Recostado sobre el césped con los brazos en cruz, los ojos cerrados y los párpados incendiados de naranja, pienso en ella. Mi respiración es suave en su ir y venir, y el calor que acaricia mi cara me llena de bienestar. En esta paz repentina, pienso en ella; y me doy cuenta de que la extraño.
Abro los ojos y me incorporo. A unos metros algunos chicos juegan mientras sus padres los observan con ligera atención. La tranquilidad del domingo parece invadirlo todo.
Sonrío, me alegra saber que puedo extrañarla sin dolor. Me pongo de pie y camino hasta el extremo de la plaza. Compro un helado, y sin apuro busco un banco donde sentarme.
Un hombre le enseña a un niño cómo remontar un barrilete. El niño ríe y corre mirando hacia el cielo.
Sentado bajo la sombra de un árbol, disfruto del helado. Pienso en ella con alegría; sé que si estuviera aquí a mi lado, le diría que la quiero.
Nuevamente estoy en el café de la calle Juncal, el que utilizo como espacio de preterapia. Faltan todavía algunos minutos para que Agustina se despida de Juliana, y se cruce fugazmente conmigo en el lobby del piso veintidós, para tomar el ascensor que la dejará en la planta baja, mientras yo ingreso al departamento con la urgencia de hablar sobre las nuevas andadas de mi otro yo.
Le pido otro cortado a la morocha, y también la cuenta. En la tele la Presidenta le habla otra vez al conurbano bonaerense. Reviso mi billetera, y separo algunos billetes para pagar la cuenta y la sesión. El reloj de la pared cuenta siete minutos para las siete. La morocha se acerca sonriente y deja sobre la mesa el cortado y la cuenta; le pago en ese momento, y sólo le guiño un ojo cuando me agradece la propina. Tomo el cortado en tres sorbos, el último de ellos mientras me pongo de pie; luego miro la mesa para asegurarme de que no me olvido nada. Doy media vuelta, y salgo a la calle.
No me cruzo con Agustina. Al entrar al departamento, Juliana me recibe con una sonrisa. Viste una pollera larga negra que le marca la cintura y que resalta sus piernas. Aborto de inmediato estos pensamientos y me acomodo rápidamente en el sillón. Ella toma asiento. Hay unos segundos de silencio y luego comienzo mi relato.
Realizo algunas pausas, contesto algunas dudas que surgen, y finalmente termino de decir lo que tenía para decir.
Silencio. Juliana me mira, y yo la miro; no dice nada. Espero.
Nada.
Entonces decido actuar
- Juliana, quisiera saber lo que pensás sobre lo que termino de contarte -digo- Sé que lo importante es lo que yo pienso, y lo que hago con lo que pienso; pero ahora, Juliana, en este momento, quiero saber lo que vos pensás, ¿puede ser? -y mi sonrisa es solo una mueca tensa.
Silencio, se mira la falda, cierra la agenda y la apoya sobre la mesa, recoge sus brazos, y finalmente me dice:
- Martín, tu enojo con esta situación es comprensible, sí. Pero, ¿no podríamos relacionarlo también como tu rechazo a tus propios alter egos, Martín, a tu fijación por la unicidad de tu personalidad?
No entiendo.
- ¿Qué otros alter egos, Juliana?
- Pensalo Martín, quizás valga la pena -dice, y la veo que va a tomar nuevamente su agenda. Entonces levanto un poco la voz, y digo:
- No te entiendo, Juliana. -ella detiene el movimiento de su brazo, endereza su postura, cambia el cruce de sus piernas, y luego dice
- Martín, yo veo en vos cierta tendencia a reafirmar exageradamente tu identidad, lo que me hace pensar... digo, permanentemente decís que sos Martín...
- Soy Martín, Juliana, ¿qué querés que diga?, no te entiendo...
- Pero Martín, no puede ser que recurras a esa afirmación permanentemente, a mi siempre me llamó la atención...
- ¿Qué cosa?
- Eso, Martín. Por ejemplo, hace más de dos años que nos conocemos, y nunca me dijiste tu apellido! Solo contestas eso, Martín...
