Mientras subía las escaleras del subte, en dirección al consultorio de Juan, me sentí satisfecho con la decisión que había tomado días atrás. Escapé del gentío que poblaba Santa Fe doblando por Thames, y caminé algunas cuadras buscando un nuevo lugar donde preparar mi sesión.
Como salido de un sueño, o de una calle del Soho, me encontré con un club de fumadores de habanos que me resultó irresistible. Con amplios sillones, una luz tenue y, por supuesto, exquisitos cigarros para probar -sí, Esperanza, exquisitos-, no pude más que admitir que era el lugar perfecto para esos momentos previos a la terapia que me resultan tan especiales.
Como disponía de bastante tiempo decidí probar un robusto cubano que me recomendó la muchacha que atendía el lugar. El cigarro me pareció muy fuerte; la muchacha también. Le pregunté si ella fumaba habanos
- Sí, claro- contestó con una sonrisa cortés.
Me di cuenta de que lo nuestro era imposible: soy incapaz de enamorarme de una mujer fumadora; puedo sobrellevar o ignorar otros vicios, acaso igual de dañinos, no se trata de eso, el punto es que el humo es cosa de hombres.
Mientras saboreaba el puro, y disfrutaba echando el humo hacia el techo, ordené mis ideas y mi discurso. Cuando me despedí de la muchacha me sentía listo para mi encuentro con Juan.
- Hasta el próximo viernes -le dije mientras empujaba la puerta de calle y salía a la noche.
Me estaba resultando una sesión incómoda. Las pocas acotaciones de Juan me habían descolocado, obligándome a esforzarme mucho para ampliar el espectro y cambiar mi registro. Estaba empantanado con este asunto de mi alter ego. Luego de una corta pausa, repasé los últimos eventos de este saboteador y finalmente dije:
-Lo que daría por agarrarlo a este hijo de puta!
Juan me miró callado, y luego preguntó
- ¿Y qué harías si lo encontraras, Martín?, digo, ¿no sería mejor que simplemente dejara de complicarte la vida? ¿o necesitas conocerlo? agarrarlo, como vos decís...
Lo pensé unos segundos, y supe lo que quería
- No, quiero agarrarlo -dije- quiero tenerlo enfrente mío y que me explique por qué carajos me está jodiendo la vida, que me diga por qué carajos hace lo que hace -dije, y callé con bronca.
Hubo una pausa, quizás Juan esperaba que yo dijera algo más; no fue así, y entonces me preguntó:
- ¿Y que pasaría si no sabe por qué hace lo que hace? - aventuró Juan -¿dónde te dejaría eso, Martín? - esa posibilidad se me hizo ridícula, casi insultante. Lo miré a Juan con enojo, y dije:
- Pero por favor, Juan, no me jodas ¿ que clase de pelotudo no sabe por qué hace lo que hace?
La cara de Juan parecía de piedra, pero yo imaginé que él estaba haciendo un esfuerzo enorme por no esbozar una sonrisa. Mis ojos se clavaron en su cara, buscando un gesto, un mínimo gesto del cual pudiera agarrarme para soltar toda mi ira. Fue inútil. Juan dirigió su mirada hacia su cuaderno, apoyó la lapicera sobre la mesa, y luego dijo
- Vamos a dejar acá, Martín.
Algunos minutos atrás había espiado su reloj y sabía que apenas llevábamos media hora.
- No- contesté con firmeza- no vamos a dejar acá. Sigamos -dije, y lo miré fijamente con los ojos encendidos.
Juan se reclinó hacia atrás sobre el respaldo de su sillón, y sostuvo, impasible, mi mirada. E inmediatamente dijo con una voz suave y firme:
- Martín, yo decido cuando una sesión termina; y esta sesión terminó.
Me quedé sentado unos minutos en silencio. Luego me puse de pie y caminé hacia la puerta.
Al salir lo escuché decir:
- Te espero el viernes que viene.