Al regresar de mi paseo, abro la puerta del departamento y choco contra la luz roja parpadeante del contestador automático del teléfono. Esa máquina me cae mal, nadie deja buenas noticias en un contestador automático.
Voy hasta la cocina, abro la ventana, y luego salgo y recorro el pasillo que lleva a mi dormitorio. Dejo el abrigo sobre la cama, me siento y enciendo un cigarrillo. El gato se asoma por el marco de la puerta sólo para verificar que soy yo quien ha ingresado al departamento, después da media vuelta y desaparece para atender sus asuntos.
Me pongo de pie y camino hasta el living, al pasar por al lado del equipo de música, oprimo un botón; confío en que la música mejore algo el clima. Salgo al balcón y termino de fumar mi cigarrillo. Miro hacia la avenida, y veo que hay un atardecer hermoso cayendo en ese momento sobre la ciudad rosada.
Entro al living, aplasto el cigarrillo contra el cenicero y me dirijo hasta la mesa del teléfono. Apago el equipo de música, tomo una silla, y me siento. Respiro, y me doy cuenta de que lo que realmente quiero es apretar el botón de play y escuchar una voz amiga. Quizás sea así, pienso mientras acerco mi mano al contestador automático.
Presiono el botón, y luego de un segundo de silencio, escucho:
- Hola Martín, habla Martín. Sé que me estas buscando. Te espero el sábado a las ocho, en la esquina de Argos -hay un click, y luego más silencio.
Me quedo inmóvil en la silla. Siento mi cuerpo tenso y a mi corazón latir desordenadamente.
Respiro contando del uno al ocho, y luego del ocho al uno, tres veces. Me paro y camino hasta el baño; me siento mareado. Abro las canillas y hundo mi cabeza bajo el chorro de agua.
Dejo pasar los minutos, luego me incorporo, y cuando abro los ojos y miro en el espejo, veo la cara de un hombre que tiene miedo.