Eliseo descorchó otra botella de vino blanco y luego llenó los vasos, se acomodó detrás de la barra, y con la mirada perdida en el río, comenzó su relato diciendo:
- Aprendí a pescar en la cárcel. Yo tenía veinte años, y Conrado Ucha fue quién me enseño.
Hubo una pausa, y vi los recuerdos perturbando la cara de Eliseo mientras decidía cómo continuar, qué cosas contar y cuáles dejar afuera de esta historia, por ser irrelevantes, o quizás muy dolorosas.
- Conrado Ucha debía tener casi setenta años de edad en ese momento, y más de treinta encerrado. Fue una suerte que él fuera mi compañero de celda. Creo que le caí bien de entrada, jugábamos a las damas casi todo el día y conversábamos mucho sobre las cosas que haríamos cuando saliésemos de ahí.
- Hablábamos poco de nosotros y de nuestro pasado; a veces se filtraba alguna referencia lejana, pero nunca había preguntas o pedidos de detalles. Allí el silencio del otro es acatado como una orden.
Eliseo bebió de su vaso, y su mirada volvió del río para enfocarse en mí. La expresión de su cara había cambiado, como si ya hubiese terminado de recordar lo mal que la había pasado en esos años y estuviera listo ahora para adentrarse definitivamente en la historia. Balanceó el peso de su cuerpo sobre sus pies, entrecerró sus ojos, y continuó diciendo:
- Una mañana, mientras ordenábamos las fichas sobre el tablero, le dije que cuando saliera de ahí mi único deseo era irme hacia algún lugar con río o con mar, aprender a pescar y a disfrutar de la vida viendo el tiempo pasar. El levantó la cabeza súbitamente, como sobresaltado, me miró en silencio unos segundos, fijamente, como si estuviera decidiendo que hacer, y finalmente me dijo:
- Yo le voy a enseñar a pescar, pibe.
-Y a partir de ese día, en una celda de la prisión de Encarnación, Conrado Ucha comenzó a enseñarme a pescar.
Eliseo Morán hizo otro alto en su relato para beber un sorbo de vino, y para acomodar el surubí en la parrilla. Mientras lo salaba, retomó su historia con una pregunta que yo me estaba haciendo hacía rato:
- Ud. se preguntará cómo se pesca en una celda, ¿no es cierto? El aislamiento ejercita la imaginación, Ud. no creería las cosas que pasan dentro de una prisión. Le explico: nosotros dormíamos en una cucheta, Conrado Ucha abajo, yo arriba. A la tarde, cuando comenzaban mis horas de entrenamiento, yo subía a mi cama y desde allí dejaba caer una tanza con un anzuelo encarnado con telas e hilo; y entonces Conrado simulaba desde abajo las mordidas de los distintos peces: patí, boga, bagre, surubí, dorado. Todos peces de río: Conrado Ucha no conocía el mar. Como sea, hacía esto con suaves tironcitos que daba con las uñas de sus dedos, y que poco a poco, iban desvistiendo a mi anzuelo. Podía tomarle horas terminar de desnudar a mi anzuelo, pero su paciencia parecía infinita. Cada vez que yo sentía un pequeño tirón, y jalaba rápidamente del hilo hacia mí, el anzuelo aparecía desnudo o intacto.
- Así pasamos muchas noches. Sin darme cuenta comencé a reconocer las tímidas mordidas de los peces, los imperceptibles toques que realizan para asegurarse de que no se trata de una trampa; hasta que pude identificar el momento preciso en el que hay que tirar del hilo con un golpe seco, para clavar el anzuelo en la carne del pez. Ese día, escuché un grito, una puteada: había pescado a Conrado Ucha del pulgar de su mano izquierda.
- Apareció su cabeza blanca, y vi que se estaba riendo. Mientras se quitaba el anzuelo del dedo, me dijo:
- Felicitaciones, pibe, ha pescado su primera boga.
- Yo bajé de la cucheta de un salto y lo abracé. Realmente sentía que había pescado por primera vez.
- A partir de allí las practicas fueron menos frecuentes, y Conrado comenzó a darme detalles sobre cómo encarnar, los tipos de anzuelos, plomadas, esas cosas. Terminamos hablando del clima, del mejor cielo o la mejor luz para pescar.
El vino ayudaba a Eliseo a recordar:
- En esos días -me dijo mirando el río- yo sentía que conversaba con Conrado Ucha sentados en un lugar como este.
Eliseo controló la cocción del pescado, se limpió las manos con un trapo, y dijo:
- Al poco tiempo yo salí en libertad. Me despedí de Conrado Ucha emocionado, él me abrazó y me dijo:
- Buena suerte, pibe. Ahora vaya, cumpla su deseo, y sea feliz.
En ese momento, creo, Eliseo Morán estuvo a punto de llorar, no puedo asegurarlo, porque él giró rápidamente hacia la parrilla y comenzó a retirar el pescado para servirlo en un plato.
Eliseo Morán dejó el pescado frente a mí, y nuevamente con la mirada fija en el río, me dijo:
- Tiempo después llegué a esta orilla y me instalé. Han pasado casi cuarenta años -y como confirmando una promesa antigua, dijo- sí, yo también cumplí con mi parte.
Estaba emocionado y confundido. Comí el surubí por respeto, y luego bebí mi vaso en silencio. Cuando se terminó la botella de vino, yo me puse de pie, e introduje mi mano en el bolsillo del pantalón, con miedo a preguntar por la cuenta. Entonces Eliseo Morán volvió a prestarme atención, y dijo:
- A usted seguramente le intriga saber por qué fui preso a los veinte años, ¿no ?
Era cierto, esa duda me había asaltado desde el primer momento, pero me aterraba preguntar. Tímidamente, asentí. Eliseo Morán sonrió:
- Sí, sé que usted quiere saber eso -me dijo- y yo se lo voy a decir, sí, yo se lo voy a decir. Hagamos un trato, usted me acompaña mientras pesco la cena, y yo le cuento porqué caí preso ¿qué le parece?
Yo nuevamente asentí, casi sin fuerzas. Mientras caminábamos hacia la orilla me pregunté si alguna vez yo podría irme de ese lugar.
A lo lejos, las luces del pueblo comenzaban a encenderse, en breve la noche caería sobre el río marrón.