Me quedo callado, y me cuesta creer lo que esta ocurriendo. Juliana me mira como con pena, mientras yo comienzo a sentir una víbora de ira trepando por mi esófago. Me acomodo en la silla, y le digo lentamente:
-Juliana, asi como hay gente que se apellida Juan, o Marcos, mi apellido es Martín. Anotalo en la agenda si querés, asi no te lo olvidas -me detengo, y luego digo- igual creo que es fácil de recordar: me llamo Martín Martín. Creo haberte comentado que mi padre eligió mi nombre, ¿no?
La expresión de Juliana se congela, presiente el cataclismo. No voy a tener compasión. Mi dedo la señala mientras digo
- Cuando te llamé por primera vez me presenté. "Hola soy Martín" te dije , "Martín, Martín... ¿qué?, " contestaste, y yo te aclaré "Martín Martín". Hiciste un silencio y me dijiste "Ok, Martín, entonces", y te reíste un poco, y te dije que sí, que así me llamaba todo el mundo. Pensé que me habías entendido. Veo que no fue así.
Juliana seguía mirándome petrificada. La víbora ya llegaba a mi garganta, mientras sentía como mis dientes mordian el labio inferior. Comencé a negar con la cabeza, estaba conteniéndome para no pegarle.
- Martín...-dijo, y se detuvo cuando me vio ponerme de pie. Se quedó sentada, mirándome con los ojos húmedos. No, no tendría piedad con ella.
- Juliana, ¿vos sos medio pelotuda, no? -le dije finalmente.
- Con más de dos años de terapia ¿nunca te diste cuenta de esto?¿jamás se te vino a la cabeza o lo relacionaste con las cosas que te conté?
Mientras me acercaba aun más a ella, sentía que mis ojos ardían y las lágrimas no caían por mis mejillas sino por mis sienes.
- ¿Me querés decir cómo carajos figuro yo en tu agenda?
Me incliné un poco para estar a su altura, y con mi cara casi pegada a la suya le grité
-¿Eh? ¿Qué soy?¿Martín a secas? ¿El Hombre Sin Apellido? ¿cómo carajos figuro yo en tu agenda, Juliana? ¿ Quién carajos soy? ¿Me querés decir quién carajos soy yo, Juliana?
Domingo a la mañana, el teléfono me despierta como con bronca. Atiendo solo para saber a quién voy a matar más tarde; insólitamente, es la voz de Moliné, que claramente alterado me pregunta:
-¿Estás bien, Martín?
Demoro en responder. Repaso las últimas horas de la noche anterior y siento que he perdido algo en el medio, porque la pregunta se me hace insólita.
- Sí -contesto secamente- ¿por qué?
- Mirá, pasó algo muy raro , esta madrugada me llamaron de la comisaría de Llavallol, para decirme que te habían detenido, y que vos me habías designado como tu abogado...así que me f...
- ¿Bajo qué cargos? -interrumpí, la historia ya comenzaba a sonarme conocida.
- ¿Qué?
- Digo, ¿cuando te llamaron no te dijeron bajo qué cargos estaba detenido?
- Sí, por falsificación de identidad, me dijeron - "Hijo de puta", pensé. Imaginaba como seguía el resto el relato, pero lo dejé continuar- En tu casa no contestaba nadie, y como vos no tenés celular, me vestí y me fui corriendo para Llavallol.
Hubo un alto en relato, y como confesándome una dura verdad Moliné me dijo:
- Deberías tener celular, Martín...
- No uso celular -dije.
- Bueno, pero es útil, fijate en este caso...
- No uso celular -hubo un silencio, y luego Moliné continuó con su relato- el tema fue que al llegar ahí me comunicaron que no tenían tu entrada registrada en el libro... Ah, no sabés el quilombo que armé, me puse loco. Al final apareció el comisario, y hablando comenzamos a sospechar que quizás todo era una broma de algún tarado... En fin... recién llego de ahí ¿Podes creer esto que te estoy contando?
