Llevaba horas sentado en el sillón del living, con la espalda recta, la vista al frente y los pies bien apoyados sobre el piso, impaciente, listo para partir apenas el reloj marcara un cuarto para las tres, soportando, también, la mirada intensa de mi gato que había decidido estudiar la situación en silencio, detenidamente, hasta entender lo que estaba ocurriendo.
Nunca sabré lo que él dedujo, pero su desaprobación final fue clara: sus ojos cambiaron de expresión, se volvieron ausentes y llenos de decepción; giró sobre sus patas, y caminó hasta el balcón; allí se sentó de espaldas a mi, con la mirada perdida en las copas de los árboles de la plaza o en las fachadas de los edificios que dan a la avenida. Es así, pocas cosas pueden ocultársele a un gato.
Diez minutos antes de partir hice una nueva recorrida por el departamento para comprobar que todo estuviera en orden, luego fui al baño y me lavé la cara y las manos; al salir evité mirarme en el espejo.
Antes de cerrar la puerta, revisé mis bolsillos por décima vez; llevaba todo. Lancé una última mirada al interior de mi departamento
_ Nunca estuvo tan ordenado-pensé.
En el balcón el gato continuaba mirando hacia la plaza; esta vez, había optado por no despedirse.
Al salir, pasé llave a las tres cerraduras, respiré hondo, y me dirigí al ascensor. Un hilo helado bajaba lentamente por mi nuca; pasé mi mano por mi cabello y por mi cuello, y me dije
_ Vamos, Martín, no aflojes.
Sí, estaba muerto de miedo. Supe desde un principio que iba a ser así, que no iba a poder evitarlo, y que sería clave no detenerme, no pensar, limitarme a hacer lo que había planeado.
La tarde del día anterior, luego de escuchar el mensaje en el contestador, decidí pasar por Viena con la remota esperanza de encontrar a alguno de mis amigos ya de regreso; pero mi mal presentimiento se confirmó apenas di unos cuantos pasos en el salón y vi la mesa chica vacía, y a Chaco moviéndose sólo entre las mesas.
Se acercó hacia mí con la bandeja cargada de vasos y platos.
_No hay nadie, Martín –me susurró al oído- Cortazar avisó que llega mañana, y más vale que sea así porque yo no puedo manejar esto solo, no doy más…
En seguida, con cara de fastidio, Chaco siguió su camino y se perdió detrás de la barra.
Yo salí a la calle y comencé a caminar rumbo al Botánico. Recorrí los caminos que Martini describe en sus novelas, hasta que el calor y el cansancio me ganaron, y entonces decidí sentarme en un banco de madera de color verde.
_
No existía un sólo elemento en toda esta situación que no me preocupara seriamente, pero había un detalle que me perturbaba de sobremanera, un dato ínfimo, irrelevante en este contexto, pero que aparecía una y otra vez en mis pensamientos: la voz que me había dejado el mensaje en el contestador, era una voz de mujer.
Escuché el mensaje varias veces, palabra por palabra, pero - en caso de que conociera a esa mujer- no había logrado identificar su voz. A pesar de esto, tenía un fuerte presentimiento, un pálpito íntimo que me decía que esa mujer me conocía.
Tomé un taxi para ir al bar, pero a unas pocas cuadras de distancia decidí bajarme y continuar el camino a pie. Llegué a la entrada del bar que da a la calle, di dos pasos lentos y luego crucé decidido todo el largo del salón hasta llegar a la pared del fondo. Con un movimiento rápido acerqué la tarjeta al lector y abrí la puerta. Camine sobre la alfombra y la oscuridad y el silencio me envolvieron otra vez.
_ Dios quiera que sea la última vez que piso este lugar –pensé
Corrí las pesadas cortinas y me detuve: a mi izquierda, tras la barra, el calvo acomodaba unas botellas sobre unos estantes de vidrio de color verde; y en el fondo del salón, junto al piano, la pelirroja era absorbida por la lectura de unas partituras. No había nadie más en el salón.
