Cuando ya no se escuchaban fuegos artificiales ni voces en las calles, y quedaban unos pocos sentados a la mesa, el Zurdo se acercó y ocupó una silla a mi lado. Me convidó un habano, y nos quedamos mirando como Susana y Moliné bailaban divertidos una milonga, alentados por el aplauso y la aprobación general.
Aprovechando la distracción y el bullicio, el Zurdo giró levemente su silla hacia mi lado, y en voz baja, me llamó la atención diciendo:
- Escuchame una cosa... 
No dijo más hasta verme cambiar de perfil y quedar de espaldas a la pista de baile, entonces continuó:
- Se separó el Dandy 
La tranquilidad con la que habló me hizo asumir que lo peor ya había pasado, y que simplemente me estaba poniendo al tanto de la situación. Fue en ese momento en que descubrí que no había notado que Marta no había ido a la cena; sentí que era un llamado de atención, no estaba en condiciones de permitirme distracciones.
-¿Qué pasó?
- No sabemos bien. El Dandy no contó mucho, al parecer tuvieron una agarrada fuerte. La cosa se puso fea,  y en un momento Marta le dijo que se quería separar. Al día siguiente el Dandy se fue de la casa.
Bajo el tilo, junto a Cortázar y Esperanza, alejado de la conversación, el Dandy fumaba un cigarrillo con cara seria. Lo noté triste, o más viejo. Esa imagen me conmovió, el contraste con su fortaleza y su presencia habitual era cruel. 
El Zurdo se había puesto de espaldas a la mesa,  y balanceaba su cabeza levemente al ritmo de la música, mientras seguía los pasos de Susana con una sonrisa.   
- ¿Anda con otro? 
Sin voltear para verme, y casi como si estuviera esperando esa pregunta, inmediatamente replicó:
- No, me dijo que no. Vos lo conoces al Dandy, él la encaró ahí mismo  y le preguntó si había otro, y ella le dijo que no - hizo una pausa, y agregó- pero para mi que sí.  
Esa fue la única novedad que recibí en las primeras horas del año; pronto comprendí que esto se debía al hecho de que la separación me afectaba a mi directamente: el Dandy, aprovechando mi ausencia, se había instalado en mi departamento. 
Regresamos a la ciudad con la luz del día,  volando a bordo de la bala plateada que dirigía Joaquín. El cansancio y el sueño impusieron el silencio durante casi todo el viaje; sólo Moliné hizo alguna acotación, exigido por su rol de copiloto. Cuando Joaquín tomó Libertador, el Dandy golpeó mi brazo izquierdo con su codo, obligándome a dejar de mirar a través de la ventana, giré entonces mi cabeza hacia él, y en tono confidente, me dijo:
-¿Sabés que me separé, no? -asentí, y para acortar esa conversación y el mal momento, le dije
- Sí Dandy, el Zurdo me contó todo.
Colocó las dos manos sobre sus rodillas, como si acabará de realizar un esfuerzo increíble, y mirando hacia adelante  murmuró:
- No te preocupes, vas a encontrar todo bien en el departamento. Es sólo por un tiempo, y estoy seguro de que nos vamos a llevar bien.
Demoré unos segundos en contestarle, todavía no había digerido esta novedad, pero sabía que sobrellevarla  me iba a resultar muy difícil.
- No hay problema Dandy.
El Dandy y yo viviendo juntos. Traté de imaginarme cómo sería, pero fracasé.
De chico aprendí que la vida tiene más imaginación que uno, pero sólo pude comprobarlo luego de muchos años; aún así, este nuevo capítulo me resultaba completamente irreal. Había abandonado Buenos Aires impulsado por la necesidad de entender por qué mi vida se había complicado tanto, confiado en que la respuesta me ayudaría a acercarme a la felicidad que conocí; regresé casi por obligación, esperando resolver cuanto antes los problemas pendientes y continuar mi búsqueda. La ciudad y el nuevo año me habían dado una bienvenida a la realidad, y así, como un nuevo hilo de una inmensa telararaña, otra complicación aparecía en mi vida.    
