Fue en Rosario, en un cuarto del hotel Avellaneda, durante la tarde del martes 30 de Diciembre, cuando yo tomé conocimiento de los hechos que habían ocurrido días atrás, en Buenos Aires.
La jornada había transcurrido en el marco de la tranquilidad a la que me había habituado; había amanecido cerca del mediodía, y luego de un almuerzo tardío frente al río, había regresado al hotel a descansar. Por la tarde, cerca de las siete, desperté de una siesta y disfruté de una prolongada ducha tibia. Mi humor era excelente; había decido tomar un buen baño, servirme un trago en la habitación mientras me vestía y escuchaba algo de música, y después pasar por el “Café del Mar”.
Salí del baño todavía mojado, y me recosté en la cama, sobre un inmenso toallón blanco. Tomé el control remoto, encendí el televisor, y comencé a recorrer los canales buscando algo de música. Me detuve unos segundos en un canal de deportes para ver los goles de la primera división de la liga galesa de fútbol, luego, en el canal siguiente me tope con un noticioso. Estaba por retomar mi recorrida televisiva, cuando el anuncio que hizo la conductora del programa, me paralizó el corazón. Continuando con lo informado durante los días anteriores, se confirmaba que había fallecido el policía herido durante el intento de asalto que había sufrido la bóveda judicial de La Plata, durante la madrugada del 25 de Diciembre pasado.
El Zurdo, pensé.
No se daban más detalles. Al parecer, la noticia ya era vieja, y la única novedad era la del deceso del oficial; ocurrido esto, la atención pública no volvería a tener noticias de este episodio, hasta tanto no se detuviera a la banda de asaltantes responsable por el ilícito.
Apagué el televisor, apoyé la cabeza en la almohada, e intenté pensar. La conductora había dicho “intento de asalto”, esto indicaba que el robo no se había finalmente cometido. O tal vez este dato era simplemente el resultado de una mala información, de una estrategia policial, o de una decisión política. Como fuera, la muerte del policía confirmaba dos hechos: el trabajo del Zurdo se había llevado a cabo finalmente, y, sin dudas, había salido mal.
Mientras me vestía, recordé mi despedida de la mesa chica de Viena, mi decisión de salirme, de no participar, y los segundos que siguieron: el silencio del Zurdo, la mirada acusadora del Dandy, la desaprobación de Cortázar. Mal momento para estar lejos de Buenos Aires, me dije. Íntimamente, sabía que la culpa estaba haciendo su trabajo, pero la angustia que sentía, y la necesidad de saber cómo estaban mis amigos, no me permitieron serenarme. En pocos minutos retiré mi ropa del placard, revisé los cajones, y dejé la habitación.
Mientras pagaba mi estadía, le pedí al conserje que llamara a un taxi. En poco más de una hora, sentado en la primera butaca del micro, viajaba rumbo a Buenos Aires.
La estadía en Rosario me estaba haciendo bien. Esa mañana, me desperté cerca del mediodía, y al abrir los ojos me sentí profundamente descansado; la sucesión de días de buena alimentación, lectura y buen dormir, había reparado mi cuerpo y mi espíritu. Me levanté de la cama, fui al baño, y al mirarme en el espejo noté que había recuperado algo de peso, y que mi cara ya no lucía demacrada; de alguna manera había recobrado mi semblante y el buen humor. Decidí afeitarme, ir a desayunar y luego pasar por la peluquería a emprolijarme un poco.
Bajé al comedor del hotel llevando conmigo el libro de Bernardo Jobson, que estaba por terminar de leer; algunos de los cuentos me habían gustado mucho, en especial “Los caballos no saben que es domingo”, que me hizo recordar al Negro Avellaneda y su sana pasión por los burros. Al cabo de unos minutos, el mozo se acercó a mi mesa, me saludó y me dijo:
- ¿Va a pedir lo mismo?
- Sí – le contesté- gracias –el mozo se alejó, yo abrí el libro y me dispuse a zambullirme en uno de los cuentos que me faltaba leer.
La historia transcurría en
Cerré el libro, lo dejé sobre la mesa, y mientras esperaba que el mozo me trajera el desayuno, recordé otros gestos que representaban bien esa idea: Oscar Wilde dándole una propina al chofer del carro que lo llevaba a la cárcel a cumplir su condena; María Antonieta, disculpándose con su verdugo por haberlo pisado; Shelley, leyendo un libro mientras su barco se hundía; Aramburu diciendo “Proceda”.
