miércoles 28 de abril de 2009

Me despertó un espasmo que anunciaba un vómito inminente, que me obligó a saltar de la cama y volar hacia el baño, casi a tiempo para levantar la tapa del inodoro y volcar en él una catarata ácida y marrón. La descarga me agotó, y cuando terminó, sólo me quedaron fuerzas para meterme en la bañera, sentarme en el piso, abrir la canilla y dejar que el agua tibia corriera por mi cuerpo. Fueron necesarias cuatro cepilladas para eliminar de mi boca el sabor repugnante del vómito. En el espejo, mis ojos se veían rojos, y mi cara no lucía bien. Noté que el peso de mi cuerpo descansaba sobre mis brazos, que se apoyaban sobre el lavatorio, y que mis piernas sufrían un ligero temblor. Me envolví en mi bata, me dirigí al living y, agotado, me dejé caer sobre el sillón. La persiana estaba levantada, y a través del ventanal la luz blanca y pura de la mañana llenaba todo el ambiente. Muy cerca del vidrio del ventanal se encontraba mi gato, sentado, erguido como un zen con la cara apuntando al sol, inmutable. Durante largos minutos me quedé observándolo, esperando tal vez que notara mi presencia, que se acercara, y que saltara sobre mis piernas para después enrollarse y quedarse dormido. Pero nada de eso ocurrió; su simbiosis con el sol se constituía como un todo que nos quitaba al resto la existencia. - Un momento de absoluta plenitud –pensé asintiendo. Y mientras miraba a mi gato, sentí la necesidad de identificar algunos momentos así, que me pertenecieran: vino rápidamente una tarde plácida en Rosario, leyendo un cuento de Haroldo Conti frente al río; luego, sin quererlo, la imagen de una mañana vieja de Mayo, en la que me quedé dormido sobre su pecho mientras ella abrazaba y me decía que descanse; y después, una escena de mi infancia: la ansiedad que me desbordaba, y toda mi atención dedicada a escuchar la voz de mi padre leyéndome La Isla del Tesoro - trece hombres van sobre el cofre del muerto, jo, jo, jo, la botella de ron… El gato giró la cabeza hacia donde yo estaba, abrió los ojos, me miró, y se quejó con un maullido agudo y deformado; mis pensamientos lo molestaban. Luego cerró nuevamente los ojos, y giró su cabeza para quedar otra vez a solas con el sol. Yo me levanté del sillón y fui a mi cuarto a vestirme. No era posible recuperar mi pasado, pero sí podía reencontrarme con la libertad que había vivido durante mi último viaje. Mientras bajaba por el ascensor, supe lo que tenía que hacer. Sin Cortázar en Buenos Aires, la única persona que podía ayudarme a conseguir lo que necesitaba, era la Cabra.