Cuando ya no se escuchaban fuegos artificiales ni voces en las calles, y quedaban unos pocos sentados a la mesa, el Zurdo se acercó y ocupó una silla a mi lado. Me convidó un habano, y nos quedamos mirando como Susana y Moliné bailaban divertidos una milonga, alentados por el aplauso y la aprobación general.
Aprovechando la distracción y el bullicio, el Zurdo giró levemente su silla hacia mi lado, y en voz baja, me llamó la atención diciendo:
- Escuchame una cosa... 
No dijo más hasta verme cambiar de perfil y quedar de espaldas a la pista de baile, entonces continuó:
- Se separó el Dandy 
La tranquilidad con la que habló me hizo asumir que lo peor ya había pasado, y que simplemente me estaba poniendo al tanto de la situación. Fue en ese momento en que descubrí que no había notado que Marta no había ido a la cena; sentí que era un llamado de atención, no estaba en condiciones de permitirme distracciones.
-¿Qué pasó?
- No sabemos bien. El Dandy no contó mucho, al parecer tuvieron una agarrada fuerte. La cosa se puso fea,  y en un momento Marta le dijo que se quería separar. Al día siguiente el Dandy se fue de la casa.
Bajo el tilo, junto a Cortázar y Esperanza, alejado de la conversación, el Dandy fumaba un cigarrillo con cara seria. Lo noté triste, o más viejo. Esa imagen me conmovió, el contraste con su fortaleza y su presencia habitual era cruel. 
El Zurdo se había puesto de espaldas a la mesa,  y balanceaba su cabeza levemente al ritmo de la música, mientras seguía los pasos de Susana con una sonrisa.   
- ¿Anda con otro? 
Sin voltear para verme, y casi como si estuviera esperando esa pregunta, inmediatamente replicó:
- No, me dijo que no. Vos lo conoces al Dandy, él la encaró ahí mismo  y le preguntó si había otro, y ella le dijo que no - hizo una pausa, y agregó- pero para mi que sí.  
Esa fue la única novedad que recibí en las primeras horas del año; pronto comprendí que esto se debía al hecho de que la separación me afectaba a mi directamente: el Dandy, aprovechando mi ausencia, se había instalado en mi departamento. 
Regresamos a la ciudad con la luz del día,  volando a bordo de la bala plateada que dirigía Joaquín. El cansancio y el sueño impusieron el silencio durante casi todo el viaje; sólo Moliné hizo alguna acotación, exigido por su rol de copiloto. Cuando Joaquín tomó Libertador, el Dandy golpeó mi brazo izquierdo con su codo, obligándome a dejar de mirar a través de la ventana, giré entonces mi cabeza hacia él, y en tono confidente, me dijo:
-¿Sabés que me separé, no? -asentí, y para acortar esa conversación y el mal momento, le dije
- Sí Dandy, el Zurdo me contó todo.
Colocó las dos manos sobre sus rodillas, como si acabará de realizar un esfuerzo increíble, y mirando hacia adelante  murmuró:
- No te preocupes, vas a encontrar todo bien en el departamento. Es sólo por un tiempo, y estoy seguro de que nos vamos a llevar bien.
Demoré unos segundos en contestarle, todavía no había digerido esta novedad, pero sabía que sobrellevarla  me iba a resultar muy difícil.
- No hay problema Dandy.
El Dandy y yo viviendo juntos. Traté de imaginarme cómo sería, pero fracasé.
De chico aprendí que la vida tiene más imaginación que uno, pero sólo pude comprobarlo luego de muchos años; aún así, este nuevo capítulo me resultaba completamente irreal. Había abandonado Buenos Aires impulsado por la necesidad de entender por qué mi vida se había complicado tanto, confiado en que la respuesta me ayudaría a acercarme a la felicidad que conocí; regresé casi por obligación, esperando resolver cuanto antes los problemas pendientes y continuar mi búsqueda. La ciudad y el nuevo año me habían dado una bienvenida a la realidad, y así, como un nuevo hilo de una inmensa telararaña, otra complicación aparecía en mi vida.    
 