 
Como en aquella primera noche, salimos del Seddon y caminamos bajo la lluvia, lentamente, sin tomarnos de la mano; cada tres o cuatro pasos nos mirábamos a los ojos y sonreíamos en silencio, tóntamente. Las calles, la noche, todo era una réplica perfecta; sólo nosotros habíamos cambiado. 
La escena original se repitió de principio a fin: al pasar por el puesto de diarios, yo me detuve y la rodeé con mis brazos,  ella escondió su mirada en su pecho, yo llevé mi mano hasta su mentón para poder ver sus ojos, y cuando nuestras miradas se encontraron, la besé. 
Luego, en esta nueva versión, con una voz chiquita y temerosa, ella dijo:
- Así fue como empezó todo,  Martín. Depende de nosotros que no termine de la misma manera.
No alcancé a contestarle, de repente su imagen comenzó a deshacerse, la claridad interrumpió en la noche, y otras voces se mezclaron con sus palabras; supe entonces que me estaba despertando y que ese sueño maravilloso agonizaba.
Abrí los ojos, fuera de la habitación se escuchaba un gran movimiento de gente.
-Los preparativos -pensé. Imaginé la escena en el resto de la casa, y el presente inundó la habitación llevándome lejos de ella.
Me incorporé en la cama, y vi sobre la silla un juego de toallas, y una camisa planchada  junto a mis pantalones. El reloj marcaba el mediodía. Me puse de pie, tomé las cosas de arriba de la silla, salí de la habitación y con tres pasos rápidos ingresé en el baño a darme una ducha.
Al salir al jardín supe que estaban todos. En el fondo, Gatica dominaba la parrilla, y respondía con la cabeza una pregunta que seguramente le había hecho Esperanza, quién, vaso en mano, caminaba en círculos en torno a él, como si fuera un juez de box, siguiendo atentamente sus movimientos. Sentados cerca de la cabecera de la larga mesa, el negro Avellaneda, Joaquín, Moliné y el Zurdo conversaban un truco. Hacia la izquierda, a la sombra del tilo, el Dandy y Mecha Corta bebían y reían mientras escuchaban atentamente el relato de Cortázar.  Detrás de mí, un alboroto se filtraba desde el interior de la casa, y por sobre ese barullo, podía reconocer la voz de Susana dando indicaciones al grupo  de esposas, novias, amigas y sobrinas, ocupadas en la preparación de las ensaladas y en la cuenta de cubiertos, platos y fuentes.
Afortunadamente, o tal vez en forma premeditada, cuando salí de la casa y comencé a caminar por el jardín, sólo hubo saludos discretos, palmadas en la espalda, y alguna referencia a mi cara dormido y mi supuesta habilidad para llegar a los asados en el momento en que se está por empezar a comer.
Cuando por fin todos estuvimos sentados a la mesa, Gatica y Moliné comenzaron a servir las achuras, el Zurdo se encargó de descorchar las botellas de vino y de llenar los vasos, y las fuentes con ensalada recorrieron  la mesa, cambiando de mano en mano. Los festejos por el último día del año habían comenzado, y estábamos listos y bien predispuestos para que el nuevo año llegara de a poco, y nos encontrase alegres, despreocupados, y juntos.
El almuerzo se prolongó tanto que cuando oscureció, ya nadie pensaba en la cena, sino sólo en tener una copa y algunas uvas a mano para el brindis de la medianoche.
De niño, cada vez que se iniciaban las clases y comenzaba a escribir en los cuadernos a estrenar, lo hacía con esmero, cuidando la caligrafía, dominado por la firme intención de ser prolijo. Con el correr de los días -y el paso de las hojas-   ese cuidado iba desapareciendo, y mi personalidad desordenada terminaba imponiéndose. 
