Me despertó un puñal clavadándose en mi frente. Avanzando hacia mi cerebro lentamente, como una marea de dolor. Me incorporé hasta apoyarme contra el respaldo de la cama, y vila luz del día a través del ventanal de mi habitación, las sábanas quemadas con la ceniza de un cigarrillo -que mis dedos dormidos aun sostenían-; y recostada sobre el piso, una botella vacía del eterno caminante de etiqueta, que explicaba el puñal, las quemaduras en la cama, y hecho de que me encuentrara acostado todavía vestido. El reloj sobre la mesa de luz marcaba las dieciocho del veinticuatro de Diciembre. Y entonces recuerdé todo
De alguna manera, por algún motivo, había borrado esta Navidad. La había ignorado, esquivado, y boicoteado, inconscientemente lo había hecho, o, al menos, lo había intentado. Y luego Daniela me había dado un uppercut mortal, un llamado brutal a la realidad, a la dura verdad de mi presente, a las inevitables consecuencias del exilio al que me habían empujado las distintas circunstancias. 
El punto es que la Navidad me había alcanzado finalmente, y por segunda vez me había encontrado solo.
Me puse de pie, y caminé hasta el balcón. Me asomé a la tarde que caía sobre la plaza, y tomé la baranda del balcón y la apreté con fuerza. Recordé mi primera Navidad en soledad, en los meses que siguieron a su desaparición, y mi posterior promesa de que nunca, de que jamás en mi puta vida volvería a pasar un veinticuatro en solitario. 
Volví a mi habitación mordiendo bronca, y decidido a actuar sobre la realidad. 
Entré al baño y me dí una ducha. Luego me afeité con cuidado, y me peiné. Mis ojos recorrieron el ropero y finalmente escogí una camisa clara recién planchada, y los pantalones de lino grises. Lustré mis zapatos, y me vestí lentamente. Antes de abandonar la habitación me miré el espejo, y quedé satisfecho con mi apariencia; nadie podría en ese momento afirmar que ese hombre pulcro y determinado encerraba a un espíritu desesperado.
Bajé la escaleras al trote y llegué casi saltando a la barra del comedor del hotel. Al verme, Daniela no pudo disimular la impresión que le causé; se sonrojó, y mostrando una sonrisa me dijo:
- ¡Que bueno que apareciste, Julio! estaba un poco preocupada ya... vas a venir a la cena, ¿no?
Me acerqué a ella, y en voz baja le pregunté:
- Sí, sobre eso quería hablarte... ¿hay problema si invito a un amigo?
Daniela me miró sorprendida, y en seguida contestó
- Pero no, Julio, por favor! tu amigo es bienvenido también.
Le agradecí y salí del hotel con paso rápido. El reloj del Banco Nación anunciaba las sietetreinta. No podía llegar tarde a la cena de Noche Buena; y si quería que Eliseo Morán nos acompañara, debía apresurarme.