- Sí -le dije- hay alguien por ahí que se está haciendo pasar por mí, Moliné -y entonces lo puse al tanto de los últimos acontecimientos con mi alter ego: la cita con Joaquín, el quilombo con la mujer del Dandy, y ahora esto. Luego de unos segundos lo escucho decir:
- Pero que turro! y para colmo hace esta jodita alegando falsificación de identidad!!
- Sí- admito- muy ingenioso. Ya lo voy a agarrar igual -pensé en lo sucedido, y que extrañamente en el tono de Moliné había sólo sorpresa, no podía detectar rastros de enojo por lo ocurrido- Te agradezco, che. Me jode que te hayas comido este garrón al pedo...
- No, ya está -me dijo- Igual como no conocía Llavallol, aproveché para caminar un poco por ahí. Es una zona baja, pero tiene algunas casas lindas, que sé yo. Incluso aproveché para tomarme un café en un barcito que parecía sacado de un relato de Arlt! - nos reímos juntos. Un personaje Moliné, su espíritu particular le había permitido ignorar las molestias de esta broma, y encima sentía haber sacado hasta cierto provecho a toda la situación.
Antes de cortar le dije
- Moliné, te pido una sola cosa...
- Decime...
- Si te vuelven a llamar de una comisaría por un tema mío, por favor no dejes de ir, aun temiendo que sea una otra broma.
- ¿Por? - contestó algo confundido.
- Porque puedo ser yo en serio, che.
Nos reimos un poco, y después cortamos la comunicación. Pero yo ya no pude seguir durmiendo.
No tolero saber que alguién ahí afuera se pasea cómodomante haciéndose pasar por mí.
Hay un único Martín, y ese soy yo.
Cortázar me estaba por contar algo sobre la prolongada ausencia de Mecha Corta, cuando lo interrumpieron los insultos y el ruido de sillas. Era Pereyra que andaba a los manotazos con dos o tres pibes que tomaban cerveza en una mesa vecina.
Cuando llegamos para separar, Pereyra ya había repartido más de un bife, y había cobrado un poco. Cortázar se lo llevó a Pereyra; yo me quedé para pegar cuatro gritos y un cachetazo, y les dije que se rajen. Con eso alcanzaba, eran muy pibes como para seguirla, si hasta dejaron plata para la cuenta antes de irse.
Sin entender todavía lo que había pasado, fui hasta el baño para ver cómo estaba Pereyra. En la puerta me atajó Cortázar,
- ¿Qué pasó? -le pregunté.
- Nada. Está mamado, estuvo tomando desde el mediodía -me dijo, y a modo de explicación agregó- ¿sabias que se separó de la mujer, no?
Negué con un movimiento de cabeza, y entré al baño. En uno de los compartimentos, sentado sobre un inodoro, Pereyra lloraba con las manos cubriéndole la cara . Apoyado contra el marco de la puerta, el Zurdo lo miraba en silencio. Trabé la puerta del baño y me paré junto al Zurdo. Así nos quedamos unos cuantos minutos viéndolo llorar a Pereyra.
No habló cuando dejó de llorar. Solo se incorporó, tomó aire, y se apoyó contra la pared. Sus ojos seguían nublados, y parecían no vernos. Luego colocó los codos sobre sus rodillas y el mentón sobre sus puños cerrados, y como pidiendo ayuda preguntó:
- ¿Cómo se recupera un amor?
A buen puerto fuiste por palos, pensé.
El Zurdo me miró y también calló. Pereyra levantó su vista hacia nosotros, y otra vez con los ojos desbordados de lágrimas, dijo:
-¿ Me quieren decir cómo carajos se recupera un amor, eh?
No preguntaba si era posible, preguntaba cómo. Nos miramos con el Zurdo: ese hombre necesitaba una respuesta desesperadamente.
- Con mucho esfuerzo -sentenció al final el Zurdo.
Pereyra lo miró, y asintió lentamente. Se puso de pie, y apoyó sus manos en nuestro hombros
- Con mucho esfuerzo -repitió como hipnotizado. Dio unos pasos fuera del compartimento, y sin decir nada más salió del baño.