Como en aquella primera noche, salimos del Seddon y caminamos bajo la lluvia, lentamente, sin tomarnos de la mano; cada tres o cuatro pasos nos mirábamos a los ojos y sonreíamos en silencio, tóntamente. Las calles, la noche, todo era una réplica perfecta; sólo nosotros habíamos cambiado. 
La escena original se repitió de principio a fin: al pasar por el puesto de diarios, yo me detuve y la rodeé con mis brazos,  ella escondió su mirada en su pecho, yo llevé mi mano hasta su mentón para poder ver sus ojos, y cuando nuestras miradas se encontraron, la besé. 
Luego, en esta nueva versión, con una voz chiquita y temerosa, ella dijo:
- Así fue como empezó todo,  Martín. Depende de nosotros que no termine de la misma manera.
No alcancé a contestarle, de repente su imagen comenzó a deshacerse, la claridad interrumpió en la noche, y otras voces se mezclaron con sus palabras; supe entonces que me estaba despertando y que ese sueño maravilloso agonizaba.
Abrí los ojos, fuera de la habitación se escuchaba un gran movimiento de gente.
-Los preparativos -pensé. Imaginé la escena en el resto de la casa, y el presente inundó la habitación llevándome lejos de ella.
Me incorporé en la cama, y vi sobre la silla un juego de toallas, y una camisa planchada  junto a mis pantalones. El reloj marcaba el mediodía. Me puse de pie, tomé las cosas de arriba de la silla, salí de la habitación y con tres pasos rápidos ingresé en el baño a darme una ducha.
Al salir al jardín supe que estaban todos. En el fondo, Gatica dominaba la parrilla, y respondía con la cabeza una pregunta que seguramente le había hecho Esperanza, quién, vaso en mano, caminaba en círculos en torno a él, como si fuera un juez de box, siguiendo atentamente sus movimientos. Sentados cerca de la cabecera de la larga mesa, el negro Avellaneda, Joaquín, Moliné y el Zurdo conversaban un truco. Hacia la izquierda, a la sombra del tilo, el Dandy y Mecha Corta bebían y reían mientras escuchaban atentamente el relato de Cortázar.  Detrás de mí, un alboroto se filtraba desde el interior de la casa, y por sobre ese barullo, podía reconocer la voz de Susana dando indicaciones al grupo  de esposas, novias, amigas y sobrinas, ocupadas en la preparación de las ensaladas y en la cuenta de cubiertos, platos y fuentes.
Afortunadamente, o tal vez en forma premeditada, cuando salí de la casa y comencé a caminar por el jardín, sólo hubo saludos discretos, palmadas en la espalda, y alguna referencia a mi cara dormido y mi supuesta habilidad para llegar a los asados en el momento en que se está por empezar a comer.
Cuando por fin todos estuvimos sentados a la mesa, Gatica y Moliné comenzaron a servir las achuras, el Zurdo se encargó de descorchar las botellas de vino y de llenar los vasos, y las fuentes con ensalada recorrieron  la mesa, cambiando de mano en mano. Los festejos por el último día del año habían comenzado, y estábamos listos y bien predispuestos para que el nuevo año llegara de a poco, y nos encontrase alegres, despreocupados, y juntos.
El almuerzo se prolongó tanto que cuando oscureció, ya nadie pensaba en la cena, sino sólo en tener una copa y algunas uvas a mano para el brindis de la medianoche.
De niño, cada vez que se iniciaban las clases y comenzaba a escribir en los cuadernos a estrenar, lo hacía con esmero, cuidando la caligrafía, dominado por la firme intención de ser prolijo. Con el correr de los días -y el paso de las hojas-   ese cuidado iba desapareciendo, y mi personalidad desordenada terminaba imponiéndose. 
Cuando la adolescencia fue quedando atrás,  la determinación - la súbita necesidad- de hacer buena letra comenzó a abordarme durante los últimos días del año, y siempre el Año Nuevo me encontraba formulando promesas de cambio que, con la mejor de las suertes, apenas sobrevivirían a Febrero.
Mientras el Zurdo caminaba entre la gente con una botella de champagne en la mano y algunas copas en la otra, chequeando que ningún distraído demorará un segundo la celebración del Nuevo Año, recordé mi último sueño, y supe bien cuál era mi deseo para este año, y para los que le siguen. Me alegró comprobar que mis días fuera de Buenos Aires habían respondido ya a esa necesidad íntima y esencial de cambiar mi realidad,  de recuperar la felicidad y el modo de vivir la vida que había tenido en el pasado, desde la primera versión de la noche del sueño con ella, hasta su desaparición. 
- Sí -me dije- eso es lo que quiero.
El Zurdo se acercó, y levantó un poco su brazo izquierdo para dejar ver su reloj: faltaban pocos minutos para las doce. Todos estábamos ya parados y con las copas listas. A lo lejos, comenzó a escucharse una sirena y algunas detonaciones. Luego el cielo se iluminó y los festejos estallaron a mi alrededor. Choqué mi copa, y me empapé de afecto y de buenos deseos. Disfruté del momento sabiendo que mi regreso era pasajero, y que mi estadía se prolongaría sólo lo necesario como para poder resolver los asuntos pendientes e irme luego en paz. 
Esos eran mis últimos pasos sobre los escenarios del pasado.
Todavía hacia calor cuando me fui de Viena. Caminé unas cuadras por Arenales, y después tomé un taxi hasta Libertador,  donde está la parada del colectivo que me lleva a la casa del Zurdo.
Hace unos años ya que el Zurdo abandonó la ciudad para irse a vivir a una quinta
- Hay que preparar el retiro con tiempo, de a poco -nos explicaba- sino después, cuando llega, se hace muy cuesta arriba.
El viaje hasta la casa del Zurdo lleva casi dos horas; me iban a venir bien para repasar los detalles de lo ocurrido y para pensar con cuidado lo que le iba a decir al Zurdo. Sabía bien que el horno no estaba para bollos: el trabajo había salido mal -y el Zurdo debía haber pagado algún costo por eso-, había un policía muerto y, lo que más me afectaba a mí en particular: fuertes sospechas -alentadas por mi desaparición de Buenos Aires- de que era yo quién había delatado a sus compañeros.
-¿Cuáles son mis alternativas? -murmuré en voz baja mientras miraba a través de la ventana del colectivo. Eso es lo que me preguntaba el Zurdo siempre que iba a él en busca de consejo, y era precisamente lo que debía tener en claro antes de llegar a su casa. Mientras avanzaba por la Panamericana a gran velocidad, intentaba analizar la situación desde distintas ópticas, como si estuviera resolviendo un cubo mágico estrellado de colores. Al tomar el ramal que lleva a Tigre, abandoné mi asiento, presioné un botón cerca de la puerta, y esperé a que el colectivo detuviera su marcha.
Al bajar, la noche estaba más fría, y el desamparo de la provincia me provocó escalofríos. Encendí un cigarrillo y me dispuse a caminar.
- Nueve cuadras derecho, y luego una hacia tu izquierda. Vivo a media cuadra, sobre la derecha - así me había indicado el Zurdo la primera vez que fui a su casa.
Cuando llegué a la esquina y doblé hacia mi izquierda, bajo una luz amarilla pude verlo al Zurdo,  apoyado contra el murito que marca la entrada a su casa. Era claro que Cortázar lo había llamado para ponerlo al tanto de mi llegada, y, posiblemente, para asegurarse de que me esperara despierto.
En la tranquilidad de la noche, debe haber escuchado mis pasos, porque apenas retomé la marcha vi como giraba su cabeza  y saliendo del cono de luz amarilla,  comenzaba a caminar por el medio de calle, en mi dirección. La oscuridad lo tapó por completo al llegar a la esquina, y allí él se detuvo. No fue sino hasta que unos pocos metros nos separaban, que pude verlo nuevamente, esperándome con los brazos abiertos y una sonrisa que no le había conocido.
