Me llevó unos días entender que estaba triste.  Como era de esperar, el delay emocional que me acompañaba desde pequeño, no estuvo ausente en esa ocasión. A media mañana, bajé al lobby del hotel a desayunar y me acomodé en la mesa que había ocupado los días previos, que estaba ubicada sobre un ventanal que separaba el salón de un patio interno muy luminoso; y allí esperé a que se acercara Daniela, la camarera del café del hotel.

Luego de unos minutos, Daniela llegó a mi mesa llevando en su bandeja un café con leche humeante, un plato con tostadas, dos o tres platitos con mermeladas de frutas, y otro con manteca. Me saludó con una sonrisa y sirvió lentamente el desayuno. Cuando estaba apoyando el plato con las tostadas sobre el mantel, me dijo:

-¿Querés que te alcancé el diario, Julio? – demoré unos segundos en reaccionar, busqué sus ojos en lo alto, y negando con la cabeza, suavemente dije

- No, gracias, Daniela.

Ya con la bandeja vacía, Daniela cambió de posición, se apartó de mi lado y se paró detrás de la silla que estaba frente a mí. Apoyó la bandeja sobre el respaldo de la silla, y llena de preocupación me preguntó:

-¿Estás bien vos?

Cuando sonreí por instinto para escapar, y escuché que le contestaba

- Sí, Daniela, gracias –me di cuenta que no, que no estaba bien. Me sentía solo. Estaba solo. Eso era lo que había buscado, y lo que había conseguido.

- Estoy bien –le confirmé.

- Bueno –me contestó sin mucha seguridad- cualquier cosa que necesites, me avisas ¿si? –asentí, y luego Daniela se alejó para ubicarse detrás de la barra del salón.

Mientras tomaba el café con leche, y me preparaba una tostada con manteca y mermelada de duraznos, a través del ventanal pude ver a un hermoso gato colorado trepado al aljibe que dominaba el centro del patio. El gato miraba, agazapado, a una paloma gris que estaba parada al pie del ventanal.

Pensé en cómo estaría mi gato, y como se estarían llevando con Esperanza. Me pregunté si volvería a verlo, y esa duda repentina, me generó un escalofrío, un mal presentimiento.

Terminé mi desayuno y tomé las escaleras para ir a mi habitación. Cuando llegué al tercer piso, del picaporte de la cuarta puerta, colgaba una bolsa de plástico transparente con el diario, y una nota que decía:

“Por si te arrepentís – Daniela

Entré al cuarto, dejé el diario sobre la cama, y fui al hasta el baño  a lavarme la cara. Luego regresé a la habitación, miré los rincones, los costados del escritorio, entonces tomé el diario y lo arrojé en el cesto de papeles.

Salí de la habitación y bajé las escaleras rumbo a la calle. Ya era muy tarde para arrepentimientos.

La charla en Viena fue corta, no había mucho que explicar: yo no estaba dispuesto a  aceptar como algo normal, al conjunto de circunstancias que se había generado en las ultimas semanas, como si se tratara solo de algunos incidentes típicos a los que debería estar acostumbrado y poder sortear sin mayor complicación. No, esa no era mi vida; y si lo era, entonces iba a cambiar.
¿Qué hacía yo caminando por la calle con un bolso y mi gato a cuestas? ¿desde cuándo debía controlar que nadie me estuviera siguiendo? 
Fui cuidadoso con las palabras y con el tono de voz elegidos: como mi decisión afectaba sus planes, estaba allí para que no hubieran dudas de mis motivos, pero no para discutirlos. Creo que el Zurdo entendió de inmediato que no estaba pidiendo consejo, que simplemente les estaba comunicando mi decisión. Me escucharon callados. Una gravedad densa envolvió la mesa chica de Viena durante esos minutos. Cuando terminé de hablar hubo un silencio largo, de esos que acontecen cuando algo inevitable se ha revelado, y luego el Zurdo finalmente preguntó:
- ¿Y qué vas a hacer, Martín?  
La pregunta del Zurdo era la de todos. Fue un momento difícil. Las palabras operan sobre la realidad, y yo sabía que decirlo era, de alguna manera, comenzar a vivirlo. Apoyé entonces las manos sobre la mesa, recorrí las caras de mis amigos, y con voz firme les dije:
- Voy a desaparecer.
Algunos bajaron su mirada hacia la mesa, otros asintieron en silencio. Solo el Zurdo se me quedó mirando con una expresión en su cara que no pude descifrar. 
Me puse de pie y abandoné la mesa. Caminé ensimismado bordeando la barra del salón,  buscando la salida, aire fresco. Cuando llegué a la vereda respiré profundamente; sentí que iba a llorar. Di media vuelta para ver la puerta de Viena una vez más, y vi como el Zurdo la atravesaba  con autoridad. Se acercó hacia mí y  me extendió un abrazo. Luego se separó unos pasos, me miró, y como si fuera una orden, me dijo:
-Cuidate, Nene.
Y a partir de ese instante, desaparecí.   
  

