_ Quisiera que esta fuera una escena de una película de Jim Jarmusch -pensé. Unos segundos después reformulaba la frase, entendiendo que deseaba no sólo que Jim Jarmusch embelleciera ese momento con su mirada, sino que además, hubiera también escrito el guión. Así mi suerte ya estaría echada, sólo debería decir mis líneas, y proceder a disfrutar del desenlace de esta historia como un espectador más, o mejor dicho, como un espectador de lujo.
Pero la vida no es una película de Jarmusch, me dije.
Levante mi mirada de la mesa, y me encontré con los ojos de la Cabra que, desde lejos, desde el otro lado de la mesa, me observaban en silencio. Fue entonces cuando su voz atravesó gravemente el humo intenso y perfumado que su cigarro armado había tendido sobre la mesa.
_ ¿Sabés una cosa, Martín? Vos podrías ser el personaje de una película de Jim Jarmusch –dijo.
Por un segundo me asusté, creí que la Cabra no sólo era capaz de detener el tiempo en ese salón, sino que también podía escuchar mis pensamientos; por eso cuando me preguntó:
_ ¿Lo ubicás a Jarmusch, no? –yo asentí en silencio, aliviado (prematuramente quizás, ya que desconocía en realidad el motivo de ese comentario)
_ El tema con los personajes de Jarmusch, Martín, es que raramente les espera un final feliz – yo asentí nuevamente, era una observación muy cierta; y al mismo tiempo, una suave amenaza que me convenía rechazar.
_ Es cierto. Pero la vida no es una película de Jim Jarmusch. -dije, citándome convencido.
Pasaron unos segundos incómodos, y después la Cabra se rió sonoramente, acompañando su risa con suaves golpecitos de su encendedor contra la mesa.
_ Martín… Martín, Martín Martín, me has dado mucho trabajo, vos no sabés cuánto! –exclamó al tiempo que se extinguía su risa.
No había acudido a esa cita para hablar, por lo que mi respuesta fue el silencio; sabía que debía tener paciencia, que en algún momento entendería lo que la Cabra estaba tramando.
_¿Te acordás Martín cuando te dí la tarjeta negra, la tarjeta que te permite entrar a este bar?
_ Claro que me acuerdo –contesté.
_ ¿Y te acordás Martín de lo que te dije mientras te la daba? ¿podés recordar lo que te dije Martín en ese momento?
_ Un favor por otro favor –dije- Un favor por otro favor, me dijiste, esa es la regla –completé.
La Cabra sonrió complacido,
_ … esa es la regla –repitió, luego cerró los ojos, y llevando su mentón hacia su pecho, bajó la cabeza. Llevó luego una mano a su sien, como si estuviera analizando los pasos a seguir, y guardó esa posición hasta que finalmente dijo:
_ Como no quiero malos entendidos, me gustaría que repasemos juntos nuestro último encuentro, Martín – entonces extendió su brazo izquierdo hacia el costado, apuntando a una mesa vacia; yo giré mi cabeza en esa dirección, y cuando mi mirada llegó a esa mesa, como en una función privada de cine, puede ver la proyección de mi última conversación con la Cabra.
Al terminar nuestro encuentro, yo extendía mi mano a la Cabra, al tiempo que él me decía en voz baja:
_ Haceme un favor: aclara ese tema, Martín. Cerralo de una vez.
Luego la proyección se detuvo, las imágenes se evaporaron, y nuevamente quedé a solas con la Cabra. Ahora sus ojos negros me miraban fijamente, cargados de tensión
_ Hasta donde sé, Martín, nunca cumpliste mi pedido.
Sabía que la Cabra esperaba una respuesta, una explicación; pero yo preferí mantener mi silencio. Luego de unos instantes, la Cabra dio por terminada la espera con una mueca de su boca que escondió su labio inferior.
_ No me estás dejando muchas opciones, Martín -dijo con tono grave.
Inoportunamente, recordé que alguna vez, la mujer a la que amaba me dijo lo mismo.
Luego de pitar su cigarrillo, la Cabra continuó diciendo:
_ La reciprocidad es, para mi, una ley tan válida y universal como la ley de Gravedad; curiosamente, los intentos por quebrar estas leyes tienen consecuencias similares, proporcionales a la altura desde la cual se cae, o a la magnitud del favor olvidado –hizo una pausa, y pensando en voz alta, concluyó- Todo este asunto en el que estamos enredados, no es más que el resultado de un tironeo caótico y desincronizado de favores cruzados, ensuciado por una traición.
Allí la Cabra hizo una pausa, pitó nuevamente su cigarrillo, se puso de pie, y caminó hasta la barra, para tomar una botella y dos vasos. Mientras regresaba a la mesa pude observar a sus espaldas al reloj de la pared, todavía con sus agujas detenidas.
La Cabra llenó los vasos, y apoyó la botella sobre la mesa, luego tomó su vaso, y lo vació con un único movimiento. Yo decidí mantener mis manos donde estaban y no tocar el vaso.
Finalmente, hablé:
_ No estoy seguro de haber entendido todo lo que me dijiste, ni para que me citaste acá. Tampoco sé si me interesa. Lo que quiero saber es si encontraste o no al otro Martín; punto. Eso es todo.
Lentamente llevé mi mano al bolsillo de mi saco para tomar el sobre y dejarlo luego sobre la mesa.
_ Lo acordado –dije- ¿lo encontraste?
La Cabra no miró la mesa en ningún momento, se limitó a observarme en silencio.
Los instantes que siguieron parecieron horas; finalmente tomé el sobre, lo guarde, me puse de pie, y dije
_ Entonces me voy -di media vuelta y comencé a caminar hacia la salida.
Fueron pocos los pasos que di antes de escuchar a la Cabra diciendo:
_ Quieto! Quedate quieto.
Me detuve en el acto, y prudentemente permanecí inmóvil durante unos cuantos segundos; luego, muy lentamente, levanté los brazos: sabía bien que al voltear, la Cabra me estaría apuntando con un revolver.

Llevaba horas sentado en el sillón del living, con la espalda recta, la vista al frente y los pies bien apoyados sobre el piso, impaciente, listo para partir apenas el reloj marcara un cuarto para las tres, soportando, también, la mirada intensa de mi gato que había decidido estudiar la situación en silencio, detenidamente, hasta entender lo que estaba ocurriendo.

Nunca sabré lo que él dedujo, pero su desaprobación final fue clara: sus ojos cambiaron de expresión, se volvieron ausentes y llenos de decepción; giró sobre sus patas, y caminó hasta el balcón; allí se sentó de espaldas a mi, con la mirada perdida en las copas de los árboles de la plaza o en las fachadas de los edificios que dan a la avenida. Es así, pocas cosas pueden ocultársele a un gato.

Diez minutos antes de partir hice una nueva recorrida por el departamento para comprobar que todo estuviera en orden, luego fui al baño y me lavé la cara y las manos; al salir evité mirarme en el espejo.

