La estadía en Rosario me estaba haciendo bien. Esa mañana, me desperté cerca del mediodía, y al abrir los ojos me sentí profundamente descansado; la sucesión de días de buena alimentación, lectura y buen dormir, había reparado mi cuerpo y mi espíritu. Me levanté de la cama, fui al baño, y al mirarme en el espejo noté que había recuperado algo de peso, y que mi cara ya no lucía demacrada; de alguna manera había recobrado mi semblante y el buen humor. Decidí afeitarme, ir a desayunar y luego pasar por la peluquería a emprolijarme un poco.

Bajé al comedor del hotel llevando conmigo el libro de Bernardo Jobson, que estaba por terminar de leer; algunos de los cuentos me habían gustado mucho, en especial “Los caballos no saben que es domingo”, que me hizo recordar al Negro Avellaneda y su sana pasión por los burros. Al cabo de unos minutos, el mozo se acercó a mi mesa, me saludó y me dijo:

- ¿Va a pedir lo mismo?

- Sí – le contesté- gracias –el mozo se alejó, yo abrí el libro y me dispuse a zambullirme en uno de los cuentos que me faltaba leer.

La historia transcurría en la Argentina de los años setenta, probablemente en Buenos Aires, y la acción se desarrollaba en la oficina de una editorial, la mañana en que dos periodistas reciben llamadas intimidatorias por parte de algún grupo de tareas. El cuento me pareció más valioso que encantador, en el sentido que lograba muchos cometidos, incluso el de entretener. Describía una situación que fue padecida por muchos en esa época, denunciaba el antisemitismo que reinó por esos años, el valor y el coraje de algunos, el miedo de esos mismos, lo terrible de la violencia, y las distintas formas de afrontar esas circunstancias tan terribles. Creo que el mayor mérito de Jobson, fue mostrar cómo el personaje principal logró convertir, con su ánimo y su determinación, esa situación de presión insoportable en casi una anécdota; llevando su gravedad al mínimo, transformándola, luego del desenlace, en apenas un incidente más del día, cuando probablemente la vida de los personajes ya no fuera a hacer la misma a partir de aquel momento. Y allí, presiento, hay un inmenso hallazgo.

Cerré el libro, lo dejé sobre la mesa, y mientras esperaba que el mozo me trajera el desayuno, recordé otros gestos que representaban bien esa idea: Oscar Wilde dándole una propina al chofer del carro que lo llevaba a la cárcel a cumplir su condena; María Antonieta, disculpándose con su verdugo por haberlo pisado; Shelley, leyendo un libro mientras su barco se hundía; Aramburu diciendo “Proceda”.

Miré la tapa del libro, las letras blancas con el nombre de Jobson sobre un fondo violeta, y pensé en lo reveladora que puede resultar la lectura de un cuento, aun mal interpretado.

El mozo se acercó nuevamente a mi mesa, y apoyó sobre ella un vaso con jugo de naranjas, un plato con huevos revueltos sobre dos tostadas de pan negro, y un cenicero de metal plateado.

A veces, las historias de otros, aunque sean ficticias, ponen en perspectiva nuestra propia existencia. Mientras me alimentaba y disfrutaba de mi desayuno, recordé a mis amigos, y la posición común que reinó en la mesa chica de Viena respecto a mi partida de Buenos Aires, y mis problemas con el otro Martín; sentí que quizás había exagerado mi reacción. O tal vez fuera que, luego de estar lejos por un tiempo, la tranquilidad y el descanso me habían dado las fuerzas que necesitaba para enfrentarme con lo que me estaba pasando.

Terminé el desayuno, firmé un papel que llevaba mi número de habitación, me puse de pie, y salí a la calle.

Caminé hasta el boulevard, y comencé a recorrerlo despacio. Todavía no estaba listo para volver a Buenos Aires, me sentía mejor, pero algo, o la falta de algo, me impedía volver. Al cabo de unas cuadras encontré un banco de madera bajo la sombra de un jacarandá. Fue como una invitación; me senté, encendí un cigarrillo, y, esperanzado, abrí nuevamente el libro de Jobson.