El calvo me saludo con un movimiento descendente de su cabeza, e inmediatamente, su mentón me señalo uno de los compartimentos ubicados contra la pared que se encontraba a mi derecha, de frente a la barra. Luego giró y continúo ordenando las botellas sobre los estantes
El reloj en la pared indicaba que faltaba sólo un minuto para las tres de la tarde.
Al dirigirme al compartimento mis pasos despertaron a la pelirroja, que giró sobre su asiento para mirarme con indiferencia. Inmediatamente retomó su posición anterior, acomodó las partituras sobre el atril, y muy lentamente, sus dedos comenzaron a bailar sobre las teclas del piano, hasta moldear la inconfundible melodía de ese tango odioso llamado "Volver".
_ Hija de puta –susurré apretando los dientes, al tiempo que veía como
Cuando llegó a la mesa, me extendió su mano diciendo:
_ Disculpame la demora.
El reloj en la pared indicaba las tres y un minuto de la tarde. No entendí su sonrisa, ni el chiste.
_ Acá estoy –dije- te escucho.
_ Tranquilo, Martín, tranquilo –replicó- tenemos mucho para conversar, todo el tiempo del mundo -y mientras me decía esto con sus ojos clavados en mi, su mano apuntó a un costado, hacia el reloj de la pared, y en ese momento, la aguja del segundero detuvo su ronda.
Luego le hizo una seña al calvo, que inmediatamente abandonó la barra, para acercarse a la pelirroja y murmurarle algo al oído. La pelirroja asintió y en el acto apartó sus manos del piano, y se puso de pie; en segundos, los dos abandonaron en silencio el salón, dejándome a solas con
En ese momento, frente a frente con
_ Necesito ganar tiempo –pensé: lo mejor que podía hacer era guardar silencio. Lo miré callado, como si no hubiese escuchado lo que me había dicho; me serví un poco más de whiskey, le di otra pitada a mi cigarrillo y giré un poco sobre mi asiento, para quedar sentado en dirección oblicua a la barra.
Terminé de fumar el cigarrillo y me reacomedé para quedar nuevamente enfrentado con
_ No sé de qué me estás hablando.
Tenía la cara recién lavada, y se notaba que había llorado. Llevaba el pelo suelto cayendo sobre sus hombros, marcando aun más el escote; tenía ahora tres botones libres en su camisa blanca almidonada.
_ ¿Interrumpo algo? –preguntó irónicamente, mientras encendía el cigarrillo que
_ Sí –contestó secamente
_ Ya me voy, quería que supieras que tu amigo me maltrato delante de todos, y encima me llamó maleducada. Preguntale a Julián si no me crees –dijo señalando al calvo con un movimiento de cabeza.
_ Tiene razón.
_ ¿Qué decís? –exclamó la pelirroja, escandalizada.
_ Que tiene razón. Sos una maleducada.
_ Y se me está terminando la paciencia con vos, Eva, así que tomatelas de acá.
Mientras la pelirroja se marchaba trágicamente, yo aproveché para recargar los vasos con más whiskey.
_ A esta le subieron el copete esos cuatro o cinco giles que se sientan ahí, cerca del piano, y que se babean mirándola cantar –dijo
_ Mirá, Martín, el tema es así. Yo puedo ayudarte a encontrar a ese doble tuyo; no tengo problemas. Por lo que me contaste, el tipo te está haciendo la vida puta, así que te entiendo.
La pausa que sobrevino indicaba el turno de la mala noticia.
_ ¿Pero? – anticipé.
_ No puedo ayudarte a desaparecer, Martín; no mientras tengas asuntos pendientes por acá, ¿me seguís?
Procuré no pestañear y mostrarme inmutable, con cara de piedra.
_ Ok –repliqué, como si su rechazo parcial no me importara; sólo para confirmar le pregunté- ¿vas a encontrar al otro Martín entonces?