Antes de cerrar la puerta, revisé mis bolsillos por décima vez; llevaba todo. Lancé una última mirada al interior de mi departamento

_ Nunca estuvo tan ordenado-pensé.

En el balcón el gato continuaba mirando hacia la plaza; esta vez, había optado por no despedirse.

Al salir, pasé llave a las tres cerraduras, respiré hondo, y me dirigí al ascensor. Un hilo helado bajaba lentamente por mi nuca; pasé mi mano por mi cabello y por mi cuello, y me dije

_ Vamos, Martín, no aflojes.

Sí, estaba muerto de miedo. Supe desde un principio que iba a ser así, que no iba a poder evitarlo, y que sería clave no detenerme, no pensar, limitarme a hacer lo que había planeado.

La tarde del día anterior, luego de escuchar el mensaje en el contestador, decidí pasar por Viena con la remota esperanza de encontrar a alguno de mis amigos ya de regreso; pero mi mal presentimiento se confirmó apenas di unos cuantos pasos en el salón y vi la mesa chica vacía, y a Chaco moviéndose sólo entre las mesas.

Se acercó hacia mí con la bandeja cargada de vasos y platos.

_No hay nadie, Martín –me susurró al oído- Cortazar avisó que llega mañana, y más vale que sea así porque yo no puedo manejar esto solo, no doy más…

En seguida, con cara de fastidio, Chaco siguió su camino y se perdió detrás de la barra.

Yo salí a la calle y comencé a caminar rumbo al Botánico. Recorrí los caminos que Martini describe en sus novelas, hasta que el calor y el cansancio me ganaron, y entonces decidí sentarme en un banco de madera de color verde.

_ La Cabra te espera mañana a la tarde en el bar, a las tres en punto. Trae todo.

No existía un sólo elemento en toda esta situación que no me preocupara seriamente, pero había un detalle que me perturbaba de sobremanera, un dato ínfimo, irrelevante en este contexto, pero que aparecía una y otra vez en mis pensamientos: la voz que me había dejado el mensaje en el contestador, era una voz de mujer.

Escuché el mensaje varias veces, palabra por palabra, pero - en caso de que conociera a esa mujer- no había logrado identificar su voz. A pesar de esto, tenía un fuerte presentimiento, un pálpito íntimo que me decía que esa mujer me conocía.

Tomé un taxi para ir al bar, pero a unas pocas cuadras de distancia decidí bajarme y continuar el camino a pie. Llegué a la entrada del bar que da a la calle, di dos pasos lentos y luego crucé decidido todo el largo del salón hasta llegar a la pared del fondo. Con un movimiento rápido acerqué la tarjeta al lector y abrí la puerta. Camine sobre la alfombra y la oscuridad y el silencio me envolvieron otra vez.

_ Dios quiera que sea la última vez que piso este lugar –pensé

Corrí las pesadas cortinas y me detuve: a mi izquierda, tras la barra, el calvo acomodaba unas botellas sobre unos estantes de vidrio de color verde; y en el fondo del salón, junto al piano, la pelirroja era absorbida por la lectura de unas partituras. No había nadie más en el salón.

El calvo me saludo con un movimiento descendente de su cabeza, e inmediatamente, su mentón me señalo uno de los compartimentos ubicados contra la pared que se encontraba a mi derecha, de frente a la barra. Luego giró y continúo ordenando las botellas sobre los estantes

El reloj en la pared indicaba que faltaba sólo un minuto para las tres de la tarde.

Al dirigirme al compartimento mis pasos despertaron a la pelirroja, que giró sobre su asiento para mirarme con indiferencia. Inmediatamente retomó su posición anterior, acomodó las partituras sobre el atril, y muy lentamente, sus dedos comenzaron a bailar sobre las teclas del piano, hasta moldear la inconfundible melodía de ese tango odioso llamado "Volver".

_ Hija de puta –susurré apretando los dientes, al tiempo que veía como la Cabra aparecía de la nada detrás la barra.

Cuando llegó a la mesa, me extendió su mano diciendo:

_ Disculpame la demora.

El reloj en la pared indicaba las tres y un minuto de la tarde. No entendí su sonrisa, ni el chiste.

_ Acá estoy –dije- te escucho.

La Cabra me miró callado, con la sonrisa todavía dibujada en su rostro.

_ Tranquilo, Martín, tranquilo –replicó- tenemos mucho para conversar, todo el tiempo del mundo -y mientras me decía esto con sus ojos clavados en mi, su mano apuntó a un costado, hacia el reloj de la pared, y en ese momento, la aguja del segundero detuvo su ronda.

Luego le hizo una seña al calvo, que inmediatamente abandonó la barra, para acercarse a la pelirroja y murmurarle algo al oído. La pelirroja asintió y en el acto apartó sus manos del piano, y se puso de pie; en segundos, los dos abandonaron en silencio el salón, dejándome a solas con la Cabra.