-Bienvenido -me dijo apenas antes de que nos abrazáramos, y creo que en ese momento nada pudo haberme reconfortado más.  Caminamos algunos metros, y cuando la luz amarilla nos iluminó, el Zurdo se adelantó un paso, me miró de frente y dijo en voz alta:
-Se te ve bien, che! -y luego terminó de aprobar mi aspecto con una pequeña palmada cerca de mi oreja o mi nuca.
Al entrar en la casa el Zurdo colocó el dedo índice sobre sus labios, y antes de cerrar la puerta y de que la oscuridad no invadiera nuevamente, me indicó con su cabeza el camino hacia la cocina; era tarde y no quería despertarla a Susana.
El Zurdo cerró la puerta de la cocina y luego se sentó a la mesa, frente a mí; me miró en silencio por unos segundos, y luego, como explicándome, dijo:
- Yo sabía que ibas a volver apenas supieras lo que había pasado -se detuvo, y mientras afirmaba con la cabeza, continuó:
- Se los dije a todos -entonces bajó los ojos y continuó asintiendo, como diciendo:
- Yo tenía razón.
- Me enteré hoy -quise comenzar a explicarle, pero me interrumpió
-Sí, sí, ya sé... hablé con Cortázar.
Nos quedamos callados, y presentí  que el Zurdo no quería seguir hablando del tema en ese momento. Estaba a punto de decirme algo, cuando se abrió la puerta de la cocina y apareció Susana diciéndome:
- Nene! - y en simultáneo al Zurdo corrigiéndola
- No le digas Nene...
Y Susuna entra a la cocina envuelta en una bata, y me toma la cabeza, y me da un beso en la mejilla mientras el Zurdo desaprueba todo esto y se pone de pie y apoya sus manos sobre el respaldo de la silla y dice:
- Vamos a dormir, Martín, que en un rato empieza a caer la gente - mi desconcierto lo divirtió al Zurdo, porque contendiendo la risa, me aclaró:
- Es el último día del año, pajarón, y vienen todos para acá a festejarlo como corresponde -hizo una pausa, y agregó
- Ya habrá tiempo para hablar y ver como seguimos; por ahora, terminemos el año en paz.
Me guiño un ojo y se perdió detrás de la puerta. Susana permaneció erguida y callada como una estatua por unos cuantos segundos, hasta asegurarse que el Zurdo estaba lejos, y luego me agarró fuertemente de los hombros y me dijo:
-¿Sabes que hoy preparé tallarines? no pensarás que te voy a dejar ir a dormir sin comer ¿no?
Acepté con una sonrisa,  respiré profundamente, y tuve el presentimiento de que finalemente, todo se iba a solucionar.
El viaje de regreso duró una vida. Cuando el ómnibus comenzó finalmente a reptar la rampa de la Estación terminal de Retiro , yo ya estaba de pie junto a mi butaca, con la mano izquierda sujetando la valija, y un pie en el primer escalón de la diminuta escalera que recorrería apenas se abriera la puerta, y el coche se detuviera, pesadamente, en la  plataforma número veinticuatro.
Atravesé el mar de pasajeros boyantes que pululaba en el hall de la estación, y con paso rápido busqué la salida de ese lugar decadente. Una vez en la calle, arrastré mi valija por entre puestos callejeros -que me recordaron a Asunción-,  giré hacia la derecha, y caminé hasta Libertador. Al llegar a la Plaza San Martín, por fin me sentí en Buenos Aires.
Encendí un cigarrillo, le di algunas pitadas, y cuando vi acercarse a un taxi desocupado, extendí mi brazo derecho. Subí al auto, saludé al chofer, y vacilé al momento de indicarle el destino del viaje; baje la ventanilla, me acomodé en el asiento, y finalmente murmuré la dirección de Viena.
En el trayecto fumé otros dos cigarrillos, en menos de diez minutos me encontraba en la esquina del bar. Pagué el viaje, bajé del auto y, una vez en la vereda, me quedé parado hasta que terminé de fumar el cigarrillo; lo apagué contra un poste de luz y luego lo arrojé en un cesto de color naranja. 
Era casi la una de la madrugada, y hacia calor. En el cielo oscurecido por las luces de la ciudad, solo un fino de Luna sobrevivía, brillante, sobre ese manto negro. Miré la vereda opuesta a la altura de mitad de la cuadra, donde estaba la entrada de Viena; imaginé el ambiente ruidoso del salón, y a Cortázar malhumorado por la excitación que traen los últimos días del año. Tomé nuevamente mi valija,  y crucé la calle.
Atravesé la puerta, y luego me detuve. Quise divisar desde allí la mesa chica en el fondo del salón, pero me fue imposible ver algo a través de las personas que iban y venían por el pasillo que daba a la barra.  Di un paso más, y en ese instante Cortázar apareció, y se quedó inmóvil al verme. Luego de un segundo, una sonrisa enorme apareció en su cara; vi como colocaba la bandeja bajo su axila y se ponía de perfil, y luego, con un leve movimiento de cabeza, me señaló el fondo del salón.
Lo seguí mirando hacia el piso, intentando no atropellar a nadie con mi valija; no quería cruzar miradas con nadie. Al llegar a nuestro rincón, vi que la mesa estaba vacía. 
Una vez  allí, Cortázar me abrazó, e inmediatamente sus manos aferraron fuertemente mis hombros. Nos sentamos,  él enlazó sus dedos sobre la mesa, se mordió el labio inferior, levanto su cabeza hasta encontrar mis ojos, y me dijo:
- ¿Te enteraste, no? - yo asentí callado, y para completar los hechos, agregué:
- Hoy por la tarde, estaba en Rosario...
- En Rosario -repitió Cortázar con una leve sonrisa- Joaquín tenía razón nomás... 
Hubo un silencio, miré levemente hacia los costados, y con voz muy baja, le pregunté:
- ¿Qué pasó, Cortázar?
Cortázar bajó la mirada, separó sus manos, y se rascó la frente
- Alguien nos delató, Martín -me dijo, con ojos chiquitos, y con una voz que temblaba de los nervios, o de la bronca.
- Alguien nos delató -repitió.
Lo miré desconcertado, no podía creer que eso fuera posible, ¿quienes sabíamos sobre esto? me pregunté, mientras negaba con la cabeza, impedido de aceptar esa versión de la realidad.
- Pero ¿cómo? - exclamé- ¿Quién?!
Cortázar solo levantó levemente los hombros, a modo de respuesta. Yo me eché hacia atrás, pegando mi espalda contra el respaldo de la silla, tomé aire, y pregunté:
- ¿Dónde está el resto?
- Moliné les aconsejó a todos que aprovechen estos días para estar en sus casas y hacer vida de familia, en esta época, es lo menos sospechoso...
Asentí en silencio, y luego me perdí un largo rato en suposiciones y reproches. Finalmente me puse de pie, tomé mi valija y cuando lo iba a despedir, Cortázar me preguntó:
-¿Vas a ir a verlo al Zurdo, no?   
- Sí. Es lo mejor, creo...
- Sí -contestó Cortázar. Luego hizo una pausa, y adiviné en su cara que tenía algo más para decirme.
- ¿Qué pasa? -apuré
- No, nada... cómo decirtelo, Martín...
- Hablá, Cortázar, ¿qué carajos pasa?
- Mirá, con todo esto que pasó... viste, que se yo, tu desaparición de Buenos Aires no cayó muy bien...
- ¡Qué! qué me estás queriendo decir, Cortázar?! eh? - Cortázar se puso de pie, y extendió sus brazos, como pidiéndome que me calmara. Dí un paso hacia atrás, y volví a preguntarle
- ¿Qué carajos me estás queriendo decir, Cortázar? - de pronto vi su mirada serena y firme, y mucha experiencia reflejada en el tono que usó para decir:
- Martín, hay gente que cree que fuiste vos quien habló.  Esto es así, y es mejor que lo sepas por uno de nosotros.  En este tiempo que estuviste afuera, fue el Zurdo quién salió a bancarte... vos sabés que acá había metida gente que no te conoce... La pasó brava el Zurdo, Martín... ¿entendés?
De pronto, como si todo fuera un gran acto de ilusionismo, vi lo que parecía... las apariencias, y supe que a muy pocos les importaría mi verdad. Asentí callado, y bajé la cabeza.  Después sentí la mano de Cortázar sobre mi hombro, y luego su mano sobre mi valija
- Yo te cuido esto -me dijo- ahora andá a verlo al Zurdo. Se va a alegrar de verte, creeme -agregó.
Salí de Viena hundido en la más profunda preocupación, intentando adivinar cómo saldría de este nuevo embrollo, y, más importante, si en esta ocasión, podría contar con mis amigos.

