Tenía veinte años la primera vez que me enamoré. Así lo sé ahora, que entiendo que no deben incluirse en este tipo de cuentas las noviecitas del colegio, los romances de verano, ni los primeros metejones ocasionados por la inexperiencia sexual. Hablo del amor como droga dura, a lo Peri Rossi; de ese amor que generalmente termina haciéndonos mal.
Ella tenía veintiséis. Y era una mujer hermosa.
Fueron meses muy intensos los que pasamos juntos. El día en que todo terminó, regresábamos caminando de una fiesta, y simplemente me dí cuenta de que no me quería. No sé porqué, simplemente lo supe.
Es terrible entender que el amor no es recíproco. Es una tristeza tan grande que ahoga, y que no se diluye con lágrimas ni con alcohol. Y es así, creo, porque no hay ya nada más que hacer.
- Vos no me queres -le dije mirándola a los ojos. Sus labios se separaron para dejar salir alguna palabra, pero no dijo nada. Me acerqué y la abracé. Ella me acarició la cabeza. Paré un taxi que pasaba, abrí la puerta para que ella subiera, y luego me quedé parado viendo como el taxi bajaba por Callao rumbo al Bajo.
Me senté en el cordón de la vereda y comencé a llorar. Luego vomité, y después seguí llorando, cada vez más lentamente, hasta que me quedé dormido.
Nunca más volví a verla.
Supe que la había olvidado cuando volví a enamorame. El Zurdo suele decir que esas historias hieren pero no matan, que son como esas balas que entran y salen del cuerpo, que dejan una herida limpia que eventualmente se cura con el tiempo.
-Peores son las que quedan adentro, Martín -dice el Zurdo- creeme.