Un vagabundo caminaba por la calle empujando un carro de supermercado que contenía sus pertenencias. Podía ver a través de tejido metálico un colchón enrollado de color gris, una manta que debió haber sido azul o celeste, algunas bolsas de plástico anudadas, una botella de agua mineral rellena con un líquido oscuro, y coronando esa pila heterogénea, un enorme radiograbador plateado. A pesar de los metros que nos separaban, el olor de su ropa y de su cuerpo me estremecía.

Yo también caminaba con mis pertenencias a cuestas: un bolso en una mano, y a mi gato en mi brazo izquierdo, envuelto en un toallón de color  rojo. Me pregunté si la persona que estaba a mis espaldas sabría que ese olor pestilente no provenía de mi, sino de mi predecesor; sospeché que no.

Al llegar a la esquina, crucé la calle y seguí mi camino por la otra vereda. En frente, el vagabundo había hecho un alto para revisar unas bolsas de residuos que se encontraban  apoyadas sobre la base de un árbol 

-¿Cómo se termina asi? -pensé- ¿no suena alguna alarma en el camino? Nuevamente sospeché que no, que el descenso a los infiernos tiene, apenas, una suave pendiente por la que uno se desliza inadvertidamente. Un día uno abre los ojos, y se está ahí, rodeado de sufrimiento.

Al llegar a Tucumán, decidí descansar en  un banco de la plaza. Dejé el bolso sobre el piso, y mientras sujetaba a mi gato, me las arreglé para encender un cigarrillo. Una señora mayor pasó por delante de mí, vío la cabeza del gato que se asomaba a través del doblez del toallón, el bolso a mis pies, me miró por unos segundos, y luego siguió su marcha;  creí haber reconocido  en sus ojos algo de pena.  Quién sabe que historia habrá imaginado.

Estaba anocheciendo; debía decidir que hacer. Lo primero era conseguir a alguien que cuidara de mi gato por unos días. Me puse de pie, tomé mi bolso, y caminé hasta encontrar un teléfono público. Luego de algunos llamados, paré un taxi, subí al auto, y le indiqué  al chofer la dirección del departamento de Esperanza.

Cuando llegé a la puerta de su edificio, Esperanza me recibió con la cara seria. Abrí la puerta del auto y le entregué a mi gato. Lo cargó con algo de miedo en sus brazos, y luego me preguntó:

- ¿Seguro que no te querés quedar acá, Martín?

Negué con la cabeza, le agradecí, cerré la puerta del auto  y le indiqué mi próximo destino al chofer del taxi. Cuando retomamos la marcha, me miró por el espejo retrovisor y me dijo:

- Te separaste, no? – esperé unos segundos, y finalmente le respondí

- Sí

- Es jodido –agregó- pero vas a estar bien, eh, vos  tranquilo pibe, eh.

- Si –le dije- Gracias.

El resto del camino lo recorrimos en silencio.  De pronto se me vino a la cabeza una de las frases preferidas del Negro Avellaneda:

- Nunca subestimes el poder de la negación.

Sí, hay alarmas que suenan, luces amarillas que uno puede reconocer si no cierra los ojos. La versión oriental de la frase del Negro afirma que saber, y no hacer nada al respecto, es como no saber. Negar, o no hacer, son las caras de una misma moneda.

Al llegar a la puerta de Viena el auto se detuvo, le entregué algunos billetes al chofer, que al bajar del auto me recordó su consejo:

- Tranquilo pibe, eh…

Asentí, y cerré la puerta del auto.

Al entrar a Viena, lo vi al Zurdo hablando con Cortázar y con Expedition Al, y entendí que me estaban esperando, y que probablemente ya estaban al tanto de lo que había pasado. 

Lo que ellos no sabían, lo que no podían siquiera imaginar, era que esa noche, yo estaba yendo a Viena para despedirme.