Fue en Rosario, en un cuarto del hotel Avellaneda, durante la tarde del martes 30 de Diciembre, cuando yo tomé conocimiento de los hechos que habían ocurrido días atrás, en Buenos Aires.

La jornada había transcurrido en el marco de la tranquilidad a la que me había habituado; había amanecido cerca del mediodía, y luego de un almuerzo tardío frente al río, había regresado al hotel a descansar. Por la tarde, cerca de las siete, desperté de una siesta y disfruté de una prolongada ducha tibia. Mi humor era excelente; había decido tomar un buen baño, servirme un trago en la habitación mientras me vestía y escuchaba algo de música, y después pasar por el “Café del Mar”.

Salí del baño todavía mojado, y me recosté en la cama, sobre un inmenso toallón blanco. Tomé el control remoto, encendí el televisor, y comencé a recorrer los canales buscando algo de música. Me detuve unos segundos en un canal de deportes para ver los goles de la primera división de la liga galesa de fútbol, luego, en el canal siguiente me tope con un noticioso. Estaba por retomar mi recorrida televisiva, cuando el anuncio que hizo la conductora del programa, me paralizó el corazón. Continuando con lo informado durante los días anteriores, se confirmaba que había fallecido el policía herido durante el intento de asalto que había sufrido la bóveda judicial de La Plata, durante la madrugada del 25 de Diciembre pasado.

El Zurdo, pensé.

No se daban más detalles. Al parecer, la noticia ya era vieja, y la única novedad era la del deceso del oficial; ocurrido esto, la atención pública no volvería a tener noticias de este episodio, hasta tanto no se detuviera a la banda de asaltantes responsable por el ilícito.

Apagué el televisor, apoyé la cabeza en la almohada, e intenté pensar. La conductora había dicho “intento de asalto”, esto indicaba que el robo no se había finalmente cometido. O tal vez este dato era simplemente el resultado de una mala información, de una estrategia policial, o de una decisión política. Como fuera, la muerte del policía confirmaba dos hechos: el trabajo del Zurdo se había llevado a cabo finalmente, y, sin dudas, había salido mal.