A pesar de saber lo patética que era mi situación, cerré la puerta del departamento de Juan conteniendo la risa.
_ No puedo más, Martín, me tenés harto -dijo a modo de resumen, luego de la pausa que precedió a su largo soliloquio.
Sí, finalmente había logrado sacar de las casillas a mi analista. Todo un record, sin dudas; de enterarse la mesa chica de Viena de esta nueva marca personal, sería el objetivo de sus burlas y comentarios por un largo tiempo.
El motivo de la exasperación de Juan, fue el surgimiento de un nuevo tema, en este caso, mi supuesta falta de determinación.
_ No, Martín, pará un poquito ¿otra vez necesitas revelar un nuevo misterio antes de actuar?
Ese fue la primera línea, la primer arcada, segundos después vomitó sobre mi el resto de su discurso, su frustración y su enojo acumulados.
Nos quedamos en silencio unos minutos, Juan me miraba con sus ojos bien abiertos, vacíos de respuestas, negando con su cabeza la existencia de una alternativa a esta situación; habíamos llegado a un punto sin retorno.
Nos pusimos de pie, dimos dos pasos y nos encontramos sobre la alfombra verde que tanto me gusta y sobre la cual bailaron mis pensamientos y mis recuerdos. Extendió su brazo y nos dimos un apretón de manos. Sus ojos estaban tristes.
_ Hacé de una vez lo que tengas que hacer, Martín -dijo.
Di media vuelta, y emprendí mi salida.
Ya no me quedaba nadie más a quién acudir.
La presión me estaba enloqueciendo, cuando pude entenderlo y luego aceptarlo, decidí seguir la receta que en ocasiones anteriores me había dado resultado: busqué refugio en las cosas que sabía con certeza que me hacían bien: visitar algunos de los rincones de la ciudad, charlar con algún barman, escuchar música, jugar al billar; olvidarme del tiempo.
Fue mientras que revisaba unos cajones que encontré una vieja libreta mía. La tomé con curiosidad, tímidamente, como si no me perteneciera, me senté en la cama y comencé a recorrer las páginas.
Noté que mi letra, la caligrafía, era distinta, y no quise en ese momento saber si me gustaba más que la actual. Había muy poco escrito, apenas un par de hojas; la última entrada decía:
"El mecanismo de mi memoria es extraño: me cuesta mucho recordar fechas, nombres, y otros detalles del pasado; pero en cambio, si me es fácil por ejemplo, ubicar un hecho dentro de determinada etapa de mi vida. Generalmente el proceso no se detiene allí, como si la memoria tuviera deseos de vivir, otro recuerdo surge y se asocia al anterior, casi en simultáneo, llueven otras cosas que ocurrieron también por ese entonces, y así, lentamente, voy hilando los recuerdos hasta que logro recuperar los sentimientos con los que conviví en ese momento, en esa época.
Ese tamiz temporal es muy simple, tiene muy pocas opciones para ubicar un recuerdo: tres sucesos determinan las etapas de mi vida, tres eventos determinantes -aunque es probable que haya algún otro que se me esté escapando, de ser así, se debe a que no lo he identificado como tal aún- que consecutivamente mutaron mi realidad, y que forjaron los sucesivos hombres que habitaron en mi.
En ese recorrido sinuoso, más de una vez estuve a punto de desbarrancarme, y ahora veo que logré esquivar el abismo, en parte, gracias a una enorme cuota de suerte. Así es, la rueda de la Diosa Fortuna siempre se detuvo cuando estaba a punto de aplastarme la cabeza, para retroceder y darme la chance de recuperarme, y de huir, hasta nuestro próximo encuentro. Y tras haberme cansado de maldecirla en un momento, y haber dirigido entonces mi furia y mis puteadas contra cuanto Dios y santo pudiera nombrar, con sorpresa, increíblemente, me encuentro ahora creyendo que, después de todo, he sido un hombre afortunado.
Como en el poker, lo importante es tener a la suerte de nuestro lado en el instante decisivo, cuando están todas las fichas sobre la mesa; que llegue entonces esa ayuda extra, inesperada por todos, improbable, que se necesita para vencer y continuar sobreviviendo."
El texto me resultaba ajeno, quizás había sido escrito en trance, durante mi periodo de sonambulismo; como fuera que haya sido, no recordaba haberlo escrito; tampoco esa teoría sobre las etapas de mi vida; y definitivamente, en modo alguno me sentía un hombre afortunado en ese momento, eso estaba claro. Pero a pesar de estas contradicciones, leer esas líneas me hizo bien; me recordaron que de una manera u otra, me las había ingeniado para atravesar otros tiempos difíciles.
Sentí que en esta ocasión lo me estaba faltando era determinación, no estaba acompañando mis actos con la actitud apropiada a la importancia que tenían; como diría el poeta, me estaba faltando un corazón dispuesto a todo.
Sentado en la cama, cerré la libreta y la dejé a mi lado. Supe que necesitaba encontrar un disparador, algo que me sacudiera y que me ayudara a hacer ese cambio interno.
_ Sentado acá en la cama no lo vas a encontrar -me dije.
Me puse de pie, tome un abrigo, y salí a la calle en dirección a la casa de Juan.
Me desperté con un grito ahogado y con la última imagen de la pesadilla todavía presente, clara y terrible: yo estaba atado a una silla en el interior de una pequeña habitación, y girando a mi alrededor, con ojos llenos de maldad, la Cabra cortaba el aire con el brillante filo de una inmensa navaja de afeitar.
Me incorporé sobre la cama y miré por la ventana, intentando apartar esa imagen: todavía no había anochecido; la poca claridad que resistía en la parte baja del cielo me dio algo de tranquilidad. Me puse de pie y fui hasta el baño. Giré la llave del lavatorio y sumergí mi cabeza bajo el chorro de agua, hasta que sentí que se me helaban las orejas, entonces estiré el brazo en dirección a la puerta, y busqué a tientas una toalla. Sequé mi cabello y mi cara inclinado sobre la bacha, luego dejé caer la toalla al piso y me incorporé con los ojos cerrados, escapándole al espejo; temía ver cómo a través de esa ventana, la pesadilla continuaba.
Cerré la puerta del baño al salir, y fui a la cocina en busca de agua, me había asaltado una sed tremenda. Me senté en el banquito con la botella en la mano, y me quedé allí unos minutos luego de haber bebido varios tragos de agua.
Advertí que mi pesadilla era muy similar a un pasaje de "Perros de la calle", en el que Michael Madsen tortura a un pobre tipo. Recordé que la primera vez que vi esa película en un momento no pude soportar más esa escena y cerré los ojos con fuerza para escaparle al horror; los abrí recién cuando Silvio me sacudió el brazo diciendo:
_ Ya está, ya pasó, boludo.
Sin embargo, en los últimos años había vuelto a ver esa película varias veces, sin taparme los ojos en ningún momento; esa escena tan tremenda se había convertido, con el tiempo, en una escena más. Todavía en la cocina, con las manos apoyadas sobre las rodillas, a punto de ponerme de pie, me pregunté en qué momento de mi vida ese pasaje de la película había dejado de impresionarme, ¿qué había cambiado en mi?
Entonces mi gato apareció y comenzó a refregarse contra mis piernas. Lo tomé en mis brazos y lo acaricié durante un largo rato; luego lo dejé en el piso, cambié el agua de su bowl, y fui a mi cuarto a vestirme; necesitaba salir urgentemente de allí.
Durante los días que siguieron no tuve paz. Me invadieron todo tipo de dudas, y no lograba dejar de preguntarme si mi encuentro con la Cabra no había sido, tal vez, un grave error.
Aterrado por esa posibilidad, aumento mi desasosiego: regresaron las noches de insomnio, y con ellas el cansancio permanente, el malhumor, el transitar una realidad inasible, como la de los sueños.
_ ¿Cómo sabía la Cabra lo de La Plata? -me preguntaba.
Estaba claro que algo le habían contado, ¿pensaría él que yo había sido el soplón? ¿por eso no estaba dispuesto a ayudarme a desaparecer?
Fue sentado en un banco de la plaza Vicente Lopez, viendo como unos niños jugaban a las escondidas, dónde recordé las palabras que me había dicho la Cabra cuando nos despedimos
_Aclará el tema -me dijo.
Ese pedido, o mejor dicho, esa condición que había impuesto la Cabra para ayudarme, revelaba un hecho vital.
_ ¿A quién se suponía que debía aclararle el tema?
Debí haberme preguntado eso antes, pensé; la respuesta llegó sola, casi sin pensarla
_ Con Dmitry -me dije.
_ Aclará el tema... con Dmitry- eso fue en realidad lo que me había exigido la Cabra esa noche antes de despedirnos.
Entonces, la Cabra conocía a Dmitry. Y más aún, deduje, también sabía que para Dmitri, era yo quién los había vendido con la policía.
La amistad, o quizás el temor, le impedían a la Cabra arriesgarse a tener un problema con Dmitry, sólo para ayudarme a mi. Ayudarme a mi a desaparecer, era ponerse en contra a Dmitry.
Con el correr de las horas esa idea se me hizo evidentemente cierta; y entonces se agregó una amenaza mayor: si la Cabra le contaba a Dmitry de nuestro encuentro, de mi deseo de desaparecer, Dmitry -sin dudas- confirmaría sus sospechas, se convencería de que yo era el soplón, y que por eso estaba planeando escaparme...
Caminé sin rumbo como un zombie, hasta que sentí que mis piernas no podían sostenerme más en pie. Al llegar a mi departamento, fui directo hasta mi cama y me dejé caer pesadamente sobre el colchón; estaba exhausto, tenía tal cansancio que ya todo había dejado de preocuparme; lo único que deseaba en ese momento, era poder dormir.

