El Zurdo se adelantó dos o tres pasos por sobre el resto de nosotros, con la cabeza en alto y la mirada sosegada. Detrás suyo no faltaba nadie; viejos amigos de lejos se habían acercado para sumarse a la columna.
A media noche, bajábamos por el medio de Callao como una manada de lobos, a paso rápido, con ritmo creciente, como conteniendo un galope temible y final. En ese andar nos mirábamos nerviosos, impacientes, llenos de ansiedad. Nuestros puños estaban cerrados, el pecho erguido, el peso de nuestros cuerpos inclinado hacia adelante, presintiendo la carrera. Los dientes apretados, los corazones redoblando el paso.
Callo comenzaba a caer en picada hacia el Bajo, y el Zurdo aceleró el paso. Primero fue un trote sonoro: tac, tac, tac; luego alargó su tranco y aceleró el ritmo. Yo sentí que mis sienes latían con fuerza, y que estaba listo para todo.
Cuando el Zurdo comenzó su embestida final, todos emprendimos una carrera feroz detrás suyo. Aullábamos como locos, completamente poseídos. Nada podría detenernos ya, eramos una tromba que se llevaría puesto todo lo que hallara en su camino.