Mientras me vestía, recordé mi despedida de la mesa chica de Viena, mi decisión de salirme, de no participar, y los segundos que siguieron: el silencio del Zurdo, la mirada acusadora del Dandy, la desaprobación de Cortázar. Mal momento para estar lejos de Buenos Aires, me dije. Íntimamente, sabía que la culpa estaba haciendo su trabajo, pero la angustia que sentía, y la necesidad de saber cómo estaban mis amigos, no me permitieron serenarme. En pocos minutos retiré mi ropa del placard, revisé los cajones, y dejé la habitación.

Mientras pagaba mi estadía, le pedí al conserje que llamara a un taxi. En poco más de una hora, sentado en la primera butaca del micro, viajaba rumbo a Buenos Aires.

La estadía en Rosario me estaba haciendo bien. Esa mañana, me desperté cerca del mediodía, y al abrir los ojos me sentí profundamente descansado; la sucesión de días de buena alimentación, lectura y buen dormir, había reparado mi cuerpo y mi espíritu. Me levanté de la cama, fui al baño, y al mirarme en el espejo noté que había recuperado algo de peso, y que mi cara ya no lucía demacrada; de alguna manera había recobrado mi semblante y el buen humor. Decidí afeitarme, ir a desayunar y luego pasar por la peluquería a emprolijarme un poco.

Bajé al comedor del hotel llevando conmigo el libro de Bernardo Jobson, que estaba por terminar de leer; algunos de los cuentos me habían gustado mucho, en especial “Los caballos no saben que es domingo”, que me hizo recordar al Negro Avellaneda y su sana pasión por los burros. Al cabo de unos minutos, el mozo se acercó a mi mesa, me saludó y me dijo:

- ¿Va a pedir lo mismo?

- Sí – le contesté- gracias –el mozo se alejó, yo abrí el libro y me dispuse a zambullirme en uno de los cuentos que me faltaba leer.

La historia transcurría en la Argentina de los años setenta, probablemente en Buenos Aires, y la acción se desarrollaba en la oficina de una editorial, la mañana en que dos periodistas reciben llamadas intimidatorias por parte de algún grupo de tareas. El cuento me pareció más valioso que encantador, en el sentido que lograba muchos cometidos, incluso el de entretener. Describía una situación que fue padecida por muchos en esa época, denunciaba el antisemitismo que reinó por esos años, el valor y el coraje de algunos, el miedo de esos mismos, lo terrible de la violencia, y las distintas formas de afrontar esas circunstancias tan terribles. Creo que el mayor mérito de Jobson, fue mostrar cómo el personaje principal logró convertir, con su ánimo y su determinación, esa situación de presión insoportable en casi una anécdota; llevando su gravedad al mínimo, transformándola, luego del desenlace, en apenas un incidente más del día, cuando probablemente la vida de los personajes ya no fuera a hacer la misma a partir de aquel momento. Y allí, presiento, hay un inmenso hallazgo.

Cerré el libro, lo dejé sobre la mesa, y mientras esperaba que el mozo me trajera el desayuno, recordé otros gestos que representaban bien esa idea: Oscar Wilde dándole una propina al chofer del carro que lo llevaba a la cárcel a cumplir su condena; María Antonieta, disculpándose con su verdugo por haberlo pisado; Shelley, leyendo un libro mientras su barco se hundía; Aramburu diciendo “Proceda”.

Miré la tapa del libro, las letras blancas con el nombre de Jobson sobre un fondo violeta, y pensé en lo reveladora que puede resultar la lectura de un cuento, aun mal interpretado.

El mozo se acercó nuevamente a mi mesa, y apoyó sobre ella un vaso con jugo de naranjas, un plato con huevos revueltos sobre dos tostadas de pan negro, y un cenicero de metal plateado.

A veces, las historias de otros, aunque sean ficticias, ponen en perspectiva nuestra propia existencia. Mientras me alimentaba y disfrutaba de mi desayuno, recordé a mis amigos, y la posición común que reinó en la mesa chica de Viena respecto a mi partida de Buenos Aires, y mis problemas con el otro Martín; sentí que quizás había exagerado mi reacción. O tal vez fuera que, luego de estar lejos por un tiempo, la tranquilidad y el descanso me habían dado las fuerzas que necesitaba para enfrentarme con lo que me estaba pasando.

Terminé el desayuno, firmé un papel que llevaba mi número de habitación, me puse de pie, y salí a la calle.

Caminé hasta el boulevard, y comencé a recorrerlo despacio. Todavía no estaba listo para volver a Buenos Aires, me sentía mejor, pero algo, o la falta de algo, me impedía volver. Al cabo de unas cuadras encontré un banco de madera bajo la sombra de un jacarandá. Fue como una invitación; me senté, encendí un cigarrillo, y, esperanzado, abrí nuevamente el libro de Jobson.