Durante unos segundos sólo nos miramos con el Zurdo. Entonces me asaltó una duda
- ¿Pero vos dónde estabas, Zurdo? no te vi separando, ni entrando al baño... - el Zurdo me miró
con algo de fastidio y pudor, y luego dijo:
- No nene, yo estaba cagando acá al lado cuando entró Cortázar con Pereyra. Al principio no salí, pero la verdad es que es imposible tratar de cagar con alguien llorando al lado...
Nos reímos los dos. Callamos. Y después nos reímos de nuevo.
- Bueno, disculpame, vuelvo a lo mío -y diciéndome esto el Zurdo se metió en su compartimento y cerró la puerta.
Mientras me lavaba las manos pensé en Pereyra, y sentí pena. Mirando al espejo, dije
- ¿Alcanza?
-¿ Qué decís? -preguntó el Zurdo malhumorado
- Que si alcanza...
- ¿Qué cosa?
- Digo, si alcanza con el esfuerzo...
Me di vuelta para mirar la puerta del compartimento, como si al abrirse fuera a encontrar la respuesta. Pero no, hubo solo silencio. Caminé hasta la salida del baño, y entonces lo escuché al Zurdo a mis espaldas, contestándome:
- No, no siempre alcanza, Martín.
Y luego agregó
- Pero no te arrepentís de haberlo intentado.
Al llegar a la barra, Cortázar me esperaba ansioso con un whiskey, y con las novedades que le habían llegado sobre Mecha Corta.
Tenía veinte años la primera vez que me enamoré. Así lo sé ahora, que entiendo que no deben incluirse en este tipo de cuentas las noviecitas del colegio, los romances de verano, ni los primeros metejones ocasionados por la inexperiencia sexual. Hablo del amor como droga dura, a lo Peri Rossi; de ese amor que generalmente termina haciéndonos mal.
Ella tenía veintiséis. Y era una mujer hermosa.
Fueron meses muy intensos los que pasamos juntos. El día en que todo terminó, regresábamos caminando de una fiesta, y simplemente me dí cuenta de que no me quería. No sé porqué, simplemente lo supe.
Es terrible entender que el amor no es recíproco. Es una tristeza tan grande que ahoga, y que no se diluye con lágrimas ni con alcohol. Y es así, creo, porque no hay ya nada más que hacer.
- Vos no me queres -le dije mirándola a los ojos. Sus labios se separaron para dejar salir alguna palabra, pero no dijo nada. Me acerqué y la abracé. Ella me acarició la cabeza. Paré un taxi que pasaba, abrí la puerta para que ella subiera, y luego me quedé parado viendo como el taxi bajaba por Callao rumbo al Bajo.
Me senté en el cordón de la vereda y comencé a llorar. Luego vomité, y después seguí llorando, cada vez más lentamente, hasta que me quedé dormido.
Nunca más volví a verla.
Supe que la había olvidado cuando volví a enamorame. El Zurdo suele decir que esas historias hieren pero no matan, que son como esas balas que entran y salen del cuerpo, que dejan una herida limpia que eventualmente se cura con el tiempo.
-Peores son las que quedan adentro, Martín -dice el Zurdo- creeme.
Llegamos un poco tarde, y luego de felicitar a la cumpleañera, nos ubicamos cerca de una barra improvisada que estaba ubicada sobre una de las paredes laterales del living, a pasos del ventanal que precedía al balcón. Había mucha gente en el departamento, quizás demasiada, pero aún así parecía una gran fiesta.
Un sujeto calvo vestido de negro se encargaba de la música con notable pericia y buen gusto. Luego de beber y fumar algunos cigarrillos, decidí recorrer el departamento. Tomé el pasillo, me asomé a la cocina y salí espantado por la luz blanca que reinaba, y por la apariencia aburrida de tres mujeres que conversaban entre ellas, sentadas a la mesa mientras tomaban café. Estuve tentado de cerrar la puerta al retirarme para que el clima no contagiase al resto, pero me contuve. Seguí caminando por el pasillo, pase por un escritorio, un cuarto pequeño, otro grande con la cama tapada de abrigos, y al final, la puerta cerrada del baño.
