Hoy se cumplen dos años. Abro los ojos, acostado en mi cama, y lo primero que se viene a mi mente mientras miro el cielorraso, es que hoy se cumplen dos años. Fue, también, lo último en lo que pensé antes de quedarme dormido. En el medio no hubo nada: no soñé, no me desvelé, no caminé dormido, ni di vueltas en la cama. Nada, solo me desconecté, y apuré de un trago las horas que faltaban para que se cumpliesen dos años.
El gato salta sobre la cama, me mira y maulla. Tiene hambre. El no sabe que hoy se cumplen dos años, tan sólo tiene hambre y quiere comer. Alguna vez escuché que los gatos no tienen memoria. No creo que sea cierto. Me incorporo, tomo al gato y lo dejo sobre el piso, luego corro las mantas y me pongo de pie.
Voy hasta la cocina, mientras él sigue a mis piernas. Lleno su plato con alimento, renuevo el agua de su bowl, y salgo de la cocina rumbo al balcón.
El aire frío me corta la respiración. Un ligero temblor me sacude y se va. Son las seis de la mañana, y el sol apenas se asoma por sobre los edificios de la avenida. Parado en el balcón, de espaldas al vacio, miro a través del ventanal hacia el interior del departamento.
Dos años, pienso.
Del otro lado del vidrio el gato maulla. Quiere que entre.
Sí, mejor entrar, no hay mucho más por hacer acá afuera.