Al registrarme en el hotel Avellaneda, decidí continuar llamándome Julio. De camino a mi habitación noté que nada había cambiado desde la última vez que había estado allí. Detuve mi marcha cuando vi el número 111 sobre una puerta blanca. Entré a la habitación, dejé la valija sobre la cama, corrí la cortina de la ventana para espiar la vista y, como estaba ansioso por sentirme en Rosario, apenas me lavé las manos y la cara antes de salir nuevamente a la calle.
Dejándome llevar por el instinto o por la memoria, era claro que terminaría mi primer trayecto en el monumento, para almorzar luego en "La Marina". Ordené una boga, por supuesto, y una botella de vino blanco. Disfruté de ese momento con intensidad y paciencia, y me levanté de la mesa cuando ya no quedaba nadie en el salón y los mozos comenzaban a impacientarse. Cuando salí, encendí un cigarrillo y luego caminé hasta el río. Me quedé allí un rato largo, disfrutando del sol, de la vista, y de la súbita sensación de sosiego que me había asaltado. Joaquín tiene razón, Rosario hace bien.
- Juan Martini es de Rosario
Me gusta decir esto cuando alguien menciona a Rosario; generalmente luego debo aclarar quién es Juan Martini, pero eso no importa, creo que al menos asi logro asociar a esta ciudad con una persona a la que encuentro interesante, en comparación con los clásicos rosarinos famosos.
Pero Juan Martini , vive en Buenos Aires. Desconozco, desde ya, las razones por las cuales esto es así; pero hay algo claro: Juan Martini vive en Buenos Aires porque no quiere vivir en Rosario. En su relato "Rosario Express" creo que pueden adivinarse algunos de los motivos que se encuentran detrás de su decisión. No lo sé, quizás esto sea un disparate y sólo he caido en el error común de pensar que un escritor escribe lo que vive. Como sea, con el tiempo he comenzado a creer que hay lugares a los que uno no puede volver.
Una nube ocultó al sol, provocándome un alivío que me sorprendió, y entendí que tenía calor. Quizás era hora de regresar al hotel y dormir una siesta. El color del agua había cambiado, parecía más oscura y turbia. Me quedé unos minutos más en la costanera mirando el río, preguntándome si yo volvería a Buenos Aires, si yo podría, volver a Buenos Aires; o si acaso, los días que acababa de vivir, no serían ya parte de mi "Buenos Aires Express".

El ómnibus partió de la estación con apenas  tres pasajeros a bordo: dos asientos delante del mío,  una joven viajaba junto a un niño que tendría cuatro o cinco años, que jugaba con un avioncito de guerra reluciente. La Navidad es para los pibes, me dije. 

Recliné mi butaca, y cerré los ojos para intentar dormir. Luego de unos minutos, el acompañante del conductor se acercó para entregarme una bandejita con alfajores.

- Gracias –le dije.

- Feliz Navidad –me contestó con tono alegre, y una sonrisa.

- Sí, feliz Navidad –repetí. 

El siguió su camino de regreso a la cabina, y al pasar por al lado del asiento de la joven, le acarició la  cabeza al niño, y le regaló otra bandeja con alfajores.  Respiré profundamente y cerré nuevamente los ojos. 

Sabía que no era cierto, que había tenido hasta no hace mucho tiempo navidades alegres, y entendí que me estaba engañando, que efectivamente estaba huyendo de mi realidad; como diría el Negro Avellaneda: nunca hay que subestimar al poder de la negación.

Me desperté sobresaltado y confundido, con el ómnibus en movimiento. Al abrir los ojos, me llevó unos segundos ubicarme en el presente, y entender lo que estaba ocurriendo; me había dormido profundamente, y había soñado con Eliseo Morán y con el Zurdo. Enderecé el respaldo de mi butaca, y corrí levemente la cortina para ver el costado de la ruta. Como una señal divina, un cartel verde se acercó desde el horizonte, las letras y números blancos me trajeron esperanza: faltaban pocos kilómetros para Rosario.

Alguna vez Joaquín me dijo que ir a Rosario le permitía ser turista en Buenos Aires. Creo que no entendí lo que me quiso decir, pero recordé esa frase estando en la ventanilla de la boletería de la estación de ómnibus, y fue eso lo que terminó por definir la elección de mi destino. En todo caso, llevaba ya más de un mes fuera de Buenos Aires, y aunque era claro que extrañaba, todavía no estaba listo para regresar.

Llegué a la costanera y me detuve hasta  poder divisar el puesto de Eliseo Morán, que estaba ubicado a unos cuarenta metros de distancia sobre mi derecha. Dos luces encendidas, y algo de humo trepando hacia el cielo me confirmaron que Eliseo todavía estaba allí, o incluso que quizás pasaría la Noche Buena junto a su parrilla y su río. Caminé hasta el puesto y ocupé un lugar en la barra al notar que Eliseo no se encontraba allí. Mientras lo esperaba, busqué inútilmente un reloj en las paredes; estaba inquieto, impaciente, ansioso por que Eliseo Morán regresara a su lugar.

Pasaron algunos minutos hasta que Eliseo Morán finalmente apareció, viniendo desde la orilla; pude observar su paso lento y sus manos sujetando dos pescados grandes. Cuando llegó al puesto  me miró extrañado, se agacho para cruzar la barra  y ubicarse del otro lado.  Luego dejó los pescados en un balde, cerca de la parrilla, giró, apoyó los brazos sobre la barra y me dijo:

- No pensaba verlo de nuevo tan pronto, ¿qué lo trae por acá?

En ese momento me dí cuenta de que no sabía cómo hacerle la invitación, y sospeché que mi idea era ridícula.

- Hoy es Noche Buena –comencé a decirle – y en el Hotel están organizando una cena.. ya sabe, para brindar…- Eliseo Morán me miró en silencio, sin entender. Tartamudeé, creo que incluso me sonrojé, y finalmente le dije:

- Miré, creí que Ud. iba a pasar la Noche Buena sólo, y pregunté en el Hotel si podía invitar a un amigo… así que vine a decirle eso.  La cena es a las nueve, todavía tenemos tiempo –agregué entusiasmado.

Eliseo Morán asintió, y luego habló:

- Yo le agradezco la invitación –dijo- pero me va a tener que disculpar. Yo no celebro la Navidad –concluyó. Su respuesta fue en un tono bajo y firme, cuidada, respetuosa, definitiva. Sonreí y procuré quitarle dramatismo al tema:

- Vamos, Don Eliseo, no son días para estar sólo estos…

Y la expresión de su cara me indicó que me había equivocado, que ese comentario había estado de más, y no  supe que no tendría una oportunidad  para disculparme

- Yo elegí estar solo –me aclaró- y soy feliz así. No necesito de una familia, de vivir en una comunidad, o de celebrar la Navidad en compañía de extraños para disimular mi soledad.

