Había pasado un rato largo desde que el barman me había pronosticado erróneamente la pronta llegada de la Cabra, y me vi forzado a sobrellevar la espera dirigiendo mi atención a las melodías que la pelirroja desnudaba desde el piano, y vaciando mi vaso cada vez que el hombre calvo que se movía detrás de la barra, lo llenaba. Mi mirada confusa comenzó a pasearse por el salón, y en su deambular errático se topó con Alberto saliendo del baño con un cliente, que entendió -o quiso entender- que yo también requería de sus servicios. Procedió entonces a acercarse hasta mi y a ocupar una butaca a mi lado. Lo noté más viejo y más gordo que la última vez; y cuando comenzó a hablarme también me di cuenta que él estaba muy ebrio, mucho más que yo acaso. Sospecho que notó mi desinterés y mi aburrimiento, porqué no se explicaba de otra manera la confesión que hizo al oír las primeras notas del tango que el piano de la pelirroja dejaba escapar: - Yo tenía un año cuando murió Gardel -me dijo - y en casa, me contó luego mi madre, hubo luto por un mes, durante el cual mi padre no emitió palabra. Alberto hizo una pausa para indicarle al calvo que quería otra copa, y luego prosiguió, - Mi padre decía que escuchar los tangos de Gardel le hacían sentir que su vida era menos miserable. Yo apenas prestaba atención a este discurso, lo poco que entendía me parecía patético y trillado. - Este tango, Volver -aclaró, faltándome el respeto- es una maravilla. Es un resumen de la experiencia de una vida, un regalo de sabiduria -dijo mientras levantaba las cejas y asentía lentamente, aceptando su afirmación. Se hizo luego un silencio, yo terminé mi trago, y cansado de la espera, del calvo, de la pelirroja, de Gardel y de Alberto, dije: - Es un tango de mierda.- apoyé el vaso vacio sobre la barra y luego giré para quedar de frente al reflejo borroso que me devolvía el espejo. Su reacción fue inmediata: -¿Qué dijo?! ¿está loco, usted? - Ya me escuchaste, Alberto. Pero por las dudas te lo repito, es un tango de mierda. Nadie vuelve nunca a ningún lado. - Y ahora tomatelás, viejo falopa. Dejame solo. Alberto se inclinó levemente hacia atrás, como si necesitara esa distancia para ver mejor mi cara y comprobar si estaba hablando en serio o no. Le tomó dos segundos comprender que no bromeaba; dejó su copa sobre la barra, le hizo al calvo un gesto ampuloso, indicando que yo estaba loco, y se alejó de mi lugar. El reloj de la barra marcaba las cinco; la noche se me iba, creí que la Cabra finalmente no iba a aparecer, y que mi plan de salvación, había fracasado.