El ómnibus partió de la estación con apenas tres pasajeros a bordo: dos asientos delante del mío, una joven viajaba junto a un niño que tendría cuatro o cinco años, que jugaba con un avioncito de guerra reluciente.
Recliné mi butaca, y cerré los ojos para intentar dormir. Luego de unos minutos, el acompañante del conductor se acercó para entregarme una bandejita con alfajores.
- Gracias –le dije.
- Feliz Navidad –me contestó con tono alegre, y una sonrisa.
- Sí, feliz Navidad –repetí.
El siguió su camino de regreso a la cabina, y al pasar por al lado del asiento de la joven, le acarició la cabeza al niño, y le regaló otra bandeja con alfajores. Respiré profundamente y cerré nuevamente los ojos.
Sabía que no era cierto, que había tenido hasta no hace mucho tiempo navidades alegres, y entendí que me estaba engañando, que efectivamente estaba huyendo de mi realidad; como diría el Negro Avellaneda: nunca hay que subestimar al poder de la negación.
Me desperté sobresaltado y confundido, con el ómnibus en movimiento. Al abrir los ojos, me llevó unos segundos ubicarme en el presente, y entender lo que estaba ocurriendo; me había dormido profundamente, y había soñado con Eliseo Morán y con el Zurdo. Enderecé el respaldo de mi butaca, y corrí levemente la cortina para ver el costado de la ruta. Como una señal divina, un cartel verde se acercó desde el horizonte, las letras y números blancos me trajeron esperanza: faltaban pocos kilómetros para Rosario.
Alguna vez Joaquín me dijo que ir a Rosario le permitía ser turista en Buenos Aires. Creo que no entendí lo que me quiso decir, pero recordé esa frase estando en la ventanilla de la boletería de la estación de ómnibus, y fue eso lo que terminó por definir la elección de mi destino. En todo caso, llevaba ya más de un mes fuera de Buenos Aires, y aunque era claro que extrañaba, todavía no estaba listo para regresar.