La charla en Viena fue corta, no había mucho que explicar: yo no estaba dispuesto a  aceptar como algo normal, al conjunto de circunstancias que se había generado en las ultimas semanas, como si se tratara solo de algunos incidentes típicos a los que debería estar acostumbrado y poder sortear sin mayor complicación. No, esa no era mi vida; y si lo era, entonces iba a cambiar.
¿Qué hacía yo caminando por la calle con un bolso y mi gato a cuestas? ¿desde cuándo debía controlar que nadie me estuviera siguiendo? 
Fui cuidadoso con las palabras y con el tono de voz elegidos: como mi decisión afectaba sus planes, estaba allí para que no hubieran dudas de mis motivos, pero no para discutirlos. Creo que el Zurdo entendió de inmediato que no estaba pidiendo consejo, que simplemente les estaba comunicando mi decisión. Me escucharon callados. Una gravedad densa envolvió la mesa chica de Viena durante esos minutos. Cuando terminé de hablar hubo un silencio largo, de esos que acontecen cuando algo inevitable se ha revelado, y luego el Zurdo finalmente preguntó:
- ¿Y qué vas a hacer, Martín?  
La pregunta del Zurdo era la de todos. Fue un momento difícil. Las palabras operan sobre la realidad, y yo sabía que decirlo era, de alguna manera, comenzar a vivirlo. Apoyé entonces las manos sobre la mesa, recorrí las caras de mis amigos, y con voz firme les dije:
- Voy a desaparecer.
Algunos bajaron su mirada hacia la mesa, otros asintieron en silencio. Solo el Zurdo se me quedó mirando con una expresión en su cara que no pude descifrar. 
Me puse de pie y abandoné la mesa. Caminé ensimismado bordeando la barra del salón,  buscando la salida, aire fresco. Cuando llegué a la vereda respiré profundamente; sentí que iba a llorar. Di media vuelta para ver la puerta de Viena una vez más, y vi como el Zurdo la atravesaba  con autoridad. Se acercó hacia mí y  me extendió un abrazo. Luego se separó unos pasos, me miró, y como si fuera una orden, me dijo:
-Cuidate, Nene.
Y a partir de ese instante, desaparecí.