Apoyada contra el marco de la puerta, primera en una cola inexistente, una morocha altísima miraba hacia el piso mientras acomodaba su cabello . Me acerqué despacio, y me detuve a unos pasos de distancia de la puerta. Tardó unos segundos en percatarse de que estaba ahí, apenas hubo un contacto visual mínimo, y luego continuó ajustando su peinado. Llevaba un pantalón negro muy ajustado, botas, y una remera de lycra negra de mangas largas, con un gran escote en V . No estaba maquillada, no llevaba aros, ni anillos, ni cinturón. Era un como ángel vestido de negro.
- Hola-dije- Soy Martín -giró y me miró de frente. Sentí que me contestaba apenas por compromiso:
- Hola Martín
1,2,3,4,...
- Tenés fuego?
- No, no fumo -dijo, mientras sus manos reforzaban el no con un gesto suave y firme.
- Ah... yo tampoco-dije, y callé. Sonrió apenas. En esos segundos de silencio ella sostuvo su mirada, y finalmente dijo
- ¿Qué querés, Martín?
No pude responder inmediatamente. Iba a decir algo, pero me arrepentí, quise cambiar la respuesta en el aire, y no pude evitar un segundo de silencio delator, que ella supo -y quiso- aprovechar. Finalmente me quede callado. Ella sonrió, y ante mi sorpresa, cerró la distancia que nos separaba, me dió un beso cerca de los labios, y dijo:
- Chau, Martín.
En ese momento se abrió la puerta, y un gordo salió del baño acomodándose el cinturón. Cuando levanté la vista, ella ya no estaba ahí.
Volví al living. Joaquín bailaba algo ebrio con la rubia platino. Me acerqué a él y le dije que me iba. Hizo una pregunta que no contesté, no podìa perder un segundo. Antes de que el angel negro saliera el baño, yo debía estar afuera del departamento.
Cuando llegué a la calle respiré profundamente, sentía que me faltaba el aire. Estaba mareado, Supe que esa pregunta no dejaría de rebotar en mi cabeza, hasta que le encontrara una respuesta sincera.
Hoy se cumplen dos años. Abro los ojos, acostado en mi cama, y lo primero que se viene a mi mente mientras miro el cielorraso, es que hoy se cumplen dos años. Fue, también, lo último en lo que pensé antes de quedarme dormido. En el medio no hubo nada: no soñé, no me desvelé, no caminé dormido, ni di vueltas en la cama. Nada, solo me desconecté, y apuré de un trago las horas que faltaban para que se cumpliesen dos años.
El gato salta sobre la cama, me mira y maulla. Tiene hambre. El no sabe que hoy se cumplen dos años, tan sólo tiene hambre y quiere comer. Alguna vez escuché que los gatos no tienen memoria. No creo que sea cierto. Me incorporo, tomo al gato y lo dejo sobre el piso, luego corro las mantas y me pongo de pie.
Voy hasta la cocina, mientras él sigue a mis piernas. Lleno su plato con alimento, renuevo el agua de su bowl, y salgo de la cocina rumbo al balcón.
El aire frío me corta la respiración. Un ligero temblor me sacude y se va. Son las seis de la mañana, y el sol apenas se asoma por sobre los edificios de la avenida. Parado en el balcón, de espaldas al vacio, miro a través del ventanal hacia el interior del departamento.
Dos años, pienso.
Del otro lado del vidrio el gato maulla. Quiere que entre.
Sí, mejor entrar, no hay mucho más por hacer acá afuera.
Quand il me prend dans ses bras,

Il me parle tout bas

Je vois la vie en rose

¿Es posible escuchar a ese gorrión desgarrado sin emocionarse hasta las lágrimas?
Tengo que ir a terapia. No mañana, no hoy, ni un rato; ahora. Y no tengo ganas. Como acostumbro, hago tiempo en el café que queda sobre Juncal, a la vuelta del consultorio donde atiende Juliana. Es un lindo lugar, un café diurno, si se entiende; tiene amplios ventanales, mucha iluminación, camareras ágiles, un café aceptable, y, lo más importante, excelentes tostados de jamón y queso de pan negro.