Miré la tapa del libro, las letras blancas con el nombre de Jobson sobre un fondo violeta, y pensé en lo reveladora que puede resultar la lectura de un cuento, aun mal interpretado.
El mozo se acercó nuevamente a mi mesa, y apoyó sobre ella un vaso con jugo de naranjas, un plato con huevos revueltos sobre dos tostadas de pan negro, y un cenicero de metal plateado.
A veces, las historias de otros, aunque sean ficticias, ponen en perspectiva nuestra propia existencia. Mientras me alimentaba y disfrutaba de mi desayuno, recordé a mis amigos, y la posición común que reinó en la mesa chica de Viena respecto a mi partida de Buenos Aires, y mis problemas con el otro Martín; sentí que quizás había exagerado mi reacción. O tal vez fuera que, luego de estar lejos por un tiempo, la tranquilidad y el descanso me habían dado las fuerzas que necesitaba para enfrentarme con lo que me estaba pasando.
Terminé el desayuno, firmé un papel que llevaba mi número de habitación, me puse de pie, y salí a la calle.
Caminé hasta el boulevard, y comencé a recorrerlo despacio. Todavía no estaba listo para volver a Buenos Aires, me sentía mejor, pero algo, o la falta de algo, me impedía volver. Al cabo de unas cuadras encontré un banco de madera bajo la sombra de un jacarandá. Fue como una invitación; me senté, encendí un cigarrillo, y, esperanzado, abrí nuevamente el libro de Jobson.

El ómnibus partió de la estación con apenas tres pasajeros a bordo: dos asientos delante del mío, una joven viajaba junto a un niño que tendría cuatro o cinco años, que jugaba con un avioncito de guerra reluciente.
Recliné mi butaca, y cerré los ojos para intentar dormir. Luego de unos minutos, el acompañante del conductor se acercó para entregarme una bandejita con alfajores.
- Gracias –le dije.
- Feliz Navidad –me contestó con tono alegre, y una sonrisa.
- Sí, feliz Navidad –repetí.
El siguió su camino de regreso a la cabina, y al pasar por al lado del asiento de la joven, le acarició la cabeza al niño, y le regaló otra bandeja con alfajores. Respiré profundamente y cerré nuevamente los ojos.
Sabía que no era cierto, que había tenido hasta no hace mucho tiempo navidades alegres, y entendí que me estaba engañando, que efectivamente estaba huyendo de mi realidad; como diría el Negro Avellaneda: nunca hay que subestimar al poder de la negación.
Me desperté sobresaltado y confundido, con el ómnibus en movimiento. Al abrir los ojos, me llevó unos segundos ubicarme en el presente, y entender lo que estaba ocurriendo; me había dormido profundamente, y había soñado con Eliseo Morán y con el Zurdo. Enderecé el respaldo de mi butaca, y corrí levemente la cortina para ver el costado de la ruta. Como una señal divina, un cartel verde se acercó desde el horizonte, las letras y números blancos me trajeron esperanza: faltaban pocos kilómetros para Rosario.
Alguna vez Joaquín me dijo que ir a Rosario le permitía ser turista en Buenos Aires. Creo que no entendí lo que me quiso decir, pero recordé esa frase estando en la ventanilla de la boletería de la estación de ómnibus, y fue eso lo que terminó por definir la elección de mi destino. En todo caso, llevaba ya más de un mes fuera de Buenos Aires, y aunque era claro que extrañaba, todavía no estaba listo para regresar.
Llegué a la costanera y me detuve hasta poder divisar el puesto de Eliseo Morán, que estaba ubicado a unos cuarenta metros de distancia sobre mi derecha. Dos luces encendidas, y algo de humo trepando hacia el cielo me confirmaron que Eliseo todavía estaba allí, o incluso que quizás pasaría
Pasaron algunos minutos hasta que Eliseo Morán finalmente apareció, viniendo desde la orilla; pude observar su paso lento y sus manos sujetando dos pescados grandes. Cuando llegó al puesto me miró extrañado, se agacho para cruzar la barra y ubicarse del otro lado. Luego dejó los pescados en un balde, cerca de la parrilla, giró, apoyó los brazos sobre la barra y me dijo:
- No pensaba verlo de nuevo tan pronto, ¿qué lo trae por acá?
En ese momento me dí cuenta de que no sabía cómo hacerle la invitación, y sospeché que mi idea era ridícula.