En ese momento, frente a frente con la Cabra, entendí que en verdad estábamos jugando una mano de póker: el había elevado la apuesta, y yo me había asustado como un chico.

_ Necesito ganar tiempo –pensé: lo mejor que podía hacer era guardar silencio. Lo miré callado, como si no hubiese escuchado lo que me había dicho; me serví un poco más de whiskey, le di otra pitada a mi cigarrillo y giré un poco sobre mi asiento, para quedar sentado en dirección oblicua a la barra.

Terminé de fumar el cigarrillo y me reacomedé para quedar nuevamente enfrentado con la Cabra; y mientras aplastaba el cigarrillo en un cenicero dorado, de forma triangular, le contesté:

_ No sé de qué me estás hablando.

La Cabra asintió en silencio, disgustado con la respuesta que había encontrado. Mientras pensaba cuidadosamente sus palabras, de la nada apareció la pelirroja y sin más, se sentó al lado de la Cabra.

Tenía la cara recién lavada, y se notaba que había llorado. Llevaba el pelo suelto cayendo sobre sus hombros, marcando aun más el escote; tenía ahora tres botones libres en su camisa blanca almidonada.

_ ¿Interrumpo algo? –preguntó irónicamente, mientras encendía el cigarrillo que la Cabra había dejado en el cenicero.

_ Sí –contestó secamente la Cabra, sin mirarla.

_ Ya me voy, quería que supieras que tu amigo me maltrato delante de todos, y encima me llamó maleducada. Preguntale a Julián si no me crees –dijo señalando al calvo con un movimiento de cabeza.

_ Tiene razón.

_ ¿Qué decís? –exclamó la pelirroja, escandalizada.

_ Que tiene razón. Sos una maleducada.

La Cabra se puso de perfil, de modo de poder mirarla a la cara, y concluyó la conversación diciendo entre dientes:

_ Y se me está terminando la paciencia con vos, Eva, así que tomatelas de acá.

Mientras la pelirroja se marchaba trágicamente, yo aproveché para recargar los vasos con más whiskey.

_ A esta le subieron el copete esos cuatro o cinco giles que se sientan ahí, cerca del piano, y que se babean mirándola cantar –dijo la Cabra con algo de bronca.

La Cabra tomó de un trago el vaso recién servido, lo apoyó sobre la mesa, e inclinándose hacia mi, finalmente dijo:

_ Mirá, Martín, el tema es así. Yo puedo ayudarte a encontrar a ese doble tuyo; no tengo problemas. Por lo que me contaste, el tipo te está haciendo la vida puta, así que te entiendo.

La pausa que sobrevino indicaba el turno de la mala noticia.

_ ¿Pero? – anticipé.

_ No puedo ayudarte a desaparecer, Martín; no mientras tengas asuntos pendientes por acá, ¿me seguís?

Procuré no pestañear y mostrarme inmutable, con cara de piedra.

_ Ok –repliqué, como si su rechazo parcial no me importara; sólo para confirmar le pregunté- ¿vas a encontrar al otro Martín entonces?

_ Dalo por hecho –asintió la Cabra.

La pelirroja volvió a interrumpirnos, sólo que esta vez lo hizo sentada al piano y con la melodía de “Cuesta Abajo”; me puse de pie de inmediato, ni loco me quedaba a fumarme ese tango.

Extendí mi brazo y estreché la mano de la Cabra en señal de despedida,

_ Haceme un favor: aclara ese tema, Martín. Cerralo de una vez – dijo en voz baja la Cabra.

Yo solté su mano, di media vuelta, y busqué apurado el camino de salida, intentando escapar a tiempo del comienzo de la segunda estrofa:

Era, para mí, la vida entera, como un sol de primavera, mi esperanza y mi pasión

Cruce las cortinas masticando bronca. Abrí la pesada puerta y entré en el salón que daba a la calle; seis o siete personas que desayunaban en silencio me miraron como a un espectro. Sí, tenía que atar ese cabo suelto. Me molestaba saber que él tenía razón; me jodía, también, que me lo hubiera dicho; pero lo que me desquiciaba, era que él estuviera al tanto de todo ese asunto, y ese halo de sospecha que me rodeaba inmerecidamente.

Nos acomodamos en silencio en la mesa, e inmediatamente la Cabra giró sobre el asiento de su silla y llamó la atención del calvo, que leyó sin demora el gesto de la Cabra y comenzó a preparar los tragos. Luego la Cabra sacó una cajetilla amarilla del interior del bolsillo de su camisa, la abrió, tomó un cigarrillo armado, lo colocó entre sus labios, lo encendió, y lo aspiró largamente mientras me miraba a los ojos, estudiándome, tratando, quizás, de adivinar mi pedido; después echó su cuerpo hacia atrás, apoyó el brazo izquierdo sobre el respaldo de la silla vecina, miró hacia el techo y expulsó una gran cantidad de humo blanco y denso; luego volvió a mirarme a los ojos, y me dijo:

_ A ver, contame…

_ Por dónde empezar –balbuceé con una sonrisa nerviosa.

_ Comienza por el principio, y sigue hasta que llegues al final; entonces, detente –dijo en tono teatral.

Reí,

_ Carroll –le dije.

_ Sí, Carroll –asintió la Cabra, complacido.

Esa introducción había borrado mi nerviosismo, y me sentí listo para explicarle mi pedido; me detuve unos segundos, sólo para esperar a que el calvo dejara los vasos y la botella sobre la mesa y entonces, hablé.

La Cabra cambió su postura a los pocos minutos de haber comenzado mi relato: dejó el cigarrillo en el cenicero, se inclinó hacia delante, apartó la botella de whiskey y apoyó sus manos sobre la mesa con los dedos entrelazados; sus pulgares, libres, giraban alrededor de un eje invisible sin tocarse; en todo momento, sus ojos me miraban fijamente; era claro que había captado su atención.

_ En fin –dije, queriendo ya ir al grano- necesito tu ayuda para dos cosas, Cabra…

La Cabra levantó primero las cejas, y luego bajó levemente su mentón, como si quisiera aumentar aún más su atención a mis palabras.

_ Necesito encontrar al otro Martín.

Hice una pausa, y continué:

_ Y después… desaparecer. Quiero desaparecer – concluí.