No voy a ir a terapia. De hacerlo, debería hablar de mi otro yo, ese hijo de puta que anda por ahí diciendo que es Martín. O de mis eventuales deseos de cagar a trompadas a Juliana, punto que quedó pendiente pero sospecho que no por mucho tiempo; tarde o temprano Juliana se las va a arreglar para que el tema salga a la luz. Al final, siempre se habla de lo quiere el psicólogo, cuanto mejores son, más sutiles son sus mecanismos. Con Juliana me pasa eso, le estoy contando la angustia que me genera esperar al ascensor, y terminamos hablando de una supuesta tendencia mía a escaparme de las situaciones que me incomodan.
Pido la cuenta. Mientras espero, bebo del pequeño vaso con agua que vino junto con el café. Dejo unos billetes sobre la mesa, me coloco mi abrigo, y buscó la vereda con paso rápido. Son las siete menos cinco.
Al llegar a la esquina me detengo en el quiosco y compro un Shot. Miro hacia Las Heras, a esa altura Coronel Díaz cae en picada hacia Libertador. Muerdo un bloquecito del chocolate, lo mastico con fuerza, y trago esa baba triturada de chocolate. Es rico el Shot, aunque perdió mucho con el cambio de envoltorio. Camino media cuadra, me detengo, y miro el reloj: resta un minuto para las siete.
A veces siento que ese café funciona en mí como una preterapia. Voy a dar pelea. Me acerco al portero eléctrico y oprimo el botón que corresponde al veintidos (el loco). Escucho un buzzz, y un hola
- Soy Martín -digo.
Empujo la puerta, subo al ascensor. En ese camino eterno hacia los cielos aprovecho y tomo aire. Siento que estoy a punto de subir a un ring.
Que sea pato o gallareta.
Bajé las escaleras sin rozar los escalones. Abrí la puerta con un empujón, entre al baño, y le pegué una tremenda patada entre las piernas al tipo que estaba parado entre Gatica y el Dandy. Cuando pudo ponerse de pie nuevamente, el tipo habló: - Ya les dije que fue una joda de alguien, che. Se les está yendo la m... -el zurdazo de Gatica en el estómago interrumpió la frase. Mientras el tipo se retorcía en el suelo, el Dandy dijo: - Algo no me sonaba bien en todo esto, así que cuando llegué a casa le pedí al encargado la cámara que filma la puerta del edificio. Sabía que al ramo lo habían entregado alrededor de las once. Revisando las imágenes vi que frenaba un taxi y se bajaba el conductor con un ramo de flores. Córtazar consiguió los datos con el número de taxi. -el Dandy hizo una pausa, sacó un papel del bolsillo, y leyó: - Se llama Eduardo Piletti, le alquila el auto a un tal... Sanguinetti, de Lanús... te suena algo de todo esto? - No -contesté. Me agaché, lo agarré al tipo del saco , lo levanté y lo empujé contra la pared. Lo miré por unos cuántos segundos. - Hablá - le dije. Y el tipo habló. En uno de los viajes, un pasajero le dio unos pesos a cambio de que le deje unas flores a su novia al día siguiente, porque él se tenía que ir de viaje; anotó la dirección del departamento del Dandy en un papel, le agradeció el favor, y se bajó en Corrientes y 9 de Julio. Ahí terminaba todo. Cierto o no, ahí terminaba todo. Al menos estaba claro que no era un alter ego mio el causante de todo esto. Dí media vuelta y salí del baño. Al subir las escaleras me encontré con Cortázar, le pedí que le lleve agua y un poco de hielo al tipo. Asintió. - ¿Cómo lo convencieron para que venga acá? - Lo trajo el Dandy a patadas en el culo -respondió Cortázar. Esa imagen me arrancó una sonrisa. Le di una palmada en el hombro y me fui. El aire de la calle me reconfortó. Caminé hacia Callao pensando en lo que había pasado, dando vueltas al tema, buscando alguna explicación. Nada, no tenía nada en claro; nada, excepto un presentimiento: esta jodita que me estaban haciendo, no había terminado todavía.