- Hoy es Noche Buena –comencé a decirle – y en el Hotel están organizando una cena.. ya sabe, para brindar…- Eliseo Morán me miró en silencio, sin entender. Tartamudeé, creo que incluso me sonrojé, y finalmente le dije:
- Miré, creí que Ud. iba a pasar
Eliseo Morán asintió, y luego habló:
- Yo le agradezco la invitación –dijo- pero me va a tener que disculpar. Yo no celebro
- Vamos, Don Eliseo, no son días para estar sólo estos…
Y la expresión de su cara me indicó que me había equivocado, que ese comentario había estado de más, y no supe que no tendría una oportunidad para disculparme
- Yo elegí estar solo –me aclaró- y soy feliz así. No necesito de una familia, de vivir en una comunidad, o de celebrar
Callé en silencio, y aguanté el golpe.
- Ud. no pensó en mi – me dijo- Ud. pensó en usted, porque no quiere pasar esta Noche Buena sólo, vaya a saber porqué razón. Y viene hasta aquí, a invitar a una persona que apenas conoce, lo llama amigo, y lo invita a pasar la cena de Navidad junto a otras personas que tampoco conoce… No, señor, no me meta a mí en sus problemas. – y diciendo esto, Eliseo Morán dio media vuelta y comenzó a limpiar los pescados que estaban en el balde, junto a la parrilla.
Me quedé parado, con la cabeza gacha, comprendiendo sus palabras. Lo que vi a través de sus ojos me entristeció, giré y comencé a alejarme antes de que se me notaran la vergüenza o las lágrimas.
- Déjeme darle un consejo –escuché a mis espaldas. Miré por sobre mi hombro y lo vi a Eliseo Morán de espaldas, colocando los pescados sobre la parrilla, diciéndome:
- Váyase de este pueblo, vuelva a su vida –hubo una pausa, y agregó- Ud. no está hecho para estar solo.
Volví al hotel en silencio, y llegué a tiempo para la cena. Vestí mi cara con mi mejor sonrisa, y cuando se hicieron las doce, choqué mi copa y brindé con el resto de la mesa. Luego, cuando todos salieron a ver los juegos artificiales, aproveché ese momento para escaparme a mi habitación y digerir la amargura acumulada.
Esa misma noche retiré la ropa del ropero, completé la valija, descansé una horas en la cama, y antes de que amaneciera, abandoné el hotel.
Mientras salía del pueblo, supe que dejaba atrás recuerdos y planes truncos, imágenes color para mi inagotable álbum: ella en el balcón diciéndome que era feliz, la cara de Eliseo Morán a punto de narrarme una historia, los ojos de Daniela viéndome llegar a la cena de Noche Buena.
Partí sin saber lo que haría después; no sabía si estaba volviendo, o si estaba a punto de cruzar el punto del no rertorno. Como fuera, las palabras del Eliseo Morán retumbaban en mi cabeza; íntimamente sentía que él tenía razón, y que yo no tenía el valor para hacer lo que creía que debía hacer.
El agua del río era de color marrón, casi violeta; y así, vista de cerca, daba un poco de pena, y también algo de asco. Nada de esto impidió que encontrara deliciosa la boga a la parrilla que preparó Eliseo Morán. La acompañé con un poco de sal y limón, y con una botella de vino blanco. Almorcé en la barra del precario bolichito que Eliseo Morán había armado a orillas del río, y al que había llegado por consejo de Daniela.
Me acodé en la barra y estuve solo un largo rato hasta que Eliseo Morán apareció en escena, viniendo desde la orilla cargando una caña, un balde y dos pescados de buen tamaño.
- Hay boga y surubí – me dijo mientras pasaba por debajo de la barra, y dejaba los pescados sobre una mesa. Pensé unos segundos, y elegí
- Boga
Eliseo Morán asintió, tomo uno de los dos pescados, y lo limpió con un cuchillo pequeño en menos de treinta segundos, con tres o cuatro movimientos rápidos. Tiró los desechos en el balde, y luego echó el pescado a la parrilla.
- ¿Vino? -preguntó
- Sí – le contesté. Eliseo Morán enterró su mano en un barril repleto de hielo, extrajo una botella, la descorchó y sirvió dos vasos.
- Salud –me dijo, bebió de su vaso, y luego se quedó con la mirada perdida en algún punto fijo ubicado detrás de mis espaldas. Cada tanto parecía despertarse, y entonces giraba el torso y controlaba la parrilla.
- Faltan cinco minutos –me aclaró- ¿quiere el diario de hoy? Está recién llegado de Buenos Aires…
- No, gracias – le contesté, y traté de reforzar mi agradecimiento con una sonrisa. En el interior, la gente es muy susceptible en estos temas.
- ¿No le interesa saber cómo están las cosas en Buenos Aires? –preguntó algo divertido.