Cuando la adolescencia fue quedando atrás,  la determinación - la súbita necesidad- de hacer buena letra comenzó a abordarme durante los últimos días del año, y siempre el Año Nuevo me encontraba formulando promesas de cambio que, con la mejor de las suertes, apenas sobrevivirían a Febrero.
Mientras el Zurdo caminaba entre la gente con una botella de champagne en la mano y algunas copas en la otra, chequeando que ningún distraído demorará un segundo la celebración del Nuevo Año, recordé mi último sueño, y supe bien cuál era mi deseo para este año, y para los que le siguen. Me alegró comprobar que mis días fuera de Buenos Aires habían respondido ya a esa necesidad íntima y esencial de cambiar mi realidad,  de recuperar la felicidad y el modo de vivir la vida que había tenido en el pasado, desde la primera versión de la noche del sueño con ella, hasta su desaparición. 
- Sí -me dije- eso es lo que quiero.
El Zurdo se acercó, y levantó un poco su brazo izquierdo para dejar ver su reloj: faltaban pocos minutos para las doce. Todos estábamos ya parados y con las copas listas. A lo lejos, comenzó a escucharse una sirena y algunas detonaciones. Luego el cielo se iluminó y los festejos estallaron a mi alrededor. Choqué mi copa, y me empapé de afecto y de buenos deseos. Disfruté del momento sabiendo que mi regreso era pasajero, y que mi estadía se prolongaría sólo lo necesario como para poder resolver los asuntos pendientes e irme luego en paz. 
Esos eran mis últimos pasos sobre los escenarios del pasado.
Todavía hacia calor cuando me fui de Viena. Caminé unas cuadras por Arenales, y después tomé un taxi hasta Libertador,  donde está la parada del colectivo que me lleva a la casa del Zurdo.
Hace unos años ya que el Zurdo abandonó la ciudad para irse a vivir a una quinta
- Hay que preparar el retiro con tiempo, de a poco -nos explicaba- sino después, cuando llega, se hace muy cuesta arriba.
El viaje hasta la casa del Zurdo lleva casi dos horas; me iban a venir bien para repasar los detalles de lo ocurrido y para pensar con cuidado lo que le iba a decir al Zurdo. Sabía bien que el horno no estaba para bollos: el trabajo había salido mal -y el Zurdo debía haber pagado algún costo por eso-, había un policía muerto y, lo que más me afectaba a mí en particular: fuertes sospechas -alentadas por mi desaparición de Buenos Aires- de que era yo quién había delatado a sus compañeros.
-¿Cuáles son mis alternativas? -murmuré en voz baja mientras miraba a través de la ventana del colectivo. Eso es lo que me preguntaba el Zurdo siempre que iba a él en busca de consejo, y era precisamente lo que debía tener en claro antes de llegar a su casa. Mientras avanzaba por la Panamericana a gran velocidad, intentaba analizar la situación desde distintas ópticas, como si estuviera resolviendo un cubo mágico estrellado de colores. Al tomar el ramal que lleva a Tigre, abandoné mi asiento, presioné un botón cerca de la puerta, y esperé a que el colectivo detuviera su marcha.
Al bajar, la noche estaba más fría, y el desamparo de la provincia me provocó escalofríos. Encendí un cigarrillo y me dispuse a caminar.
- Nueve cuadras derecho, y luego una hacia tu izquierda. Vivo a media cuadra, sobre la derecha - así me había indicado el Zurdo la primera vez que fui a su casa.
Cuando llegué a la esquina y doblé hacia mi izquierda, bajo una luz amarilla pude verlo al Zurdo,  apoyado contra el murito que marca la entrada a su casa. Era claro que Cortázar lo había llamado para ponerlo al tanto de mi llegada, y, posiblemente, para asegurarse de que me esperara despierto.
En la tranquilidad de la noche, debe haber escuchado mis pasos, porque apenas retomé la marcha vi como giraba su cabeza  y saliendo del cono de luz amarilla,  comenzaba a caminar por el medio de calle, en mi dirección. La oscuridad lo tapó por completo al llegar a la esquina, y allí él se detuvo. No fue sino hasta que unos pocos metros nos separaban, que pude verlo nuevamente, esperándome con los brazos abiertos y una sonrisa que no le había conocido.