No quise mirar su cara en ese instante, preferí servir mi vaso de la botella, y encender un cigarrillo. Pasados unos segundos, mis ojos volvieron a la cara de la Cabra, y se encontraron con una mirada impasible, y peligrosa.

Esperé todo lo que pude, hasta que finalmente le pregunté:

_ ¿Y? ¿podes ayudarme? –la Cabra no hizo el más mínimo gesto, apenas entreabrió los labios, y frunció el ceño:

_ No sé, Martín, no lo sé todavía – hizo un movimiento con su cabeza, y trató de explicarse - esto es como el psicólogo ¿viste? Puedo ayudarte si me contás todo; y creo que vos no me estás contando todo, Martín…

La mirada de la Cabra había cambiado, ya no me producía miedo, sino culpa.

Un hilo helado recorría mi espalda; por supuesto que había hablado en cuentagotas, lo mínimo indispensable para darle coherencia a mi historia –y a mi pedido-. Hice un esfuerzo por escaparme:

_ No te entiendo –le contesté con mirada perpleja- pero decime, a ver ¿qué necesitarías saber?

Advertí en su cara un gesto de desagrado casi imperceptible; su lengua se asomó y recorrió rápidamente el labio inferior, como una víbora furiosa. Decidido a mostrarme a que se refería, con algo de sarcasmo, y mirándome a los ojos, preguntó:

_ El temita este de La Plata, por ejemplo, ¿no tiene nada que ver con este deseo tuyo de desaparecer, acaso?

Me quedé helado, me sentía desnudo, al descubierto, completamente vulnerable. Entendí que había cometido un grave error, que ignorando los consejos del Zurdo, lo había subestimado.

_¿Cuándo se me ocurrió a mi, que podía pasarlo a la Cabra? -pensé.

Guardé silencio, e intenté no quebrarme. Tenía dos opciones: confiar en él, y contarle todo; o mandarlo a la puta madre que lo remil parió.

Mi último sostén desapareció cuando las manos de la pelirroja se apartaron de las teclas del piano. Sentí en ese instante que mi derrumbe era inminente, y en un intento desesperado por resistir, me puse de pie, me acodé en la barra, y apoyé mi frente sobre los puños.
No quise mirar el reloj: tomar consciencia del tiempo transcurrido desde mi llegada al bar –o lo que es lo mismo, de la cantidad de whiskey ingerida- hubiese sido el golpe de KO; supe que debía ponerme en movimiento y entonces, lentamente, comencé a caminar rumbo al baño.
En el extremo opuesto de la barra, la pelirroja disfrutaba de un descanso saboreando una copa de Martini con los ojos cerrados. Sentada de perfil, lucía pantalones y saco de color negro, y una camisa de frac muy blanca y almidonada, con los dos últimos botones libres.
A medida que me acercaba a ella, pude apreciar cómo sus firmes pechos empujaban la camisa frac blanca; estando ya a unos pocos pasos de ella, una señal de alarma sonó en mi interior, inmediatamente mi mirada recuperó la horizontal y se clavó en la pared gris del fondo, apenas una milésima de segundos antes de que ella abriera los ojos y me mirara.
La muy perra…
Continué mi marcha hasta el baño satisfecho de no haber caído en esa trampa, esta vez la experiencia se había impuesto al alcohol y al cansancio.
Al entrar al baño me encontré con Alberto, que dudó entre ignorarme o preguntarme si necesitaba algo. Finalmente optó por emprolijarse frente al espejo y demorar su salida, esperando que yo decidiera.
Mojé mi cara reiteradas veces con agua fría hasta que sentirme despejado; sabía que el efecto no duraría mucho, pero al menos lograría demorar mi colapso un rato más.
Salí del baño con el paso firme y la mente serena. Me detuve frente a la pelirroja y le pedí fuego; ella quiso hacerme pagar mi indiferencia: sin mirarme, levantó su mentón y mientras dejaba escapar algo de humo al techo, deslizó su encendedor sobre la barra desde el costado de su copa hasta donde estaba apoyada mi mano. Le hice una seña al mozo, y cuando se acercó le pedí un whiskey, y fuego
_ Y lecciones de modales para esta maleducada –agregué. El calvo giró para servir mi trago, pero a través del espejo pude ver su sonrisa contenida, y los ojos de la pelirroja escupiendo fuego.
Retomé mi posición en el extremo opuesto de la barra, al mismo tiempo que la pelirroja se sentaba al piano. El calvo me acercó el vaso, y se quedó acodado a mi lado en silencio; su compañía me reconfortó. La pelirroja jugó con las teclas, anunciando su próximo tango; hizo una pausa, y antes de comenzar levantó la cabeza y me miró maliciosamente.
Por un segundo quise creer que estaba errado, que era sólo otra de mis ideas paranoicas, pero cuando el calvo me palmeó la espalda y se alejó de mi, supe que se venia un cachetazo. Y así fue.
Las primeras notas se sucedieron, y la melodía me resultó conocida; pero cuando identifiqué al tango de Claudia Levy ya era demasiado tarde, la pelirroja había comenzado a cantar:
Me dijeron que te vieron a las tres de la mañana,
la corbata enmarañada, caminando de coté,
que ya estabas tan en curda, que le hablabas a los postes,
que pateabas la basura por culpa de una mujer
No te hagás el pobre tipo porque todos ya sabemos,
que a vos no te importa un bledo si hacés mal o si hacés bien
que a la mina que llorabas ,arrastrado por las calles
la fajaste siete veces y la maltrataste cien.
Con su mirada cargada de venganza y de burla clavada en mi, todo el salón entendió que algo pasaba, y el silencio se hizo más profundo.
_ Suficiente –me dije.
Me puse de pie y comencé a caminar hacia el piano. Lo último que escuché antes de llegar hasta la pelirroja fue:
Llorá , que no hay Cristo que te salve.
Llorá , que llorar te hace tan bien
Algo en la expresión de mi cara no debió estar bien, porque cuando estuve a su lado, la pelirroja dejó de tocar. Sentí que me latía la sien izquierda, y que los dedos en mis manos se movían como tocando las teclas de una piano invisible.
La pelirroja se puso de pie, y levantó su mentón provocativamente, como invitándome a que le cruzara la cara con un cachetazo.
Noté que era mucho más joven de lo que me había parecido en un primer momento; y entonces dudé, se me vino la imagen de Juliana en mi última sesión con ella, y ese recuerdo se llevó mi ira como si fuera una lluvia de verano.
Del fondo de mi memoria rescaté la letra del tango, y bajo el fuego de los ojos de la pelirroja, con voz pausada y mirando las caras a mi alrededor, recité el resto de la estrofa:
Y bajate del caballo y anda poniéndote al día,
y dejá la cobardía de pegarle a una mujer
Luego me detuve, y le dije:
_ Dale, seguí.
Los labios de la pelirroja temblaban apretados; sabía que estaba a punto de pegarme, o de comenzar a llorar; su silencio era insostenible. Estaba por besarla, cuando una voz terrible me detuvo; la orden fue clara y definitiva:
_ Terminá el tango, Eva.
Era la Cabra, que parado desde la puerta del salón observaba, serio, la situación.
Los ojos de la pelirroja brillaban de bronca; cerró la tapa del piano de un golpe, y luego corrió hacia el baño de mujeres llorando como una nena caprichosa. Me di cuenta que ella deseaba ese bife con toda su alma; esa hubiese sido su victoria.
Rápido de reflejos, el calvo puso algo de música y unos segundos después, cada uno volvió a la suyo y las conversaciones renacieron en las mesas.
Yo me acerqué a la Cabra
_ Disculpala a la piba…- susurró.
_ Ya pasó –contesté, haciendo un gesto con mis labios que indicaba que daba por superado el hecho.
_ Tengo que hablar con vos –le dije
La Cabra me miró intrigado y preguntó:
_ ¿Qué pasó? –yo hice una pausa, le señalé una mesa vacía con la cabeza, y le contesté:
_ Vengo a pedirte un favor.
Había pasado un rato largo desde que el barman me había pronosticado erróneamente la pronta llegada de la Cabra, y me vi forzado a sobrellevar la espera dirigiendo mi atención a las melodías que la pelirroja desnudaba desde el piano, y vaciando mi vaso cada vez que el hombre calvo que se movía detrás de la barra, lo llenaba. Mi mirada confusa comenzó a pasearse por el salón, y en su deambular errático se topó con Alberto saliendo del baño con un cliente, que entendió -o quiso entender- que yo también requería de sus servicios. Procedió entonces a acercarse hasta mi y a ocupar una butaca a mi lado. Lo noté más viejo y más gordo que la última vez; y cuando comenzó a hablarme también me di cuenta que él estaba muy ebrio, mucho más que yo acaso. Sospecho que notó mi desinterés y mi aburrimiento, porqué no se explicaba de otra manera la confesión que hizo al oír las primeras notas del tango que el piano de la pelirroja dejaba escapar: - Yo tenía un año cuando murió Gardel -me dijo - y en casa, me contó luego mi madre, hubo luto por un mes, durante el cual mi padre no emitió palabra. Alberto hizo una pausa para indicarle al calvo que quería otra copa, y luego prosiguió, - Mi padre decía que escuchar los tangos de Gardel le hacían sentir que su vida era menos miserable. Yo apenas prestaba atención a este discurso, lo poco que entendía me parecía patético y trillado. - Este tango, Volver -aclaró, faltándome el respeto- es una maravilla. Es un resumen de la experiencia de una vida, un regalo de sabiduria -dijo mientras levantaba las cejas y asentía lentamente, aceptando su afirmación. Se hizo luego un silencio, yo terminé mi trago, y cansado de la espera, del calvo, de la pelirroja, de Gardel y de Alberto, dije: - Es un tango de mierda.- apoyé el vaso vacio sobre la barra y luego giré para quedar de frente al reflejo borroso que me devolvía el espejo. Su reacción fue inmediata: -¿Qué dijo?! ¿está loco, usted? - Ya me escuchaste, Alberto. Pero por las dudas te lo repito, es un tango de mierda. Nadie vuelve nunca a ningún lado. - Y ahora tomatelás, viejo falopa. Dejame solo. Alberto se inclinó levemente hacia atrás, como si necesitara esa distancia para ver mejor mi cara y comprobar si estaba hablando en serio o no. Le tomó dos segundos comprender que no bromeaba; dejó su copa sobre la barra, le hizo al calvo un gesto ampuloso, indicando que yo estaba loco, y se alejó de mi lugar. El reloj de la barra marcaba las cinco; la noche se me iba, creí que la Cabra finalmente no iba a aparecer, y que mi plan de salvación, había fracasado.