- No hace falta: están mal –le contesté. Eliseo Morán sonrió, y asintiendo dijo
-Sí, están mal. Muy mal – bebió algo de vino de su vaso, y luego dio media vuelta y se acercó a la parrilla para retirar la boga y servirla en un plato, que acercó enseguida a la barra, junto con un salero, un platito con unas rodajas de limón, una panera y una servilleta de papel. Miró la disposición de todos estos elementos, como comprobando que nada faltara, pasó nuevamente por debajo de la barra y partió rumbo a la orilla, dejándome solo con mi boga.
Luego de un rato, mi plato y la botella de vino estaban vacíos. Había encendido un cigarrillo, y luego había girado sobre la banqueta, de modo tal que quedé de frente al río, con los codos y la espalda contra la barra. Minutos después Eliseo Morán regresó. Tomó su lugar detrás de la barra y se quedó callado, mirando al río. Yo apagué el cigarrillo, me puse de pie, y mientras introducía mi mano en el bolsillo de mi pantalón, le pregunté:
-¿Cuánto le debo? – Eduardo Morán me miró
-¿Le gustó? -preguntó
- Mucho –le contesté con sinceridad. El sonrió con satisfacción, y mirando el pescado que había quedado sobre la mesa, me dijo:
- Y eso que no ha probado el surubí.
Asentí sonriendo, esperando que me dijera cuanto le debía por el almuerzo, pero entonces él giró, pescó otra botella de vino helada, la descorchó y sirvió dos vasos.
- Siéntese, tenemos tiempo- me dijo. Quise negarme, pero él levantó su vaso para brindar, y no quise ser descortés, tampoco tenía mucho sentido, ¿qué otra cosa tenía para hacer? Chocamos nuestros vasos, bebí un poco de vino, y me senté nuevamente en la banqueta. Eliseo Morán fue hasta la mesa y comenzó a limpiar el pescado.
- Sí, tenemos tiempo –repitió asintiendo con la cabeza, como dándose la razón. Luego me miró, y me dijo
- Y mientras se cocina el surubí, y nos terminamos esta botella de vino, yo le voy a contar una historia.
Levanté mi vaso, lo sostuve unos segundos en el aire, bebí unos sorbos, y lo dejé nuevamente en la barra; acomodé mi cuerpo sobre la banqueta, apoyé mi cabeza sobre mis puños, y me dispuse a escuchar la historia de Eliseo Morán. Algo me decía que no iba a arrepentirme.
Me llevó unos días entender que estaba triste. Como era de esperar, el delay emocional que me acompañaba desde pequeño, no estuvo ausente en esa ocasión. A media mañana, bajé al lobby del hotel a desayunar y me acomodé en la mesa que había ocupado los días previos, que estaba ubicada sobre un ventanal que separaba el salón de un patio interno muy luminoso; y allí esperé a que se acercara Daniela, la camarera del café del hotel.
Luego de unos minutos, Daniela llegó a mi mesa llevando en su bandeja un café con leche humeante, un plato con tostadas, dos o tres platitos con mermeladas de frutas, y otro con manteca. Me saludó con una sonrisa y sirvió lentamente el desayuno. Cuando estaba apoyando el plato con las tostadas sobre el mantel, me dijo:
-¿Querés que te alcancé el diario, Julio? – demoré unos segundos en reaccionar, busqué sus ojos en lo alto, y negando con la cabeza, suavemente dije
- No, gracias, Daniela.
Ya con la bandeja vacía, Daniela cambió de posición, se apartó de mi lado y se paró detrás de la silla que estaba frente a mí. Apoyó la bandeja sobre el respaldo de la silla, y llena de preocupación me preguntó:
-¿Estás bien vos?
Cuando sonreí por instinto para escapar, y escuché que le contestaba
- Sí, Daniela, gracias –me di cuenta que no, que no estaba bien. Me sentía solo. Estaba solo. Eso era lo que había buscado, y lo que había conseguido.
- Estoy bien –le confirmé.
- Bueno –me contestó sin mucha seguridad- cualquier cosa que necesites, me avisas ¿si? –asentí, y luego Daniela se alejó para ubicarse detrás de la barra del salón.
Mientras tomaba el café con leche, y me preparaba una tostada con manteca y mermelada de duraznos, a través del ventanal pude ver a un hermoso gato colorado trepado al aljibe que dominaba el centro del patio. El gato miraba, agazapado, a una paloma gris que estaba parada al pie del ventanal.