-Bienvenido -me dijo apenas antes de que nos abrazáramos, y creo que en ese momento nada pudo haberme reconfortado más.  Caminamos algunos metros, y cuando la luz amarilla nos iluminó, el Zurdo se adelantó un paso, me miró de frente y dijo en voz alta:
-Se te ve bien, che! -y luego terminó de aprobar mi aspecto con una pequeña palmada cerca de mi oreja o mi nuca.
Al entrar en la casa el Zurdo colocó el dedo índice sobre sus labios, y antes de cerrar la puerta y de que la oscuridad no invadiera nuevamente, me indicó con su cabeza el camino hacia la cocina; era tarde y no quería despertarla a Susana.
El Zurdo cerró la puerta de la cocina y luego se sentó a la mesa, frente a mí; me miró en silencio por unos segundos, y luego, como explicándome, dijo:
- Yo sabía que ibas a volver apenas supieras lo que había pasado -se detuvo, y mientras afirmaba con la cabeza, continuó:
- Se los dije a todos -entonces bajó los ojos y continuó asintiendo, como diciendo:
- Yo tenía razón.
- Me enteré hoy -quise comenzar a explicarle, pero me interrumpió
-Sí, sí, ya sé... hablé con Cortázar.
Nos quedamos callados, y presentí  que el Zurdo no quería seguir hablando del tema en ese momento. Estaba a punto de decirme algo, cuando se abrió la puerta de la cocina y apareció Susana diciéndome:
- Nene! - y en simultáneo al Zurdo corrigiéndola
- No le digas Nene...
Y Susuna entra a la cocina envuelta en una bata, y me toma la cabeza, y me da un beso en la mejilla mientras el Zurdo desaprueba todo esto y se pone de pie y apoya sus manos sobre el respaldo de la silla y dice:
- Vamos a dormir, Martín, que en un rato empieza a caer la gente - mi desconcierto lo divirtió al Zurdo, porque contendiendo la risa, me aclaró:
- Es el último día del año, pajarón, y vienen todos para acá a festejarlo como corresponde -hizo una pausa, y agregó
- Ya habrá tiempo para hablar y ver como seguimos; por ahora, terminemos el año en paz.
Me guiño un ojo y se perdió detrás de la puerta. Susana permaneció erguida y callada como una estatua por unos cuantos segundos, hasta asegurarse que el Zurdo estaba lejos, y luego me agarró fuertemente de los hombros y me dijo:
-¿Sabes que hoy preparé tallarines? no pensarás que te voy a dejar ir a dormir sin comer ¿no?
Acepté con una sonrisa,  respiré profundamente, y tuve el presentimiento de que finalemente, todo se iba a solucionar.
El viaje de regreso duró una vida. Cuando el ómnibus comenzó finalmente a reptar la rampa de la Estación terminal de Retiro , yo ya estaba de pie junto a mi butaca, con la mano izquierda sujetando la valija, y un pie en el primer escalón de la diminuta escalera que recorrería apenas se abriera la puerta, y el coche se detuviera, pesadamente, en la  plataforma número veinticuatro.
Atravesé el mar de pasajeros boyantes que pululaba en el hall de la estación, y con paso rápido busqué la salida de ese lugar decadente. Una vez en la calle, arrastré mi valija por entre puestos callejeros -que me recordaron a Asunción-,  giré hacia la derecha, y caminé hasta Libertador. Al llegar a la Plaza San Martín, por fin me sentí en Buenos Aires.
Encendí un cigarrillo, le di algunas pitadas, y cuando vi acercarse a un taxi desocupado, extendí mi brazo derecho. Subí al auto, saludé al chofer, y vacilé al momento de indicarle el destino del viaje; baje la ventanilla, me acomodé en el asiento, y finalmente murmuré la dirección de Viena.