5 de mayo de 2009

Al correr la cortina y entrar en el bar, el ruido de mis pasos fue absorbido por la gruesa alfombra de color violeta que cubría todo el piso del salón. Me acomodé cerca de uno de los extremos de la barra, con la intención de comprobar desde allí si la Cabra se encontraba entre las numerosas personas que poblaban las mesas y la barra.

Noté que, exagerando su hermetismo, el bar carecía de ventanas; y que el techo estaba oculto detrás de una goma espuma densa y oscura, que ahogaba los sonidos que lograban escaparse de la gravedad de la alfombra.

- El mundo termina en la puerta de este bar –pensé.

El bartender era un hombre calvo, de mediana edad, extremadamente delgado y de piel muy clara -tan blanca que no podía ocultar las finísimas venas violetas que recorrían sus brazos, o que asomaban al costado de su nuca, detrás de sus orejas-; sus movimientos eran simples y armónicos, prolijos, pero enérgicos. Se acercó a mi lugar para buscar hielo y comenzó a enfriar una copa de martini, y sin detenerse, imprevistamente me miró y dijo:

- ¿Qué le sirvo?

- Walker negro -respondí- sin hielo.

Con un gesto inconfundible dibujó en el aire un

- Entendido - luego se alejó hacia el otro extremo de la barra, a servirle a la pelirroja pianista, el martini que esperaba por la copa fría en una coctelera plateada.

Desafiando la prohibición de la ciudad, casi todo el mundo fumaba despreocupadamente, y distintos aromas y densidades se mezclaban en el aire; en seguida me sentí ingenuo con la observación, estaba claro que en este lugar regían otras leyes.

- Mejor tener esto bien presente -me dije.

Los tragos se sucedieron mientras esperaba que la Cabra apareciera, y el alcohol o la ansiedad me hicieron dudar, ¿qué me había hecho dar por sentado que encontraría a la Cabra, y que él estaría dispuesto a ayudarme? ¿La desesperación?

- ¿Soy un hombre desesperado? -me pregunté. En ese momento sentí que sí, que lo era; busqué una confirmación en el fondo del vaso del whiskey, pero estaba vacío.

Le mostré mi vaso al calvo, y él se acercó de inmediato con la botella dorada y me sirvió una medida generosa. Aproveché ese gesto amable y le confesé

- Estoy buscando a la Cabra -dije, pero él no levanto la mirada, sólo formó una medialuna con sus labios, como si le hubiese dicho algo que no le importaba, o algo que no quería saber, acomodó la botella en un estante, y volvió al centro de la barra.

Necesité dos whiskeys y casi dos horas adicionales antes de que el calvo se acercara nuevamente y susurrara:

- En un rato llega. Suerte.

jueves 30 de abril de 2009

Al llegar a la vereda opté por ir caminando y de paso aprovechar esas cuadras para pensar un poco más sobre lo que iba a hacer; pero finalmente la impaciencia me desbordó y al llegar a Charcas terminé tomando un taxi. Al subir, le indiqué al chofer el destino del viaje, y luego, casi automáticamente, bajé la ventanilla y encendí un cigarrillo; a través del espejo retrovisor advertí un gesto de fastidio, que decidí ignorar llevando mi mirada hacia la calle.