El Zurdo me despidió preocupado por la falta de noticias de Expedition Al luego de nuestro encuentro fallido. Tan serio estaba el Zurdo por este asunto, que ni siquiera se interesó en la posibilidad de que efectivamente el otro Martín estuviera siguiéndome. Yo conocía sólo una parte del plan, pero era evidente que este imprevisto ponía en riesgo todo el trabajo. Las últimas instrucciones del Zurdo antes de subirse al taxi, fueron que estuviera atento: - Abrí los ojos, Martín, y no te metas en más problemas –concluyó. Yo lo miré extrañado, pero no contesté. Creí entender que se estaba refiriendo al Buick, y que no quería que discutiéramos en ese momento, por lo que simplemente asentí y cerré la puerta del taxi. Caminé unas cuadras por Arenales pensando en las últimas palabras del Zurdo ¿por qué debía abrir los ojos? ¿era un reproche por no haberme dado cuenta de que me habían seguido a mi encuentro con Expedition Al? ¿o lo decía simplemente para que me cuidase del Buick? ¿Por qué me había dicho que no me metiera en “más problemas”? ¿en qué otros problemas estaba ya metido, entonces? Me sentí desconcertado, perdido en lo que estaba ocurriendo, como si estuviera ausente en mi propia vida. Llegué a la puerta de mi edificio muy cansado. Mientras esperaba con pesar al ascensor, me prometí conversar con Juan sobre la angustia que siempre me invade en esos minutos perdidos, en los que lo único que puede hacerse es ver como una lucecita naranja va iluminando consecutivamente los distintos números, recorriéndolos en forma ascendente o descendente. Preciosos minutos de mi vida tirados a la basura sólo por no poder volar. La puerta del ascensor se abrió de repente, estrellando esos pensamientos en mi cara como una bofetada. Un hombre salió del ascensor sin siquiera mirarme y encaró velozmente hacia la puerta de entrada del edificio. Subí al ascensor, y mientras presionaba el botón que corresponde al piso en que vivo, tuve un mal presentimiento. Los minutos que demoró el pequeño viaje se me hicieron eternos. Bajé del ascensor rápidamente, y al llegar al pasillo vi la puerta de mi departamento entreabierta. Me quedé inmóvil, sentí mi cara helada y los dedos de mis manos tensos como garras. Finalmente avancé con decisión por el pasillo, en el camino tomé el matafuegos de la pared y entré al departamento decidido a todo. Parecía como si un tornado hubiese pasado por allí, no había quedado nada en pie, los muebles, los libros, la ropa, la lámpara de pie, todo estaba desparramado por el piso. Recorrí los ambientes y volví al living. Quité del sillón algunos libros y un cuadro, y me senté. Sin poder entender todavía lo que había ocurrido, me di cuenta de que no había visto a mi gato. Salté como un resorte del sillón y comencé a buscarlo por todos los rincones, por sus escondites favoritos, pero no aparecía. Fui hasta el balcón, luego al lavadero, finalmente regresé al living y me desplomé, abatido, en el sillón. Cerré los ojos, apoyé las palmas de mis manos sobre mis párpados, y me pregunté cómo diablos había llegado a esta situación, ¿en qué momento mi vida había tomado esta dirección? De pronto escuché un maullido, y recibí todo el peso del gato sobre mi pecho. Gato vivo, pensé. Lo abracé, y luego exploté en un llanto inútil. Cuando pude tranquilizarme, me puse de pie, junté algunas cosas en un bolso, envolví al gato en un toallón, lo cargué en un brazo, y de un portazo abandoné el departamento. Mientras cruzaba la puerta de entrada del edificio sentí que la ira comenzaba a invadirme. Un enojo genuino, antiguo, intenso me dominaba, y una certeza me atravesó por completo: alguien iba a pagar por todo esto.
A veces, cada tanto, suelo hacer brindis solitarios. No como lo hacen esos hombres embriagados que levantan sus vasos en un bar y los pasean por el aire mientras balbucean una cadena de palabras inentendibles; no, no de esa manera. 
Yo prefiero realizarlos en intimidad, revolver los pensamientos y las palabras del brindis en el fondo del vaso, dedicar por unos segundos toda mi atención a esa persona, hasta poder ver su cara, hasta lograr su presencia,  y poder entonces beber de un trago el vaso a su salud.
El motivo de la ausencia cambia frecuentemente, las particularidades en cada ocasión pretenden engañarnos, pero al final, siempre se trata de un desencuentro.
En todo caso, brindar  es desear el bien, y la idea de hacerlo sin que el otro lo sepa, es algo que me parece acertado.
Hace algunos minutos comencé a preparar esta ceremonia íntima. He buscado algunos recuerdos, y he elegido cuidadosamente las palabras que trasmitirán mis deseos. 
Sirvo mi vaso, y camino hacia el balcón. Afuera hay una noche hermosa. 
Miro al cielo, y pienso en Little Pill. Sonrío.
El hechizo se completa; levanto entonces mi vaso hacia la noche,  brindo en su nombre, cierro los ojos, y bebo hasta quedarme solo.
   
