Me desperté con un grito ahogado y con la última imagen de la pesadilla todavía presente, clara y terrible: yo estaba atado a una silla en el interior de una pequeña habitación, y girando a mi alrededor, con ojos llenos de maldad, la Cabra cortaba el aire con el brillante filo de una inmensa navaja de afeitar.
Me incorporé sobre la cama y miré por la ventana, intentando apartar esa imagen: todavía no había anochecido; la poca claridad que resistía en la parte baja del cielo me dio algo de tranquilidad. Me puse de pie y fui hasta el baño. Giré la llave del lavatorio y sumergí mi cabeza bajo el chorro de agua, hasta que sentí que se me helaban las orejas, entonces estiré el brazo en dirección a la puerta, y busqué a tientas una toalla. Sequé mi cabello y mi cara inclinado sobre la bacha, luego dejé caer la toalla al piso y me incorporé con los ojos cerrados, escapándole al espejo; temía ver cómo a través de esa ventana, la pesadilla continuaba.
Cerré la puerta del baño al salir, y fui a la cocina en busca de agua, me había asaltado una sed tremenda. Me senté en el banquito con la botella en la mano, y me quedé allí unos minutos luego de haber bebido varios tragos de agua.
Advertí que mi pesadilla era muy similar a un pasaje de "Perros de la calle", en el que Michael Madsen tortura a un pobre tipo. Recordé que la primera vez que vi esa película en un momento no pude soportar más esa escena y cerré los ojos con fuerza para escaparle al horror; los abrí recién cuando Silvio me sacudió el brazo diciendo:
_ Ya está, ya pasó, boludo.
Sin embargo, en los últimos años había vuelto a ver esa película varias veces, sin taparme los ojos en ningún momento; esa escena tan tremenda se había convertido, con el tiempo, en una escena más. Todavía en la cocina, con las manos apoyadas sobre las rodillas, a punto de ponerme de pie, me pregunté en qué momento de mi vida ese pasaje de la película había dejado de impresionarme, ¿qué había cambiado en mi?
Entonces mi gato apareció y comenzó a refregarse contra mis piernas. Lo tomé en mis brazos y lo acaricié durante un largo rato; luego lo dejé en el piso, cambié el agua de su bowl, y fui a mi cuarto a vestirme; necesitaba salir urgentemente de allí.
Durante los días que siguieron no tuve paz. Me invadieron todo tipo de dudas, y no lograba dejar de preguntarme si mi encuentro con la Cabra no había sido, tal vez, un grave error.
Aterrado por esa posibilidad, aumento mi desasosiego: regresaron las noches de insomnio, y con ellas el cansancio permanente, el malhumor, el transitar una realidad inasible, como la de los sueños.
_ ¿Cómo sabía la Cabra lo de La Plata? -me preguntaba.
Estaba claro que algo le habían contado, ¿pensaría él que yo había sido el soplón? ¿por eso no estaba dispuesto a ayudarme a desaparecer?
Fue sentado en un banco de la plaza Vicente Lopez, viendo como unos niños jugaban a las escondidas, dónde recordé las palabras que me había dicho la Cabra cuando nos despedimos
_Aclará el tema -me dijo.
Ese pedido, o mejor dicho, esa condición que había impuesto la Cabra para ayudarme, revelaba un hecho vital.
_ ¿A quién se suponía que debía aclararle el tema?
Debí haberme preguntado eso antes, pensé; la respuesta llegó sola, casi sin pensarla
_ Con Dmitry -me dije.
_ Aclará el tema... con Dmitry- eso fue en realidad lo que me había exigido la Cabra esa noche antes de despedirnos.
Entonces, la Cabra conocía a Dmitry. Y más aún, deduje, también sabía que para Dmitri, era yo quién los había vendido con la policía.
La amistad, o quizás el temor, le impedían a la Cabra arriesgarse a tener un problema con Dmitry, sólo para ayudarme a mi. Ayudarme a mi a desaparecer, era ponerse en contra a Dmitry.
Con el correr de las horas esa idea se me hizo evidentemente cierta; y entonces se agregó una amenaza mayor: si la Cabra le contaba a Dmitry de nuestro encuentro, de mi deseo de desaparecer, Dmitry -sin dudas- confirmaría sus sospechas, se convencería de que yo era el soplón, y que por eso estaba planeando escaparme...
Caminé sin rumbo como un zombie, hasta que sentí que mis piernas no podían sostenerme más en pie. Al llegar a mi departamento, fui directo hasta mi cama y me dejé caer pesadamente sobre el colchón; estaba exhausto, tenía tal cansancio que ya todo había dejado de preocuparme; lo único que deseaba en ese momento, era poder dormir.