_ Dalo por hecho –asintió
La pelirroja volvió a interrumpirnos, sólo que esta vez lo hizo sentada al piano y con la melodía de “Cuesta Abajo”; me puse de pie de inmediato, ni loco me quedaba a fumarme ese tango.
Extendí mi brazo y estreché la mano de
_ Haceme un favor: aclara ese tema, Martín. Cerralo de una vez – dijo en voz baja
Yo solté su mano, di media vuelta, y busqué apurado el camino de salida, intentando escapar a tiempo del comienzo de la segunda estrofa:
Era, para mí, la vida entera,
como un sol de primavera,
mi esperanza y mi pasión
Cruce las cortinas masticando bronca. Abrí la pesada puerta y entré en el salón que daba a la calle; seis o siete personas que desayunaban en silencio me miraron como a un espectro. Sí, tenía que atar ese cabo suelto. Me molestaba saber que él tenía razón; me jodía, también, que me lo hubiera dicho; pero lo que me desquiciaba, era que él estuviera al tanto de todo ese asunto, y ese halo de sospecha que me rodeaba inmerecidamente.
Nos acomodamos en silencio en la mesa, e inmediatamente
_ A ver, contame…
_ Por dónde empezar –balbuceé con una sonrisa nerviosa.
_ Comienza por el principio, y sigue hasta que llegues al final; entonces, detente –dijo en tono teatral.
Reí,
_ Carroll –le dije.
_ Sí, Carroll –asintió
Esa introducción había borrado mi nerviosismo, y me sentí listo para explicarle mi pedido; me detuve unos segundos, sólo para esperar a que el calvo dejara los vasos y la botella sobre la mesa y entonces, hablé.
_ En fin –dije, queriendo ya ir al grano- necesito tu ayuda para dos cosas, Cabra…
_ Necesito encontrar al otro Martín.
Hice una pausa, y continué:
_ Y después… desaparecer. Quiero desaparecer – concluí.
No quise mirar su cara en ese instante, preferí servir mi vaso de la botella, y encender un cigarrillo. Pasados unos segundos, mis ojos volvieron a la cara de
Esperé todo lo que pude, hasta que finalmente le pregunté:
_ ¿Y? ¿podes ayudarme? –
_ No sé, Martín, no lo sé todavía – hizo un movimiento con su cabeza, y trató de explicarse - esto es como el psicólogo ¿viste? Puedo ayudarte si me contás todo; y creo que vos no me estás contando todo, Martín…
La mirada de
Un hilo helado recorría mi espalda; por supuesto que había hablado en cuentagotas, lo mínimo indispensable para darle coherencia a mi historia –y a mi pedido-. Hice un esfuerzo por escaparme:
_ No te entiendo –le contesté con mirada perpleja- pero decime, a ver ¿qué necesitarías saber?
Advertí en su cara un gesto de desagrado casi imperceptible; su lengua se asomó y recorrió rápidamente el labio inferior, como una víbora furiosa. Decidido a mostrarme a que se refería, con algo de sarcasmo, y mirándome a los ojos, preguntó:
_ El temita este de
Me quedé helado, me sentía desnudo, al descubierto, completamente vulnerable. Entendí que había cometido un grave error, que ignorando los consejos del Zurdo, lo había subestimado.
_¿Cuándo se me ocurrió a mi, que podía pasarlo a
Guardé silencio, e intenté no quebrarme. Tenía dos opciones: confiar en él, y contarle todo; o mandarlo a la puta madre que lo remil parió.
5 de mayo de 2009
Al correr la cortina y entrar en el bar, el ruido de mis pasos fue absorbido por la gruesa alfombra de color violeta que cubría todo el piso del salón. Me acomodé cerca de uno de los extremos de la barra, con la intención de comprobar desde allí si la Cabra se encontraba entre las numerosas personas que poblaban las mesas y la barra.