Cuando entré al bar Cortázar estaba parado cerca de uno de los extremos de la barra. Sus manos sujetaban el borde de la bandeja plateada, que descansaba sobre sus piernas. Me atajó apenas me vio, y con una suave palmada me invitó a acercarme a la barra. Extrajo dos cigarrillos del bolsillo de su chaqueta blanca, los encendió con un mismo fósforo, y me pasó uno; entendí que debía tranquilizarme. - ¿Dónde está? - le pregunté. - Lo tienen en el baño - susurró. Miró hacia el fondo del bar, como esperando una señal, y dijo - Parece que no sabe mucho. El Zurdo está por llegar, ¿por qué no dejas que él maneje la situación, a ver que puede sacar en limpio? - Es que es un tema mío. Quiero saber qué está pasando - dije, Cortázar asintió. - Andá, están abajo -dijo- Usa la cabeza pichón.
Hace unos meses, muy temprano en la mañana me despertó el teléfono: era Joaquín que llamaba para recriminarme por haberlo dejado plantado en el Bizarro la noche anterior. Intenté recordar la cita, pero aún dormido tuve la certeza de que se había equivocado, yo no había arreglado ese encuentro con él. Las confusiones con Joaquín son algo rutinario, así que sólo atiné a decir:
- Joaquín, no tenía idea de que ibas a estar en el Bizarro. Igual no hubiese podido ir, ayer tuve que trabajar hasta tarde.
- Pero ¿me estas cargando? si vos armaste el plan -contestó algo escandalizado- hablaste con mi secretaria y le pediste que te encuentre ahí a las once...
- Joaquín, decime una cosa, ¿cuándo diablos yo llamo a tu secretaria para arreglar algo con vos, eh? dejame dormir, chau. - y corté.
Nos encontramos a los pocos días, y me dijo algo extrañado que Andrea le había confirmado el mensaje, y que no entendía de que otro Martín podía tratarse.
- Martín sos vos -dijo, enojado- ¿qué otro?
Yo apenas lo escuchaba, las piernas de una morocha monumental, que habían aparecido de repente en escena, atraían toda mi atención.
El martes de la semana siguiente, estábamos jugando al billar cuando lo vimos aparecer al Dandy hecho una tromba. Parecía un tren fuera de control, y venía derecho hacia mí.
- Te voy a matar, hijo de puta -me dijo, mostrándome los dientes. Intentó agarrarme del cuello, pero pude zafarme gracias a la intervención de Gatica y el Negro. Quedamos separados por la mesa de billar, entonces le grité:
- Pero ¿qué carajos te pasa? ¿estás loco?
- Si, hijo de puta, estoy loco, y te voy a matar. ¿Asi que te queres cojer a mi mujer, eh? ¿te calienta? vení, mandame a mi las flores, pedazo de hijo de puta - el Negro lo sujetaba por delante, y Gatica que lo abrazaba desde atrás, me miraba con suspicacia. Sobre la mesa, un ramo de flores amarillas aparecía como la prueba acusatoria.
Esas cuestiones convienen aclararlas de inmediato, no importa a que precio. De alguna manera conseguí recuperar la calma. Respiré, lo miré y le dije:
- Yo no tengo nada que ver con esto, Dandy. Hace lo que quieras. Sueltenló, che.
Apenas el Negro se hizo a un lado, el Dandy se avalanzó sobre la mesa, se paró sobre el paño, y desde ahí, ese enorme Kin Kong se tiró encima mío y comenzó a cagarme a trompadas.
Alguien me dijo después, que dejó de pegarme cuando se quedó sin fuerzas. Entonces el Dandy se puso de pie y, a los tumbos, buscó la salida.
Más tarde, cubierto de hielo, le dábamos vuelta al tema entre todos. Mi inocencia era evidente: yo no regalo flores. Por respeto al estado de mi cara, nadie tuvo ánimo para hacer un chiste, aunque imagino que más de uno pensó que la verdad que Marta está para el crimen. Al final, Gatica, quizás ya aburrido del tema, tiró:
- Y bueno, será otro Martín...
- El es Martín -afirmó rápido Joaquín, quizás sin saber porqué.