Mucho tiempo atrás, en una madrugada complicada, acompañé al Zurdo a un bar ubicado sobre la calle Ayacucho. Entramos con paso rápido, y yo seguí al Zurdo hasta el fondo del salón; allí, sobre la pared lateral de color gris oscuro había una puerta perfectamente disimulada, que el Zurdo empujó luego de acercar una tarjeta negra a un sensor ubicado sobre la pared posterior, al lado de una llave de luz.

Atravesamos la pared y el ruido quedó atrapado a nuestras espaldas; dimos dos o tres pasos en la oscuridad, y detrás de una pesada cortina, apareció otro bar.

Era una ambiente mucho más acogedor que el anterior, con paredes revestidas en madera, luz tenue, y una soberbia barra que corría de pared a pared, a lo largo de todo el salón. En un rincón, una pelirroja tocaba en el piano un tango lento. El Zurdo caminó entre las mesas y se detuvo a la altura de la mitad de la barra. Luego dirigió su mirada hacia una mesa en la que dos hombres conversaban en voz baja; el que se encontraba de espaldas a nosotros tenía el cuerpo de niño; el otro, que parecía un gigante, le hizo un gesto al hombrecillo cuando advirtió nuestra presencia, se puso de pie y comenzó a caminar hacia nosotros.

Era un hombre alto y gordo, con el pelo muy corto y canoso. A menos de un metro de nosotros detuvo su marcha y una súbita sonrisa llenó su cara; abrió los brazos y dijo:

- Zurdo, querido…

El Zurdo se acercó y se confundieron en un abrazo profundo. Cuando finalmente se separaron, sus ojos me miraron, y entonces el Zurdo aclaró:

- Es mi amigo.- la Cabra asintió, y luego los tres avanzamos hacia la mesa donde el hombrecillo aguardaba con mala cara.

Nos acomodamos en la mesa, y a los pocos minutos el hombrecillo se puso de pie y desde su escasa altura, lo miró a la Cabra:

- La seguimos mañana –le dijo. Luego nos miró a nosotros, inclinó levemente su cabeza en señal de saludo, y abandonó la mesa.

Al tiempo en el que el hombrecillo se perdía detrás de la cortina oscura, el Zurdo meneó su cabeza y dijo

- No le gustó la interrupción… –la Cabra esbozó una sonrisa y susurró:

- No era nada importante ¿Sabes quién es no? –el Zurdo afirmó con la cabeza y dijo:

- Falero

- Falero –repitió la Cabra, con satisfacción.

Entonces sobrevino un silencio, pasaron unos segundos y finalmente el Zurdo fue al grano y le explicó a la Cabra el motivo de nuestra visita.

Cerca de las cinco abandonamos el lugar. Al salir a la calle caminamos en silencio por Ayacucho hasta Santa Fe. El Zurdo parecía estar tranquilo, pero yo estaba inquieto y muy preocupado ¿qué pasaría si finalmente la Cabra no lograba ayudarnos? Me detuve en la esquina de Arenales, encendí un cigarrillo, aspiré un poco de humo, y dije:

- Entiendo que vos confias en él, Zurdo, ¿pero realmente crees que lo va a conseguir?

El Zurdo pasó el brazo por detrás de mi espalda, y luego su mano sujetó mi hombro con firmeza mientras me decía:

- Tranquilo Martín, tranquilo! él puede arreglar esto de taquito.

- ¿Sabes? Hay un dicho en Buenos Aires, entre los que lo conocen, claro –hizo una pausa, y continuó

- El Diablo le pide permiso a la Cabra, Martín –dimos algunos pasos más en silencio, y se despidió de mi diciendo

- Ahora andá a dormir, y olvidate de este asunto.

Algunos meses después, el Zurdo me pidió que lo ayudara a saldar la deuda con la Cabra, y si bien entendí que era lo que correspondía, me pareció que le estábamos devolviendo el favor con creces.

Todo terminó al poco tiempo con un brindis y un apretón de manos en el bar de la Cabra: finalmente quedábamos a mano. Cuando nos despedimos, la Cabra me dio una tarjeta de plástico negra, y recitó:

-Un favor por otro favor, Martín, esa es la regla.

Yo asentí, y guardé su tarjeta en mi abrigo. Cuando salimos del bar, sin mirarme, el Zurdo me advirtió:

-Te voy a dar un consejo Martín: esa tarjeta vale mucho, cuidala; puede serte de mucha utilidad en algún momento –y remató- Ahora bien, si llegas a pedirle algo a la Cabra, asegurate bien de devolverle después el favor…

Mientras le pagaba al chofer del taxi, tomé de mi billetera la tarjeta negra y la guardé en el bolsillo de mi pantalón.

Entré al bar, y caminé hasta el final del salón; acerqué la tarjeta a la pared, empujé la puerta, y al adentrarme en la oscuridad y en el silencio, supe que estaba tomando un camino sin retorno.

miércoles 28 de abril de 2009

Me despertó un espasmo que anunciaba un vómito inminente, que me obligó a saltar de la cama y volar hacia el baño, casi a tiempo para levantar la tapa del inodoro y volcar en él una catarata ácida y marrón. La descarga me agotó, y cuando terminó, sólo me quedaron fuerzas para meterme en la bañera, sentarme en el piso, abrir la canilla y dejar que el agua tibia corriera por mi cuerpo. Fueron necesarias cuatro cepilladas para eliminar de mi boca el sabor repugnante del vómito. En el espejo, mis ojos se veían rojos, y mi cara no lucía bien. Noté que el peso de mi cuerpo descansaba sobre mis brazos, que se apoyaban sobre el lavatorio, y que mis piernas sufrían un ligero temblor. Me envolví en mi bata, me dirigí al living y, agotado, me dejé caer sobre el sillón. La persiana estaba levantada, y a través del ventanal la luz blanca y pura de la mañana llenaba todo el ambiente. Muy cerca del vidrio del ventanal se encontraba mi gato, sentado, erguido como un zen con la cara apuntando al sol, inmutable. Durante largos minutos me quedé observándolo, esperando tal vez que notara mi presencia, que se acercara, y que saltara sobre mis piernas para después enrollarse y quedarse dormido. Pero nada de eso ocurrió; su simbiosis con el sol se constituía como un todo que nos quitaba al resto la existencia. - Un momento de absoluta plenitud –pensé asintiendo. Y mientras miraba a mi gato, sentí la necesidad de identificar algunos momentos así, que me pertenecieran: vino rápidamente una tarde plácida en Rosario, leyendo un cuento de Haroldo Conti frente al río; luego, sin quererlo, la imagen de una mañana vieja de Mayo, en la que me quedé dormido sobre su pecho mientras ella abrazaba y me decía que descanse; y después, una escena de mi infancia: la ansiedad que me desbordaba, y toda mi atención dedicada a escuchar la voz de mi padre leyéndome La Isla del Tesoro - trece hombres van sobre el cofre del muerto, jo, jo, jo, la botella de ron… El gato giró la cabeza hacia donde yo estaba, abrió los ojos, me miró, y se quejó con un maullido agudo y deformado; mis pensamientos lo molestaban. Luego cerró nuevamente los ojos, y giró su cabeza para quedar otra vez a solas con el sol. Yo me levanté del sillón y fui a mi cuarto a vestirme. No era posible recuperar mi pasado, pero sí podía reencontrarme con la libertad que había vivido durante mi último viaje. Mientras bajaba por el ascensor, supe lo que tenía que hacer. Sin Cortázar en Buenos Aires, la única persona que podía ayudarme a conseguir lo que necesitaba, era la Cabra.