Callé en silencio, y aguanté el golpe.

- Ud. no pensó en mi – me dijo- Ud. pensó en usted, porque no quiere pasar esta Noche Buena sólo, vaya a saber porqué razón. Y viene hasta aquí, a invitar a una persona que apenas conoce, lo llama amigo, y lo invita a pasar la cena de Navidad junto a otras personas que tampoco conoce… No, señor, no me meta a mí en sus problemas. – y diciendo esto, Eliseo Morán dio media vuelta y comenzó a limpiar los pescados que estaban en el balde, junto a la parrilla.

Me quedé parado, con la cabeza gacha, comprendiendo sus palabras. Lo que vi a través de sus ojos me entristeció, giré y comencé a alejarme antes de que se me notaran la vergüenza o las lágrimas.

- Déjeme darle un consejo –escuché a mis espaldas. Miré por sobre mi hombro y lo vi a Eliseo Morán de espaldas, colocando los pescados sobre la parrilla, diciéndome:

- Váyase de este pueblo, vuelva a su vida –hubo una pausa, y agregó-  Ud. no está hecho para estar solo.

Volví al hotel en silencio, y llegué a tiempo para la cena. Vestí mi cara con mi mejor sonrisa, y cuando se hicieron las doce, choqué mi copa y brindé con el resto de la mesa. Luego, cuando todos salieron a ver los juegos artificiales, aproveché ese momento para escaparme a mi habitación y digerir la amargura acumulada.

Esa misma noche retiré la ropa del ropero, completé la valija, descansé una horas en la cama, y antes de que amaneciera, abandoné el hotel.

Mientras salía del pueblo, supe  que dejaba atrás recuerdos y planes truncos, imágenes color para mi inagotable álbum:  ella en el balcón diciéndome que era feliz, la cara de Eliseo Morán a punto de narrarme una historia, los ojos de Daniela viéndome llegar a la cena de Noche Buena.

Partí sin saber lo que haría después; no sabía si estaba volviendo, o si estaba  a punto de cruzar el punto del no rertorno. Como fuera, las palabras del Eliseo Morán retumbaban en mi cabeza; íntimamente sentía que él tenía razón, y que yo no tenía el valor para hacer lo que creía que debía hacer.