Noté que, exagerando su hermetismo, el bar carecía de ventanas; y que el techo estaba oculto detrás de una goma espuma densa y oscura, que ahogaba los sonidos que lograban escaparse de la gravedad de la alfombra.
- El mundo termina en la puerta de este bar –pensé.
El bartender era un hombre calvo, de mediana edad, extremadamente delgado y de piel muy clara -tan blanca que no podía ocultar las finísimas venas violetas que recorrían sus brazos, o que asomaban al costado de su nuca, detrás de sus orejas-; sus movimientos eran simples y armónicos, prolijos, pero enérgicos. Se acercó a mi lugar para buscar hielo y comenzó a enfriar una copa de martini, y sin detenerse, imprevistamente me miró y dijo:
- ¿Qué le sirvo?
- Walker negro -respondí- sin hielo.
Con un gesto inconfundible dibujó en el aire un
- Entendido - luego se alejó hacia el otro extremo de la barra, a servirle a la pelirroja pianista, el martini que esperaba por la copa fría en una coctelera plateada.
Desafiando la prohibición de la ciudad, casi todo el mundo fumaba despreocupadamente, y distintos aromas y densidades se mezclaban en el aire; en seguida me sentí ingenuo con la observación, estaba claro que en este lugar regían otras leyes.
- Mejor tener esto bien presente -me dije.
Los tragos se sucedieron mientras esperaba que la Cabra apareciera, y el alcohol o la ansiedad me hicieron dudar, ¿qué me había hecho dar por sentado que encontraría a la Cabra, y que él estaría dispuesto a ayudarme? ¿La desesperación?
- ¿Soy un hombre desesperado? -me pregunté. En ese momento sentí que sí, que lo era; busqué una confirmación en el fondo del vaso del whiskey, pero estaba vacío.
Le mostré mi vaso al calvo, y él se acercó de inmediato con la botella dorada y me sirvió una medida generosa. Aproveché ese gesto amable y le confesé
- Estoy buscando a la Cabra -dije, pero él no levanto la mirada, sólo formó una medialuna con sus labios, como si le hubiese dicho algo que no le importaba, o algo que no quería saber, acomodó la botella en un estante, y volvió al centro de la barra.
Necesité dos whiskeys y casi dos horas adicionales antes de que el calvo se acercara nuevamente y susurrara:
- En un rato llega. Suerte.
jueves 30 de abril de 2009
Al llegar a la vereda opté por ir caminando y de paso aprovechar esas cuadras para pensar un poco más sobre lo que iba a hacer; pero finalmente la impaciencia me desbordó y al llegar a Charcas terminé tomando un taxi. Al subir, le indiqué al chofer el destino del viaje, y luego, casi automáticamente, bajé la ventanilla y encendí un cigarrillo; a través del espejo retrovisor advertí un gesto de fastidio, que decidí ignorar llevando mi mirada hacia la calle.
Mucho tiempo atrás, en una madrugada complicada, acompañé al Zurdo a un bar ubicado sobre la calle Ayacucho. Entramos con paso rápido, y yo seguí al Zurdo hasta el fondo del salón; allí, sobre la pared lateral de color gris oscuro había una puerta perfectamente disimulada, que el Zurdo empujó luego de acercar una tarjeta negra a un sensor ubicado sobre la pared posterior, al lado de una llave de luz.
Atravesamos la pared y el ruido quedó atrapado a nuestras espaldas; dimos dos o tres pasos en la oscuridad, y detrás de una pesada cortina, apareció otro bar.
Era una ambiente mucho más acogedor que el anterior, con paredes revestidas en madera, luz tenue, y una soberbia barra que corría de pared a pared, a lo largo de todo el salón. En un rincón, una pelirroja tocaba en el piano un tango lento. El Zurdo caminó entre las mesas y se detuvo a la altura de la mitad de la barra. Luego dirigió su mirada hacia una mesa en la que dos hombres conversaban en voz baja; el que se encontraba de espaldas a nosotros tenía el cuerpo de niño; el otro, que parecía un gigante, le hizo un gesto al hombrecillo cuando advirtió nuestra presencia, se puso de pie y comenzó a caminar hacia nosotros.