martes 21 de abril de 2009

Perdido en la lectura del cuento, demoré unos minutos en detectar la incomodidad que me había asaltado, y que operaba como un zumbido molesto que me impedía avanzar. 
Inquieto, retrocedí algunas páginas para  repasar lo leído: 
-Los vaivanes del espíritu no tienen objeto -decía un personaje de Bolaño en medio de su monólogo.
Releí la frase en voz alta, para escuchar como sonaba, la pensé, la validé contra mi realidad, y no pude digerirla; algo de ella me molestaba y me producía rechazo. 
Miré a través de la ventana del bar: en la calle la gente se movía en completo silencio. Sin pensarlo, decidí cerrar el libro, ponerme de pie, dejar algunos billetes sobre la mesa y abandonar el lugar.
Esa noche fui a Viena de aburrido que estaba. Entré al salón algo malhumorado, me acodé en la barra, y comencé a buscar a Cortázar. Luego de algunos minutos comencé a impacientarme, desde allí podía ver la mesa chica vacía; pero detrás de la barra sólo estaba Chaco, el lavacopas que había reclutado Cortázar algún tiempo atrás, limpiando y repasando la barra con un trapo gris. 
Fui entonces hasta el baño, pasé por la habitación del subsuelo, y luego retorné a la barra.
Finalmente di media vuelta, lo miré a Chaco, y le pregunté dónde estaba Cortázar:
- ¿Dónde está Cortázar, che? –dije. Mis palabras detuvieron los movimientos de Chaco, y lo eyectaron de ese mundo paralelo en el que vive
- No está, Martín –respondió tímidamente- se fue con Moliné y Esperanza al Festival de Tango de Montevideo –y agregó- salieron el sábado, pensé que sabias…
Me quedé perplejo mirándolo a Chaco, dejé escapar un chistido de decepción y de bronca, y sin decir más, me fui de Viena sintiendo que estaba a punto de estallar.
¿Quién más faltaba irse de esta puta ciudad?
Esa noche apenas dormí: di vueltas en la cama, intenté leer, lavé algo de ropa, para luego volver a dar vueltas en la cama; finalmente cerca de las cuatro conseguí cerrar los ojos y quedarme dormido.
Me desperté asfixiado y temblando, con mi ojos abiertos reteniendo todavía las últimas imágenes de la pesadilla. Me incorporé en la cama y respiré pesadamente; mi cuerpo y las sábanas estaban empapadas de sudor. Estaba helado, pero sentía que hacia muchísimo calor en la habitación.
Miré el reloj: faltaban veinte minutos para las cinco. Me tomé la cabeza con las manos, y esperé unos segundos sin saber que hacer. Luego me paré, fui hasta el living, tomé la botella, caminé hasta el baño, entré en la bañera, abrí la ducha y no salí hasta que terminé de beberme todo el whiskey.
El vapor o el alcohol me empañaron la vista. Llegué a mi cuarto a los tumbos, todavía con la botella en la mano y me dejé caer sobre la cama. No podía mantener los ojos abiertos; tampoco cerrarlos. En esa nube irreal, nuevamente volaron ante mis ojos los fantasmas de la pesadilla; desesperado, intenté apartarlos con manotazos e insultos, pero me fue imposible. 
Cuando me quedé sin fuerzas, dejé caer mi cabeza sobre la almohada, mi brazo quedó colgando sobre el vacío, mi mano soltó la botella vacía y, finalmente, cerré los ojos. Lo último que recuerdo antes del apagón total, fue escuchar a mi voz diciendo:
-No doy más. 

jueves 2 de abril de 2009

Esa noche el Dandy no regresó a dormir a casa, y tampoco lo hizo en los días que siguieron. Fue en la mesa de Viena que Joaquín tiró la pelota afuera, y como si no estuviera dispuesto a compartir mi nueva angustia, dijo:
- Se debe haber ido a Punta del Este en el barco; ya sabés, a estar un poco solo y pegarse una buena joda allá. Vos no te preocupes -agregó-  él se sabe cuidar.
Asentí sin estar del todo convencido, mientras recordaba la vez que Floyd Rodriguez me confesó que lo más difícil para él era cuidarse de sí mismo. Luego me preguntaría por qué Jaoquín me había aclarado que el Dandy se sabía cuidar, ¿qué me había querido decir? ¿que yo no sabía hacerlo acaso? 
No había noticias del Zurdo; Gatica se había escapado a la Costa con una sommelier paraguaya que había conocido en un evento de tecnología, y esa misma noche Joaquín comentó que se iba al Sur con el Negro, a pescar truchas; y yo pensé que carajos me iba a quedar haciendo en Buenos Aires. Joaquín me leyó el pensamiento, y un poco entre risas, me dijo:
- Vos mientras tanto busca algo para entretenerte...
Cortázar le festejó el chiste, y yo me sentí obligado a empujar mi malhumor con un poco de vino y a esperar a que alguien cambiara de tema. Al día siguiente Juan me preguntaría si podía identificar lo que me había molestado de ese comentario; un rato más tarde, y con otros interrogantes a cuestas,  yo abandonaba en silencio el consultorio, sin haber podido encontrar ni una sola respuesta. Otra vez me había cagado a palos.
Regresé a mi departamento caminando, intuyendo que esa noche no iría a Viena. 
Al llegar a casa, me dí una larga ducha; luego me serví un whiskey doble y fui hasta el living y decidí  escuchar un poco de música. Vi en ese momento, apoyado en la mesa,  el sobre de papel madera; lo tomé y caminé hasta el balcón. Me senté  y encendí un cigarrillo, vi que era una noche apacible y agradable, pero nada de eso me reconfortó. Exhalé largamente  una bocanada de humo, y casi sin pensarlo, prendí un fósforo y luego,  lentamente, como hipnotizado, acerqué unos de los extremos del sobre a la llama amarilla. Inmediatamente después dejé caer el sobre al piso y me quedé mirando como el papel ardía y se convertía en cenizas.
Luego fui hasta el living, tomé la botella, subí aun más el volumen del equipo de música, y me desplomé sobre el sillón.  Antes de que las luces se apagaran, di un paseo por el pasado y por los distintos futuros que pudieron haberse sucedido desde el borroso momento que todo comenzó a complicarse.