Me dirijo  a la boca de subte de Alem, sin haber tomado una decisión todavía. Por el momento, sigo los pasos que me llevarán a mi encuentro con Martín: viajaré en subte hasta Chacarita, subiré luego las escaleras y caminaré por Federico Lacroze hasta llegar a Alvarez Thomas, en la esquina donde solía estar Argos. Me pregunto porqué Martín eligió ese lugar; está claro que no fue una coincidencia: durante algunos años jugué mucho al billar en las mesas de ese café que ya no existe. Por entonces, yo recién llegaba a Buenos Aires, y junto al Narigón Pirata, recorríamos las mesas del salón durante horas aprendiendo trucos inútiles.

Dejamos de ir a Argos por razones de fuerza mayor: en una discusión acalorada, el Narigón Pirata perdió la calma y le partió una silla en la cabeza a Pallotas, el mozo del lugar. Nos corrieron casi diez cuadras por Alvarez Thomas hasta que logramos dejarlos atrás. Recuerdo que después nos desplomamos en el banco de una plaza, y cuando recuperamos el aire, comenzamos a reírnos. Cuando nos pusimos de pie para retomar nuestra marcha, el Narigón extrajo del bolsillo de su saco una bola de marfil y la mostró en lo alto como un trofeo de guerra.

Tiempo después, el Narigón dejaba para siempre esta ciudad. Mientras nos despedíamos en Retiro, antes de subirse al ómnibus me regaló esa bola de billar, que ocupa ahora un lugar especial en mi biblioteca.

Las estaciones se suceden, la gente sube y baja del vagón,  son casi las seis de la tarde. Pienso en mi último encuentro con Juan, fue una sesión extraña en la que él habló y yo escuché

-¿Por que vas, Martín? –me preguntó finalmente, desconcertado.

- ¿Porqué no puedo mantenerme alejado de los problemas?  - le respondí con tono burlón. El chiste no le hizo gracia y me miró callado. Me di cuenta de que estaba descentrado, ¿desde cuándo hacia chistes en terapia? Cuando me fui de su departamento, tuve la sensación de que mi encuentro con Martín lo preocupaba a Juan seriamente.

Ayer por la noche, en Viena, todo este asunto fue tema de discusión. El Zurdo y Joaquín querían emboscarlo y molerlo a palos; el Dandy, exagerado como siempre, quiso facilitarme un treintaiocho; sólo el Negro Avellaneda me preguntó:

-¿Para que vas a ir, Martín?

Mientras recorro las estaciones que restan hasta Chacarita, intento responderme esa pregunta.

Subo finalmente las escaleras y me asomo a los últimos metros de la calle Corrientes. Miro hacia el cielo y noto que es una tarde tranquila. Todavía tengo algo de tiempo; bordeo la pared del cementerio y llego al bar de la calle Rodney. Ocupo una mesa en la vereda y le pido al mozo un whiskey. Hace muchos años en este bar, en una noche oscura, una mujer me dijo que era un hijo de puta. 

Lo recuerdo bien, se puso de pie,  acercó su boca a mi oído, y con un murmullo me dijo:

-Vos sos un hijo de puta.-luego tomó su cartera de la barra y abandonó el bar. 

Cierro los ojos y recuerdo esa época; sí, fueron días difíciles. Y esa mujer tenía razón, en ese momento, yo era un hijo de puta.

El mozo se acerca, deja el vaso sobre la mesa, sirve una medida de whiskey y luego se aleja. Bebo un trago, y pienso que yo no soy el mismo hombre que estuvo esa noche en este bar, hace muchos años. Ni soy aquel que jugaba al billar en Argos. Y ahora, sentado aquí, en la mesa de este bar, tampoco me siento como el Martín que días atrás necesitaba encontrar a su alter ego para agarrarlo por el cuello hasta que escupiera una respuesta, algo que me permitiera entender su obsesión conmigo. No, en los últimos días algo ha cambiado. En todo caso, creo soy la suma de  los distintos hombres que he sido y que se suceden. Tengo ya bastante trabajo con comprender eso.

Miro el reloj de la pared del bar: faltan diez minutos para las ocho. Termino de beber mi whiskey, enciendo un cigarrillo, me pongo de pie y dejo algunos billetes sobre la mesa. Camino lentamente por las cuadras arboladas hasta alcanzar la entrada al subte; bajo las escaleras, paso por un molinete,  me subo al vagón, y emprendo mi camino de regreso.