Un vagabundo caminaba por la calle empujando un carro de supermercado que contenía sus pertenencias. Podía ver a través de tejido metálico un colchón enrollado de color gris, una manta que debió haber sido azul o celeste, algunas bolsas de plástico anudadas, una botella de agua mineral rellena con un líquido oscuro, y coronando esa pila heterogénea, un enorme radiograbador plateado. A pesar de los metros que nos separaban, el olor de su ropa y de su cuerpo me estremecía.

Yo también caminaba con mis pertenencias a cuestas: un bolso en una mano, y a mi gato en mi brazo izquierdo, envuelto en un toallón de color  rojo. Me pregunté si la persona que estaba a mis espaldas sabría que ese olor pestilente no provenía de mi, sino de mi predecesor; sospeché que no.

Al llegar a la esquina, crucé la calle y seguí mi camino por la otra vereda. En frente, el vagabundo había hecho un alto para revisar unas bolsas de residuos que se encontraban  apoyadas sobre la base de un árbol 

-¿Cómo se termina asi? -pensé- ¿no suena alguna alarma en el camino? Nuevamente sospeché que no, que el descenso a los infiernos tiene, apenas, una suave pendiente por la que uno se desliza inadvertidamente. Un día uno abre los ojos, y se está ahí, rodeado de sufrimiento.

Al llegar a Tucumán, decidí descansar en  un banco de la plaza. Dejé el bolso sobre el piso, y mientras sujetaba a mi gato, me las arreglé para encender un cigarrillo. Una señora mayor pasó por delante de mí, vío la cabeza del gato que se asomaba a través del doblez del toallón, el bolso a mis pies, me miró por unos segundos, y luego siguió su marcha;  creí haber reconocido  en sus ojos algo de pena.  Quién sabe que historia habrá imaginado.

Estaba anocheciendo; debía decidir que hacer. Lo primero era conseguir a alguien que cuidara de mi gato por unos días. Me puse de pie, tomé mi bolso, y caminé hasta encontrar un teléfono público. Luego de algunos llamados, paré un taxi, subí al auto, y le indiqué  al chofer la dirección del departamento de Esperanza.

Cuando llegé a la puerta de su edificio, Esperanza me recibió con la cara seria. Abrí la puerta del auto y le entregué a mi gato. Lo cargó con algo de miedo en sus brazos, y luego me preguntó:

- ¿Seguro que no te querés quedar acá, Martín?

Negué con la cabeza, le agradecí, cerré la puerta del auto  y le indiqué mi próximo destino al chofer del taxi. Cuando retomamos la marcha, me miró por el espejo retrovisor y me dijo:

- Te separaste, no? – esperé unos segundos, y finalmente le respondí

- Sí

- Es jodido –agregó- pero vas a estar bien, eh, vos  tranquilo pibe, eh.

- Si –le dije- Gracias.

El resto del camino lo recorrimos en silencio.  De pronto se me vino a la cabeza una de las frases preferidas del Negro Avellaneda:

- Nunca subestimes el poder de la negación.

Sí, hay alarmas que suenan, luces amarillas que uno puede reconocer si no cierra los ojos. La versión oriental de la frase del Negro afirma que saber, y no hacer nada al respecto, es como no saber. Negar, o no hacer, son las caras de una misma moneda.

Al llegar a la puerta de Viena el auto se detuvo, le entregué algunos billetes al chofer, que al bajar del auto me recordó su consejo:

- Tranquilo pibe, eh…

Asentí, y cerré la puerta del auto.

Al entrar a Viena, lo vi al Zurdo hablando con Cortázar y con Expedition Al, y entendí que me estaban esperando, y que probablemente ya estaban al tanto de lo que había pasado. 

Lo que ellos no sabían, lo que no podían siquiera imaginar, era que esa noche, yo estaba yendo a Viena para despedirme.