En ese momento, frente a frente con la Cabra, entendí que en verdad estábamos jugando una mano de póker: el había elevado la apuesta, y yo me había asustado como un chico.

_ Necesito ganar tiempo –pensé: lo mejor que podía hacer era guardar silencio. Lo miré callado, como si no hubiese escuchado lo que me había dicho; me serví un poco más de whiskey, le di otra pitada a mi cigarrillo y giré un poco sobre mi asiento, para quedar sentado en dirección oblicua a la barra.

Terminé de fumar el cigarrillo y me reacomedé para quedar nuevamente enfrentado con la Cabra; y mientras aplastaba el cigarrillo en un cenicero dorado, de forma triangular, le contesté:

_ No sé de qué me estás hablando.

La Cabra asintió en silencio, disgustado con la respuesta que había encontrado. Mientras pensaba cuidadosamente sus palabras, de la nada apareció la pelirroja y sin más, se sentó al lado de la Cabra.

Tenía la cara recién lavada, y se notaba que había llorado. Llevaba el pelo suelto cayendo sobre sus hombros, marcando aun más el escote; tenía ahora tres botones libres en su camisa blanca almidonada.

_ ¿Interrumpo algo? –preguntó irónicamente, mientras encendía el cigarrillo que la Cabra había dejado en el cenicero.

_ Sí –contestó secamente la Cabra, sin mirarla.

_ Ya me voy, quería que supieras que tu amigo me maltrato delante de todos, y encima me llamó maleducada. Preguntale a Julián si no me crees –dijo señalando al calvo con un movimiento de cabeza.

_ Tiene razón.

_ ¿Qué decís? –exclamó la pelirroja, escandalizada.

_ Que tiene razón. Sos una maleducada.

La Cabra se puso de perfil, de modo de poder mirarla a la cara, y concluyó la conversación diciendo entre dientes:

_ Y se me está terminando la paciencia con vos, Eva, así que tomatelas de acá.

Mientras la pelirroja se marchaba trágicamente, yo aproveché para recargar los vasos con más whiskey.

_ A esta le subieron el copete esos cuatro o cinco giles que se sientan ahí, cerca del piano, y que se babean mirándola cantar –dijo la Cabra con algo de bronca.

La Cabra tomó de un trago el vaso recién servido, lo apoyó sobre la mesa, e inclinándose hacia mi, finalmente dijo:

_ Mirá, Martín, el tema es así. Yo puedo ayudarte a encontrar a ese doble tuyo; no tengo problemas. Por lo que me contaste, el tipo te está haciendo la vida puta, así que te entiendo.

La pausa que sobrevino indicaba el turno de la mala noticia.

_ ¿Pero? – anticipé.

_ No puedo ayudarte a desaparecer, Martín; no mientras tengas asuntos pendientes por acá, ¿me seguís?

Procuré no pestañear y mostrarme inmutable, con cara de piedra.

_ Ok –repliqué, como si su rechazo parcial no me importara; sólo para confirmar le pregunté- ¿vas a encontrar al otro Martín entonces?

_ Dalo por hecho –asintió la Cabra.

La pelirroja volvió a interrumpirnos, sólo que esta vez lo hizo sentada al piano y con la melodía de “Cuesta Abajo”; me puse de pie de inmediato, ni loco me quedaba a fumarme ese tango.

Extendí mi brazo y estreché la mano de la Cabra en señal de despedida,

_ Haceme un favor: aclara ese tema, Martín. Cerralo de una vez – dijo en voz baja la Cabra.

Yo solté su mano, di media vuelta, y busqué apurado el camino de salida, intentando escapar a tiempo del comienzo de la segunda estrofa:

Era, para mí, la vida entera, como un sol de primavera, mi esperanza y mi pasión

Cruce las cortinas masticando bronca. Abrí la pesada puerta y entré en el salón que daba a la calle; seis o siete personas que desayunaban en silencio me miraron como a un espectro. Sí, tenía que atar ese cabo suelto. Me molestaba saber que él tenía razón; me jodía, también, que me lo hubiera dicho; pero lo que me desquiciaba, era que él estuviera al tanto de todo ese asunto, y ese halo de sospecha que me rodeaba inmerecidamente.