Pensé en cómo estaría mi gato, y como se estarían llevando con Esperanza. Me pregunté si volvería a verlo, y esa duda repentina, me generó un escalofrío, un mal presentimiento.
Terminé mi desayuno y tomé las escaleras para ir a mi habitación. Cuando llegué al tercer piso, del picaporte de la cuarta puerta, colgaba una bolsa de plástico transparente con el diario, y una nota que decía:
“Por si te arrepentís – Daniela”
Entré al cuarto, dejé el diario sobre la cama, y fui al hasta el baño a lavarme la cara. Luego regresé a la habitación, miré los rincones, los costados del escritorio, entonces tomé el diario y lo arrojé en el cesto de papeles.
Salí de la habitación y bajé las escaleras rumbo a la calle. Ya era muy tarde para arrepentimientos.
Un vagabundo caminaba por la calle empujando un carro de supermercado que contenía sus pertenencias. Podía ver a través de tejido metálico un colchón enrollado de color gris, una manta que debió haber sido azul o celeste, algunas bolsas de plástico anudadas, una botella de agua mineral rellena con un líquido oscuro, y coronando esa pila heterogénea, un enorme radiograbador plateado. A pesar de los metros que nos separaban, el olor de su ropa y de su cuerpo me estremecía.
Yo también caminaba con mis pertenencias a cuestas: un bolso en una mano, y a mi gato en mi brazo izquierdo, envuelto en un toallón de color rojo. Me pregunté si la persona que estaba a mis espaldas sabría que ese olor pestilente no provenía de mi, sino de mi predecesor; sospeché que no.
Al llegar a la esquina, crucé la calle y seguí mi camino por la otra vereda. En frente, el vagabundo había hecho un alto para revisar unas bolsas de residuos que se encontraban apoyadas sobre la base de un árbol
-¿Cómo se termina asi? -pensé- ¿no suena alguna alarma en el camino? Nuevamente sospeché que no, que el descenso a los infiernos tiene, apenas, una suave pendiente por la que uno se desliza inadvertidamente. Un día uno abre los ojos, y se está ahí, rodeado de sufrimiento.
Al llegar a Tucumán, decidí descansar en un banco de la plaza. Dejé el bolso sobre el piso, y mientras sujetaba a mi gato, me las arreglé para encender un cigarrillo. Una señora mayor pasó por delante de mí, vío la cabeza del gato que se asomaba a través del doblez del toallón, el bolso a mis pies, me miró por unos segundos, y luego siguió su marcha; creí haber reconocido en sus ojos algo de pena. Quién sabe que historia habrá imaginado.
Estaba anocheciendo; debía decidir que hacer. Lo primero era conseguir a alguien que cuidara de mi gato por unos días. Me puse de pie, tomé mi bolso, y caminé hasta encontrar un teléfono público. Luego de algunos llamados, paré un taxi, subí al auto, y le indiqué al chofer la dirección del departamento de Esperanza.
Cuando llegé a la puerta de su edificio, Esperanza me recibió con la cara seria. Abrí la puerta del auto y le entregué a mi gato. Lo cargó con algo de miedo en sus brazos, y luego me preguntó:
- ¿Seguro que no te querés quedar acá, Martín?
Negué con la cabeza, le agradecí, cerré la puerta del auto y le indiqué mi próximo destino al chofer del taxi. Cuando retomamos la marcha, me miró por el espejo retrovisor y me dijo:
- Te separaste, no? – esperé unos segundos, y finalmente le respondí
- Sí
- Es jodido –agregó- pero vas a estar bien, eh, vos tranquilo pibe, eh.
- Si –le dije- Gracias.
El resto del camino lo recorrimos en silencio. De pronto se me vino a la cabeza una de las frases preferidas del Negro Avellaneda:
- Nunca subestimes el poder de la negación.
Sí, hay alarmas que suenan, luces amarillas que uno puede reconocer si no cierra los ojos. La versión oriental de la frase del Negro afirma que saber, y no hacer nada al respecto, es como no saber. Negar, o no hacer, son las caras de una misma moneda.
Al llegar a la puerta de Viena el auto se detuvo, le entregué algunos billetes al chofer, que al bajar del auto me recordó su consejo:
- Tranquilo pibe, eh…
Asentí, y cerré la puerta del auto.
Al entrar a Viena, lo vi al Zurdo hablando con Cortázar y con Expedition Al, y entendí que me estaban esperando, y que probablemente ya estaban al tanto de lo que había pasado.
Lo que ellos no sabían, lo que no podían siquiera imaginar, era que esa noche, yo estaba yendo a Viena para despedirme.