Era un hombre alto y gordo, con el pelo muy corto y canoso. A menos de un metro de nosotros detuvo su marcha y una súbita sonrisa llenó su cara; abrió los brazos y dijo:
- Zurdo, querido…
El Zurdo se acercó y se confundieron en un abrazo profundo. Cuando finalmente se separaron, sus ojos me miraron, y entonces el Zurdo aclaró:
- Es mi amigo.- la Cabra asintió, y luego los tres avanzamos hacia la mesa donde el hombrecillo aguardaba con mala cara.
Nos acomodamos en la mesa, y a los pocos minutos el hombrecillo se puso de pie y desde su escasa altura, lo miró a la Cabra:
- La seguimos mañana –le dijo. Luego nos miró a nosotros, inclinó levemente su cabeza en señal de saludo, y abandonó la mesa.
Al tiempo en el que el hombrecillo se perdía detrás de la cortina oscura, el Zurdo meneó su cabeza y dijo
- No le gustó la interrupción… –la Cabra esbozó una sonrisa y susurró:
- No era nada importante ¿Sabes quién es no? –el Zurdo afirmó con la cabeza y dijo:
- Falero
- Falero –repitió la Cabra, con satisfacción.
Entonces sobrevino un silencio, pasaron unos segundos y finalmente el Zurdo fue al grano y le explicó a la Cabra el motivo de nuestra visita.
Cerca de las cinco abandonamos el lugar. Al salir a la calle caminamos en silencio por Ayacucho hasta Santa Fe. El Zurdo parecía estar tranquilo, pero yo estaba inquieto y muy preocupado ¿qué pasaría si finalmente la Cabra no lograba ayudarnos? Me detuve en la esquina de Arenales, encendí un cigarrillo, aspiré un poco de humo, y dije:
- Entiendo que vos confias en él, Zurdo, ¿pero realmente crees que lo va a conseguir?
El Zurdo pasó el brazo por detrás de mi espalda, y luego su mano sujetó mi hombro con firmeza mientras me decía:
- Tranquilo Martín, tranquilo! él puede arreglar esto de taquito.
- ¿Sabes? Hay un dicho en Buenos Aires, entre los que lo conocen, claro –hizo una pausa, y continuó
- El Diablo le pide permiso a la Cabra, Martín –dimos algunos pasos más en silencio, y se despidió de mi diciendo
- Ahora andá a dormir, y olvidate de este asunto.
Algunos meses después, el Zurdo me pidió que lo ayudara a saldar la deuda con la Cabra, y si bien entendí que era lo que correspondía, me pareció que le estábamos devolviendo el favor con creces.
Todo terminó al poco tiempo con un brindis y un apretón de manos en el bar de la Cabra: finalmente quedábamos a mano. Cuando nos despedimos, la Cabra me dio una tarjeta de plástico negra, y recitó:
-Un favor por otro favor, Martín, esa es la regla.
Yo asentí, y guardé su tarjeta en mi abrigo. Cuando salimos del bar, sin mirarme, el Zurdo me advirtió:
-Te voy a dar un consejo Martín: esa tarjeta vale mucho, cuidala; puede serte de mucha utilidad en algún momento –y remató- Ahora bien, si llegas a pedirle algo a la Cabra, asegurate bien de devolverle después el favor…
Mientras le pagaba al chofer del taxi, tomé de mi billetera la tarjeta negra y la guardé en el bolsillo de mi pantalón.
Entré al bar, y caminé hasta el final del salón; acerqué la tarjeta a la pared, empujé la puerta, y al adentrarme en la oscuridad y en el silencio, supe que estaba tomando un camino sin retorno.