A veces, cada tanto, suelo hacer brindis solitarios. No como lo hacen esos hombres embriagados que levantan sus vasos en un bar y los pasean por el aire mientras balbucean una cadena de palabras inentendibles; no, no de esa manera.
Yo prefiero realizarlos en intimidad, revolver los pensamientos y las palabras del brindis en el fondo del vaso, dedicar por unos segundos toda mi atención a esa persona, hasta poder ver su cara, hasta lograr su presencia, y poder entonces beber de un trago el vaso a su salud.
El motivo de la ausencia cambia frecuentemente, las particularidades en cada ocasión pretenden engañarnos, pero al final, siempre se trata de un desencuentro.
En todo caso, brindar es desear el bien, y la idea de hacerlo sin que el otro lo sepa, es algo que me parece acertado.
Hace algunos minutos comencé a preparar esta ceremonia íntima. He buscado algunos recuerdos, y he elegido cuidadosamente las palabras que trasmitirán mis deseos.
Sirvo mi vaso, y camino hacia el balcón. Afuera hay una noche hermosa.
Miro al cielo, y pienso en Little Pill. Sonrío.
El hechizo se completa; levanto entonces mi vaso hacia la noche, brindo en su nombre, cierro los ojos, y bebo hasta quedarme solo.