En el trayecto fumé otros dos cigarrillos, en menos de diez minutos me encontraba en la esquina del bar. Pagué el viaje, bajé del auto y, una vez en la vereda, me quedé parado hasta que terminé de fumar el cigarrillo; lo apagué contra un poste de luz y luego lo arrojé en un cesto de color naranja. 
Era casi la una de la madrugada, y hacia calor. En el cielo oscurecido por las luces de la ciudad, solo un fino de Luna sobrevivía, brillante, sobre ese manto negro. Miré la vereda opuesta a la altura de mitad de la cuadra, donde estaba la entrada de Viena; imaginé el ambiente ruidoso del salón, y a Cortázar malhumorado por la excitación que traen los últimos días del año. Tomé nuevamente mi valija,  y crucé la calle.
Atravesé la puerta, y luego me detuve. Quise divisar desde allí la mesa chica en el fondo del salón, pero me fue imposible ver algo a través de las personas que iban y venían por el pasillo que daba a la barra.  Di un paso más, y en ese instante Cortázar apareció, y se quedó inmóvil al verme. Luego de un segundo, una sonrisa enorme apareció en su cara; vi como colocaba la bandeja bajo su axila y se ponía de perfil, y luego, con un leve movimiento de cabeza, me señaló el fondo del salón.
Lo seguí mirando hacia el piso, intentando no atropellar a nadie con mi valija; no quería cruzar miradas con nadie. Al llegar a nuestro rincón, vi que la mesa estaba vacía. 
Una vez  allí, Cortázar me abrazó, e inmediatamente sus manos aferraron fuertemente mis hombros. Nos sentamos,  él enlazó sus dedos sobre la mesa, se mordió el labio inferior, levanto su cabeza hasta encontrar mis ojos, y me dijo:
- ¿Te enteraste, no? - yo asentí callado, y para completar los hechos, agregué:
- Hoy por la tarde, estaba en Rosario...
- En Rosario -repitió Cortázar con una leve sonrisa- Joaquín tenía razón nomás... 
Hubo un silencio, miré levemente hacia los costados, y con voz muy baja, le pregunté:
- ¿Qué pasó, Cortázar?
Cortázar bajó la mirada, separó sus manos, y se rascó la frente
- Alguien nos delató, Martín -me dijo, con ojos chiquitos, y con una voz que temblaba de los nervios, o de la bronca.
- Alguien nos delató -repitió.
Lo miré desconcertado, no podía creer que eso fuera posible, ¿quienes sabíamos sobre esto? me pregunté, mientras negaba con la cabeza, impedido de aceptar esa versión de la realidad.
- Pero ¿cómo? - exclamé- ¿Quién?!
Cortázar solo levantó levemente los hombros, a modo de respuesta. Yo me eché hacia atrás, pegando mi espalda contra el respaldo de la silla, tomé aire, y pregunté:
- ¿Dónde está el resto?
- Moliné les aconsejó a todos que aprovechen estos días para estar en sus casas y hacer vida de familia, en esta época, es lo menos sospechoso...
Asentí en silencio, y luego me perdí un largo rato en suposiciones y reproches. Finalmente me puse de pie, tomé mi valija y cuando lo iba a despedir, Cortázar me preguntó:
-¿Vas a ir a verlo al Zurdo, no?   
- Sí. Es lo mejor, creo...
- Sí -contestó Cortázar. Luego hizo una pausa, y adiviné en su cara que tenía algo más para decirme.
- ¿Qué pasa? -apuré
- No, nada... cómo decirtelo, Martín...
- Hablá, Cortázar, ¿qué carajos pasa?
- Mirá, con todo esto que pasó... viste, que se yo, tu desaparición de Buenos Aires no cayó muy bien...
