Una Luna naranja y enorme asomaba en ese momento por detrás de la isla, iluminando el camino que recorríamos con Eliseo Morán hasta la orilla del río. Marchábamos en silencio y con paso lento, como construyendo un intervalo entre la historia que Eliseo me había regalado minutos atrás, y la siguiente, la que estaba aún por develarse. Cuando llegamos al río no nos detuvimos, cambiamos la dirección de nuestra marcha y caminamos aguas arriba, hasta que llegamos a la boca de un arroyo. Allí escalamos una pequeña pendiente, nos internamos entre los árboles, y finalmente nos sentamos sobre la tierra húmeda. Eliseo Morán comenzó a encarnar el anzuelo, cuando terminó, lo inspeccionó bajo la luz de la Luna, hizo un retoque, y luego se puso de pie y lo arrojó lejos. No vi dónde cayó, solo escuché un sonido húmedo a la distancia. Eliseo se sentó nuevamente, me convidó un cigarrillo, y comenzamos a fumar. Un suave viento comenzó a soplar, llevando a la Luna a lo más alto del cielo. Eliseo me alcanzó una botella y me dijo: - Beba, en un rato va a tener frío sino. Le dí un trago y sentí un líquido tibio ardiendo por mi garganta. Grapa, pensé. Devolví la botella, y limpié mis labios con el dorso de mi mano, mientras Eliseo levantaba la botella y bebía de ella largamente. Vi después su mirada lejana, y presentí que ya estaba en el pasado, y que la historia estaba por comenzar. - Nací en un campo cercano a Las Garcitas, Chaco, durante el verano de 1938. A los doce años dejé mi casa y comencé a trabajar en los campos de algodón de la familia Leguizamón. Allí serví como peón durante ocho años. En ese tiempo, fui siempre obediente y trabajador, y leal a Don Julio y a su familia. Eliseo recogió un poco de hilo, e hizo un gesto con la mano, como si estuviera hablando sólo. - El 21 de Octubre de 1957, Margarita Leguizamón cumplió quince años. Trabajamos mucho para preparar esa fiesta, y cuando todo estuvo listo, Don Julio nos felicitó satisfecho. La fiesta fue por la noche y, desde la parrilla, yo pude ver cuando Margarita llegaba en el carro sonriente, toda de blanco, con un hermoso collar brillante sobre el escote de su vestido, con el pelo recogido y la cara reluciente. Saludó a los invitados que la esperaban en el jardín, y luego entraron todos a la casa para que comenzara la celebración. Me fui a dormir pensando en la niña Margarita, en cómo había crecido, y en lo hermosa que era. - La jornada siguiente comenzó al alba, como de costumbre. Había que arreglar un molino, y la tarea nos llevó todo el día, ya que tuvimos que regresar al campo dos veces en busca de nuevas herramientas y de más brazos. Cuando llegó la noche, caí rendido en mi cama. Eliseo hablaba en voz baja, casi susurrando, con la mirada fija en el agua oscura. - Me desperté con los gritos. Don Julio entró en el galpón y nos levantó a rebencazos. -¿Quién carajos tiene el collar de mi hija? – aullaba, con la cara colorada, echando baba por la boca. Nos hizo salir todos al patio, y formar una fila. Y entonces habló: - Miren mierdas, les voy a dar una oportunidad. Una sola. Ese collar era de la abuela de Doña Consuelo, quiero que aparezca ahora mismo. Ya. Recorrió la hilera mirándonos uno por uno a los ojos, y cuando terminó, dijo: -¿Así que nadie habla? Bien… -y luego entró al galpón con una de las criadas. Al cabo de unos minutos salió con los ojos inyectados en sangre. - Eliseo –dijo- entre conmigo. Entramos al galpón y caminamos hasta mi cama. Luego Don Julio señalo mi cajón, yo asomé mi cabeza y allí, entre mis ropas, asomaba el collar de la niña Margarita. Di un salto hacia atrás, aterrado. - ¿Por qué lo hiciste? –me preguntó Don Julio lleno de ira, y de asco. - Yo no fui –le contesté- no sé cómo ese collar llego a mi cajón. Estuve siempre trabajando-dije, intentando defenderme-. Don Julio me miró callado, mientras se mordía los labios, hasta que estalló y cruzó mi cara con su rebenque. Caí al suelo lleno de dolor. Fui arrastrado luego hasta el patio, donde me molieron a patadas, y fui estaqueado hasta el otro día, cuando el comisario vino a buscarme. Me fui del campo con lo puesto, esposado y cargado por un agente, ya que mis piernas no podían sostenerme. Estuve en la comisaría de Las Garcitas una semana, mientras me recuperaba. Un día me visitó un juez, y me dijo que el delito que había cometido era muy grave, y que Don Julio había pedido un fallo ejemplificador. Al tiempo hubo un juicio; duró dos días, y cuando terminó un señor me dijo que me habían encontrado culpable, y que pasaría algunos años en la prisión de Encarnación. - Con buena conducta, en cinco años estará en libertad –me dijo dándome una palmada en la espalda.
Eliseo recordó esta frase con dolor, y también con algo de humillación.
-Yo era muy pibe -razonó-me fumaron en pipa.
Una nube indiscreta había ocultado a la Luna, y de pronto la oscuridad nos rodeaba. Apenas podía distinguir la silueta de Eliseo Morán, con la cabeza gacha, el mentón tocando el pecho y los hombros aplastados por el peso de ese recuerdo.
- Tarde cuatro años en recibir a mi primera visita. Una mañana de invierno, el cabo Matera me llamó y me dijo que alguien había venido a verme. Era Facundo Reyes, peón y compañero mío de fajina en el campo de los Leguizamon. La alegría de ver una cara amiga me impidió preguntarme por el motivo de su visita, fue sólo después de algunos minutos que comprendí que Facundo tenía algo para decirme, y fiel a su estilo, lo dijo sin dar vueltas:
- Eliseo, yo fui el que robó el collar.
Me quedé helado, con la boca entreabierta, sin poder reaccionar. Facundo Reyes bajó la mirada y luego me dijo:
- Vengo a pedirte perdón.
-Yo asentí en silencio, lo miré unos segundos, me puse de pie, apoye mi mano sobre su hombro, y me fui de esa habitación.
Los días que siguieron fueron oscuros. Luego comenzó el tema de la pesca y lentamente mi vida volvió a la normalidad. Con el tiempo sospeché que, a su manera, Facundo Reyes tuvo también su castigo. Como sea, algo de esto llegó a los oídos de Don Julio, porque al salir en libertad, él me estaba esperando en la puerta. Me estrechó la mano y me dijo:
- Eliseo, me gustaría que volviera al campo.
- Yo lo miré a los ojos, y me di cuenta que él no comprendía lo que me había pasado, ni lo que yo sentía. Pero más aún, él no sabía cuánto yo había cambiado en ese tiempo. Tomé aire, y le dije:
- Gracias Don Julio, pero no, no voy a volver al campo nunca más. Ahora soy un hombre libre -miré hacia el cielo, y agregué- me voy a pescar.
El viento había corrido a la nube, y bajo la luz de Luna, pude ver la cara de satisfacción y de paz con la que Eliseo Morán recordó ese momento.
Yo permanecí callado el resto de la noche, viendo cómo Eliseo Morán pescaba su cena, deseando, íntimamente, el comienzo de una nueva historia.