Su voz apenas se escuchaba a través del auricular, y debí esforzarme mucho para poder entender lo que me decía; finalmente acordamos encontrarnos en "50`s" para conversar sobre los detalles del trabajo en cuestión.
Expedition Al es un hombre de confianza del Zurdo; su especialidad son los sistemas informáticos, y el jazz. Con sus dos metros de altura y casi ciento sesenta kilos, alguna vez me contaron que de joven supo correr los cien metros en doce segundos. Cuando lo conocí me sorprendió su tono de voz bajo, y su conversación pausada. Pronto entendí que es un hombre al que le gustan las cosas simples y claras. 
Siempre me causó curiosidad  que alguien con manos de ese tamaño descomunal hubiera decidido dedicar su vida a los teclados; quizás el dominio de esos temas comienza con un sometimiento físico de las teclas, quién sabe.
Ingresé a "50´s" y en unos segundos comprobé que él todavía no había llegado. Me ubiqué en una mesa cercana a la ventana, pedí un whiskey y comencé, impaciente, a jugar con mi encendedor. 
El Zurdo me contó una historia sobre Expedition Al, que recordé mientras esperaba mi trago. Expedition Al era pianista del Trianón, el cabaret de lujo que en ese entonces gestionaba Purrete  Roncedo.  Al parecer, en un momento algo pasó, Roncedo no acordó con la policía, o alguien no cumplió con lo pactado, como fuera, hubo una redada en el Trianón y, como era de esperarse, la cosa se puso fea.  El Zurdo estaba esa noche en el lugar, y me dijo que un grupo de policías, liderado por el Sargento Benitez,  entró dando palos al salón. La gente comenzó a correr, hubieron gritos, empujones, y en un momento, el Zurdo vio que Benitez agarraba del brazo a Lucilene  y comenzaba a arrastrarla hacia la puerta del salón. Lucilene era la preferida de Roncedo, la reina del Trianón y, según el Zurdo, la morocha más impresionante de la noche de Buenos Aires por esos años. Pero Benitez nunca llegó a la puerta. Expedition Al tomó al sargento por el cuello, obligándolo a soltar a Lucilene, luego lo rodeó con sus brazos, lo levantó sobre su cabeza, y con un rápido giro, arrojó el cuerpo del Sargento Benitez por las escaleras que llevaban a la puerta de entrada. Luego Expedition Al tomó a Lucilene con un brazo, y haciéndose paso a las trompadas, abandonó el Trianón. 
Expedition Al fue detenido al día siguiente, y estuvo casi un mes preso. Al Zurdo le consta que su liberación, y su estadía tranquila en la comisaría, se debieron a las gestiones de Purrete Roncedo.
El Sargento Benitez salió en muletas del hospital después de tres meses de recuperación; las muletas todavía lo acompañan.
Luego de este incidente Lucilene abandonó Buenos Aires. Antes de irse, se dice, visitó a Expedition Al en la comisaria, y  de alguna manera logró entrar a la celda y despedirse de él.
Mientras pensaba en esta imagen, el mozo se acercó con mi whiskey. Dejó el vaso sobre la mesa, junto a una nota que decía: 
"Te siguieron, espera mi llamado" Al.
Quedé sorprendido, desconcertado. Miré alrededor como buscando una respuesta, un culpable, pero fue inútil.
Terminé mi trago, pagué la cuenta, y salí del bar sintiéndome observado. Mientras paraba un taxi y pensaba que dirección indicarle al chofer, tuve el presentimiento de que  Expedition Al se había cruzado con Martín, al otro Martín siguiéndome a mi; por un momento me ilusioné: existía la posibilidad de que Expedition Al le hubiese visto la cara a Martín.