Pero el Zurdo, al tanto de la anécdota del desencuentro con Joaquín, sumó dos más dos y dijo:
- No, che. Esto huele a otra otra cosa - y mirándome a los ojos, con tono grave concluyó- o vos estás chiflado, o acá hay alguien que se está haciendo pasar por vos.
Comprensiblemente, me alteró más la segunda opción. Días después, Juliana se sorprendió más con este hecho que con la historia en sí, algo propio de los psicólogos.
Luego de haber permanecido en silencio unos minutos , y cuando creí que ya podía retomar mi discurso, ella me dijo "Dejamos acá, Martín, sí?", sonrió, anotó vaya a saber uno que cosa en su agenda, se puso de pie, y estiró el brazo para saludarme. Yo me quedé sentado mirándola con bronca, me mordí levemente el labio inferior, y sabiendo que no debía decir que lo que iba decir, con la boca apenas entreabierta y mientras me levantaba de la silla y tomaba mi abrigo, le dije "Sabes Juliana, a veces me dan ganas de cagarte a trompadas". Sólo sus ojos acusaron el impacto, porque de alguna manera consiguió congelar su sonrisa y mantener su postura. Avancé hacia el living del departamento, abrí la puerta, y salí con paso rápido. Decidí bajar por las escaleras para no tener que esperar al ascensor. A mis espaldas, presentía que la puerta del departamento continuaba abierta. "¿Qué significa ser un escritor?" Esa fue la chispa, ese fue el momento preciso en el que se desató esta tormenta . El Génesis de este presente. Sí, en el Principio, fue el Verbo: todo este quilombo lo comenzó el Negro Avellaneda cuando hizo esa pregunta. Yo llegué tarde a la discusión. Cuando me sumé a la mesa ya hacia un rato que Joaquín y el Negro le daban vueltas al interrogante, sin lograr un acuerdo. Gatica acotaba algo cada tanto, supongo que solo para hinchar un poco las bolas. Yo apoyé rápidamente a Joaquín, la posición del Negro me resultó insólita; quiero decir, escritor es el qué escribe, punto ¿Qué significaba esa pregunta? el Negro enumeró dos o tres ejemplos con los que creyó poder hacer pie, pero no le fue posible. Los argumentos de Joaquín, y mi respaldo decidido, le impidieron al Negro seguir desarrollando ese disparate. Pero minutos después, cuando el Zurdo y Moliné habían finalizado su charla privada cerca de la parrilla, y se habían acercado a la mesa con una tabla con achuras, una panera y una botella de vino recién abierta, fue allí cuando con sorpresa vimos que el Negro decidía retomar la discusión, doblar la apuesta, y llevar las cosas al extremo. Y entonces dijo: "Un data entry, es un escritor". Lo dijo, juro que el Negro Avellaneda, en Buenos Aires, una noche de invierno de 2008, de pie y ante otros testigos, dijo: "Un data entry, es un escritor". Yo no pude contener una carcajada. Creí que ese remate era suficiente para anular todo el caso (Su Señoría, por favor...), pero no. Hubo risas, un silencio, y luego el Zurdo interesado quizás por la insólita afirmación, quiso entender de que hablábamos , y Moliné también. Y así, el tema resurgió. A pesar del frío, caminé hasta mi casa. Solo me detuve en un quiosco a comprar cigarrillos, y luego retomé mi camino con paso rápido. Los psicólogos deberían evolucionar, y darse cuenta que que no siempre es bueno cerrar la sesión ahí, en el punto crítico. Entré a mi departamento, me cambié de ropa, y comencé a cocinar. Salí un rato al balcón, hasta que tuve algo de frío. Volví a la cocina, y comencé a lavar algunas cosas que estaban en la pileta. ¿Cómo que qué significa ser un escritor? ¿ qué clase de pregunta pelotuda es esa? Escritor es el que escribe, simple. ¿o no? Uno es lo que hace. Uno es lo que hace -repitió Juliana como un eco demorado. No había terminado la frase, cuando ya me había dado cuenta de lo que acababa de decir. Y también supe con amargura que me iba a costar caro. "Piedra libre para Martín", coreaban las vocecitas putas mientras bailaban en ronda con paso de Heidi. Por Dios, cómo odio hacer terapia.