Nos acomodamos en silencio en la mesa, e inmediatamente la Cabra giró sobre el asiento de su silla y llamó la atención del calvo, que leyó sin demora el gesto de la Cabra y comenzó a preparar los tragos. Luego la Cabra sacó una cajetilla amarilla del interior del bolsillo de su camisa, la abrió, tomó un cigarrillo armado, lo colocó entre sus labios, lo encendió, y lo aspiró largamente mientras me miraba a los ojos, estudiándome, tratando, quizás, de adivinar mi pedido; después echó su cuerpo hacia atrás, apoyó el brazo izquierdo sobre el respaldo de la silla vecina, miró hacia el techo y expulsó una gran cantidad de humo blanco y denso; luego volvió a mirarme a los ojos, y me dijo:

_ A ver, contame…

_ Por dónde empezar –balbuceé con una sonrisa nerviosa.

_ Comienza por el principio, y sigue hasta que llegues al final; entonces, detente –dijo en tono teatral.

Reí,

_ Carroll –le dije.

_ Sí, Carroll –asintió la Cabra, complacido.

Esa introducción había borrado mi nerviosismo, y me sentí listo para explicarle mi pedido; me detuve unos segundos, sólo para esperar a que el calvo dejara los vasos y la botella sobre la mesa y entonces, hablé.

La Cabra cambió su postura a los pocos minutos de haber comenzado mi relato: dejó el cigarrillo en el cenicero, se inclinó hacia delante, apartó la botella de whiskey y apoyó sus manos sobre la mesa con los dedos entrelazados; sus pulgares, libres, giraban alrededor de un eje invisible sin tocarse; en todo momento, sus ojos me miraban fijamente; era claro que había captado su atención.

_ En fin –dije, queriendo ya ir al grano- necesito tu ayuda para dos cosas, Cabra…

La Cabra levantó primero las cejas, y luego bajó levemente su mentón, como si quisiera aumentar aún más su atención a mis palabras.

_ Necesito encontrar al otro Martín.

Hice una pausa, y continué:

_ Y después… desaparecer. Quiero desaparecer – concluí.

No quise mirar su cara en ese instante, preferí servir mi vaso de la botella, y encender un cigarrillo. Pasados unos segundos, mis ojos volvieron a la cara de la Cabra, y se encontraron con una mirada impasible, y peligrosa.

Esperé todo lo que pude, hasta que finalmente le pregunté:

_ ¿Y? ¿podes ayudarme? –la Cabra no hizo el más mínimo gesto, apenas entreabrió los labios, y frunció el ceño:

_ No sé, Martín, no lo sé todavía – hizo un movimiento con su cabeza, y trató de explicarse - esto es como el psicólogo ¿viste? Puedo ayudarte si me contás todo; y creo que vos no me estás contando todo, Martín…

La mirada de la Cabra había cambiado, ya no me producía miedo, sino culpa.

Un hilo helado recorría mi espalda; por supuesto que había hablado en cuentagotas, lo mínimo indispensable para darle coherencia a mi historia –y a mi pedido-. Hice un esfuerzo por escaparme:

_ No te entiendo –le contesté con mirada perpleja- pero decime, a ver ¿qué necesitarías saber?

Advertí en su cara un gesto de desagrado casi imperceptible; su lengua se asomó y recorrió rápidamente el labio inferior, como una víbora furiosa. Decidido a mostrarme a que se refería, con algo de sarcasmo, y mirándome a los ojos, preguntó:

_ El temita este de La Plata, por ejemplo, ¿no tiene nada que ver con este deseo tuyo de desaparecer, acaso?

Me quedé helado, me sentía desnudo, al descubierto, completamente vulnerable. Entendí que había cometido un grave error, que ignorando los consejos del Zurdo, lo había subestimado.

_¿Cuándo se me ocurrió a mi, que podía pasarlo a la Cabra? -pensé.

Guardé silencio, e intenté no quebrarme. Tenía dos opciones: confiar en él, y contarle todo; o mandarlo a la puta madre que lo remil parió.