Cortázar es, para muchos, el mozo de Viena. Digo para muchos pero podría decir para casi todo el mundo, menos para nosotros, sus amigos, que sabemos quién es Cortázar.
Es de baja estatura y tez morena, sus hombros y espaldas son anchos. Tiene abundante pelo negro azabache, prolijamente cortado en la nuca y sobre las orejas, y peinado a la gomina con un estilo particular:
-Parece Cortázar -me dijeron que comentó un día el Zurdo; y quedó. El Zurdo es de poner apodos que luego lo acompañan a uno para siempre; otro motivo para no hacerlo enojar.
Cuando atiende a una mesa, se acerca en silencio, se inclina levemente de costado y espera a que le hagan el pedido. Luego regresa con su bandeja cargada, deja las cosas sobre la mesa junto al ticket de la cuenta, y parte nuevamente hacia la barra. Durante ese ir y venir, ni una palabra saldrá de su boca.
A nosotros no nos atiende. Cuando llegué a Viena y formé parte del círculo local, pronto entendí que debía hacer mi pedido directamente en la barra, y llevar luego el café o el whiskey a nuestra mesa. El nunca se sienta, se queda parado muy cerca con el perfil orientado hacia la entrada, como vigilando el salón.
Hay pocas cosas que Cortázar no sepa, y casi ninguna que no pueda averiguar.
Sólo el Zurdo conoce algo sobre su pasado, para el resto de nosotros es una incógnita. Por su nariz achatada, y su juego de golpes, sospechamos que fue boxeador.
Le caí bien por casualidad, y al tiempo él me presentó al Zurdo. Allí mi vida comenzó a cambiar.