- ¡Qué! qué me estás queriendo decir, Cortázar?! eh? - Cortázar se puso de pie, y extendió sus brazos, como pidiéndome que me calmara. Dí un paso hacia atrás, y volví a preguntarle
- ¿Qué carajos me estás queriendo decir, Cortázar? - de pronto vi su mirada serena y firme, y mucha experiencia reflejada en el tono que usó para decir:
- Martín, hay gente que cree que fuiste vos quien habló.  Esto es así, y es mejor que lo sepas por uno de nosotros.  En este tiempo que estuviste afuera, fue el Zurdo quién salió a bancarte... vos sabés que acá había metida gente que no te conoce... La pasó brava el Zurdo, Martín... ¿entendés?
De pronto, como si todo fuera un gran acto de ilusionismo, vi lo que parecía... las apariencias, y supe que a muy pocos les importaría mi verdad. Asentí callado, y bajé la cabeza.  Después sentí la mano de Cortázar sobre mi hombro, y luego su mano sobre mi valija
- Yo te cuido esto -me dijo- ahora andá a verlo al Zurdo. Se va a alegrar de verte, creeme -agregó.
Salí de Viena hundido en la más profunda preocupación, intentando adivinar cómo saldría de este nuevo embrollo, y, más importante, si en esta ocasión, podría contar con mis amigos.

Fue en Rosario, en un cuarto del hotel Avellaneda, durante la tarde del martes 30 de Diciembre, cuando yo tomé conocimiento de los hechos que habían ocurrido días atrás, en Buenos Aires.

La jornada había transcurrido en el marco de la tranquilidad a la que me había habituado; había amanecido cerca del mediodía, y luego de un almuerzo tardío frente al río, había regresado al hotel a descansar. Por la tarde, cerca de las siete, desperté de una siesta y disfruté de una prolongada ducha tibia. Mi humor era excelente; había decido tomar un buen baño, servirme un trago en la habitación mientras me vestía y escuchaba algo de música, y después pasar por el “Café del Mar”.

Salí del baño todavía mojado, y me recosté en la cama, sobre un inmenso toallón blanco. Tomé el control remoto, encendí el televisor, y comencé a recorrer los canales buscando algo de música. Me detuve unos segundos en un canal de deportes para ver los goles de la primera división de la liga galesa de fútbol, luego, en el canal siguiente me tope con un noticioso. Estaba por retomar mi recorrida televisiva, cuando el anuncio que hizo la conductora del programa, me paralizó el corazón. Continuando con lo informado durante los días anteriores, se confirmaba que había fallecido el policía herido durante el intento de asalto que había sufrido la bóveda judicial de La Plata, durante la madrugada del 25 de Diciembre pasado.

El Zurdo, pensé.

No se daban más detalles. Al parecer, la noticia ya era vieja, y la única novedad era la del deceso del oficial; ocurrido esto, la atención pública no volvería a tener noticias de este episodio, hasta tanto no se detuviera a la banda de asaltantes responsable por el ilícito.

Apagué el televisor, apoyé la cabeza en la almohada, e intenté pensar. La conductora había dicho “intento de asalto”, esto indicaba que el robo no se había finalmente cometido. O tal vez este dato era simplemente el resultado de una mala información, de una estrategia policial, o de una decisión política. Como fuera, la muerte del policía confirmaba dos hechos: el trabajo del Zurdo se había llevado a cabo finalmente, y, sin dudas, había salido mal.

Mientras me vestía, recordé mi despedida de la mesa chica de Viena, mi decisión de salirme, de no participar, y los segundos que siguieron: el silencio del Zurdo, la mirada acusadora del Dandy, la desaprobación de Cortázar. Mal momento para estar lejos de Buenos Aires, me dije. Íntimamente, sabía que la culpa estaba haciendo su trabajo, pero la angustia que sentía, y la necesidad de saber cómo estaban mis amigos, no me permitieron serenarme. En pocos minutos retiré mi ropa del placard, revisé los cajones, y dejé la habitación.

Mientras pagaba mi estadía, le pedí al conserje que llamara a un taxi. En poco más de una hora, sentado en la primera butaca del micro, viajaba rumbo a Buenos Aires.