbata enmarañada, caminando de coté,
que ya estabas tan en curda, que le hablabas a los postes,
que pateabas la basura por culpa de una mujer
No te hagás el pobre tipo porque todos ya sabemos,
que a vos no te importa un bledo si hacés mal o si hacés bien
que a la mina que llorabas ,arrastrado por las calles
la fajaste siete veces y la maltrataste cien.
Con su mirada cargada de venganza y de burla clavada en mi, todo el salón entendió que algo pasaba, y el silencio se hizo más profundo.
_ Suficiente –me dije.
Me puse de pie y comencé a caminar hacia el piano. Lo último que escuché antes de llegar hasta la pelirroja fue:
Llorá , que no hay Cristo que te salve.
Llorá , que llorar te hace tan bien
Algo en la expresión de mi cara no debió estar bien, porque cuando estuve a su lado, la pelirroja dejó de tocar. Sentí que me latía la sien izquierda, y que los dedos en mis manos se movían como tocando las teclas de una piano invisible.
La pelirroja se puso de pie, y levantó su mentón provocativamente, como invitándome a que le cruzara la cara con un cachetazo.
Noté que era mucho más joven de lo que me había parecido en un primer momento; y entonces dudé, se me vino la imagen de Juliana en mi última sesión con ella, y ese recuerdo se llevó mi ira como si fuera una lluvia de verano.
Del fondo de mi memoria rescaté la letra del tango, y bajo el fuego de los ojos de la pelirroja, con voz pausada y mirando las caras a mi alrededor, recité el resto de la estrofa:
Y bajate del caballo y anda poniéndote al día,
y dejá la cobardía de pegarle a una mujer
Luego me detuve, y le dije:
_ Dale, seguí.
Los labios de la pelirroja temblaban apretados; sabía que estaba a punto de pegarme, o de comenzar a llorar; su silencio era insostenible. Estaba por besarla, cuando una voz terrible me detuvo; la orden fue clara y definitiva:
_ Terminá el tango, Eva.
Era la Cabra, que parado desde la puerta del salón observaba, serio, la situación.
Los ojos de la pelirroja brillaban de bronca; cerró la tapa del piano de un golpe, y luego corrió hacia el baño de mujeres llorando como una nena caprichosa. Me di cuenta que ella deseaba ese bife con toda su alma; esa hubiese sido su victoria.
Rápido de reflejos, el calvo puso algo de música y unos segundos después, cada uno volvió a la suyo y las conversaciones renacieron en las mesas.
Yo me acerqué a la Cabra
_ Disculpala a la piba…- susurró.
_ Ya pasó –contesté, haciendo un gesto con mis labios que indicaba que daba por superado el hecho.
_ Tengo que hablar con vos –le dije
La Cabra me miró intrigado y preguntó:
_ ¿Qué pasó? –yo hice una pausa, le señalé una mesa vacía con la cabeza, y le contesté:
_ Vengo a pedirte un favor.