Me despertó un puñal clavadándose en mi frente. Avanzando hacia mi cerebro lentamente, como una marea de dolor. Me incorporé hasta apoyarme contra el respaldo de la cama, y vila luz del día a través del ventanal de mi habitación, las sábanas quemadas con la ceniza de un cigarrillo -que mis dedos dormidos aun sostenían-; y recostada sobre el piso, una botella vacía del eterno caminante de etiqueta, que explicaba el puñal, las quemaduras en la cama, y hecho de que me encuentrara acostado todavía vestido. El reloj sobre la mesa de luz marcaba las dieciocho del veinticuatro de Diciembre. Y entonces recuerdé todo
De alguna manera, por algún motivo, había borrado esta Navidad. La había ignorado, esquivado, y boicoteado, inconscientemente lo había hecho, o, al menos, lo había intentado. Y luego Daniela me había dado un uppercut mortal, un llamado brutal a la realidad, a la dura verdad de mi presente, a las inevitables consecuencias del exilio al que me habían empujado las distintas circunstancias. 
El punto es que la Navidad me había alcanzado finalmente, y por segunda vez me había encontrado solo.
Me puse de pie, y caminé hasta el balcón. Me asomé a la tarde que caía sobre la plaza, y tomé la baranda del balcón y la apreté con fuerza. Recordé mi primera Navidad en soledad, en los meses que siguieron a su desaparición, y mi posterior promesa de que nunca, de que jamás en mi puta vida volvería a pasar un veinticuatro en solitario. 
Volví a mi habitación mordiendo bronca, y decidido a actuar sobre la realidad. 
Entré al baño y me dí una ducha. Luego me afeité con cuidado, y me peiné. Mis ojos recorrieron el ropero y finalmente escogí una camisa clara recién planchada, y los pantalones de lino grises. Lustré mis zapatos, y me vestí lentamente. Antes de abandonar la habitación me miré el espejo, y quedé satisfecho con mi apariencia; nadie podría en ese momento afirmar que ese hombre pulcro y determinado encerraba a un espíritu desesperado.
Bajé la escaleras al trote y llegué casi saltando a la barra del comedor del hotel. Al verme, Daniela no pudo disimular la impresión que le causé; se sonrojó, y mostrando una sonrisa me dijo:
- ¡Que bueno que apareciste, Julio! estaba un poco preocupada ya... vas a venir a la cena, ¿no?
Me acerqué a ella, y en voz baja le pregunté:
- Sí, sobre eso quería hablarte... ¿hay problema si invito a un amigo?
Daniela me miró sorprendida, y en seguida contestó
- Pero no, Julio, por favor! tu amigo es bienvenido también.
Le agradecí y salí del hotel con paso rápido. El reloj del Banco Nación anunciaba las sietetreinta. No podía llegar tarde a la cena de Noche Buena; y si quería que Eliseo Morán nos acompañara, debía apresurarme.
A medida que pasaban los minutos, comencé a sentir que debía irme y dejarlo a Eliseo Morán sólo con sus recuerdos. Mi retirada fue lenta y sigilosa: primero me separé un poco de él, luego me puse de pie y me quedé parado un lago rato, mirando las aguas oscuras del arroyo. Finalmente retrocedí unos pasos y me detuve, esperando quizás una palabra o un gesto de Eliseo Morán, pero él permaneció inmóvil, ausente, y entonces supe que efectivamente debía irme.
Caminé entre los árboles, y antes de descender la loma que me llevaría a la orilla, giré mi cabeza y vi cómo Eliseo Morán recogía rápidamente su tanza, que serpenteaba endemoniada. Finalmente había conseguido su cena.
Me alejé en silencio, y emprendí el camino de regreso al hotel. Pensé que si algún día contara la historia de Eliseo Morán en la mesa chica de Viena probablemente me tildarían, una vez más, de mentiroso.
Daniela me recibió en el lobby con una sonrisa:
- ¿Cómo estás, Julio? ¿recién volves del río? - yo asentí y me acerqué a la barra del bar.
- ¿Encontraste el puesto de Eliseo?
- Sí - le contesté- muchas gracias por la recomendación, comí muy bien.
- Me alegro. Cocina bien, pero es un poco charlatán. Espero que no te haya aburrido con alguna de sus historias -me dijo.
- No, para nada -contesté terminante.
Estaba por retirarme rumbo a mi cuarto, cuando me preguntó
- Julio, ¿qué vas a hacer mañana a la noche? - quedé un tanto descolocado, no entendía a que se refería, y mi cara debe haber reflejado este desconcierto, porque rápidamente Daniela agregó:
- Mañana es Nochebuena, Julio! ¿o te olvidaste? - me quedé callado y sin reacción. Sí, me había olvidado. Levanté los hombros levemente y dije:
- No lo sé, Daniela, ya veré.
- Bueno, si querés, estás invitado a la cena que hacemos aquí en el hotel. Ojalá vengas, es a las nueve.
Le agradecí, sonreí y evité dar una respuesta definitiva. Comencé a subir las escaleras mientras sentía un súbito cansancio, un agotamiento extremo que se apoderaba de mis piernas y de mi espíritu. Sabía que al llegar a mi habitación, la noticia de esta Navidad iba a destrozarme.
Una Luna naranja y enorme asomaba en ese momento por detrás de la isla, iluminando el camino que recorríamos con Eliseo Morán hasta la orilla del río. Marchábamos en silencio y con paso lento, como construyendo un intervalo entre la historia que Eliseo me había regalado minutos atrás, y la siguiente, la que estaba aún por develarse. Cuando llegamos al río no nos detuvimos, cambiamos la dirección de nuestra marcha y caminamos aguas arriba, hasta que llegamos a la boca de un arroyo. Allí escalamos una pequeña pendiente, nos internamos entre los árboles, y finalmente nos sentamos sobre la tierra húmeda. Eliseo Morán comenzó a encarnar el anzuelo, cuando terminó, lo inspeccionó bajo la luz de la Luna, hizo un retoque, y luego se puso de pie y lo arrojó lejos. No vi dónde cayó, solo escuché un sonido húmedo a la distancia. Eliseo se sentó nuevamente, me convidó un cigarrillo, y comenzamos a fumar. Un suave viento comenzó a soplar, llevando a la Luna a lo más alto del cielo. Eliseo me alcanzó una botella y me dijo: - Beba, en un rato va a tener frío sino. Le dí un trago y sentí un líquido tibio ardiendo por mi garganta. Grapa, pensé. Devolví la botella, y limpié mis labios con el dorso de mi mano, mientras Eliseo levantaba la botella y bebía de ella largamente. Vi después su mirada lejana, y presentí que ya estaba en el pasado, y que la historia estaba por comenzar. - Nací en un campo cercano a Las Garcitas, Chaco, durante el verano de 1938. A los doce años dejé mi casa y comencé a trabajar en los campos de algodón de la familia Leguizamón. Allí serví como peón durante ocho años. En ese tiempo, fui siempre obediente y trabajador, y leal a Don Julio y a su familia. Eliseo recogió un poco de hilo, e hizo un gesto con la mano, como si estuviera hablando sólo. - El 21 de Octubre de 1957, Margarita Leguizamón cumplió quince años. Trabajamos mucho para preparar esa fiesta, y cuando todo estuvo listo, Don Julio nos felicitó satisfecho. La fiesta fue por la noche y, desde la parrilla, yo pude ver cuando Margarita llegaba en el carro sonriente, toda de blanco, con un hermoso collar brillante sobre el escote de su vestido, con el pelo recogido y la cara reluciente. Saludó a los invitados que la esperaban en el jardín, y luego entraron todos a la casa para que comenzara la celebración. Me fui a dormir pensando en la niña Margarita, en cómo había crecido, y en lo hermosa que era. - La jornada siguiente comenzó al alba, como de costumbre. Había que arreglar un molino, y la tarea nos llevó todo el día, ya que tuvimos que regresar al campo dos veces en busca de nuevas herramientas y de más brazos. Cuando llegó la noche, caí rendido en mi cama. Eliseo hablaba en voz baja, casi susurrando, con la mirada fija en el agua oscura. - Me desperté con los gritos. Don Julio entró en el galpón y nos levantó a rebencazos. -¿Quién carajos tiene el collar de mi hija? – aullaba, con la cara colorada, echando baba por la boca. Nos hizo salir todos al patio, y formar una fila. Y entonces habló: - Miren mierdas, les voy a dar una oportunidad. Una sola. Ese collar era de la abuela de Doña Consuelo, quiero que aparezca ahora mismo. Ya. Recorrió la hilera mirándonos uno por uno a los ojos, y cuando terminó, dijo: -¿Así que nadie habla? Bien… -y luego entró al galpón con una de las criadas. Al cabo de unos minutos salió con los ojos inyectados en sangre. - Eliseo –dijo- entre conmigo. Entramos al galpón y caminamos hasta mi cama. Luego Don Julio señalo mi cajón, yo asomé mi cabeza y allí, entre mis ropas, asomaba el collar de la niña Margarita. Di un salto hacia atrás, aterrado. - ¿Por qué lo hiciste? –me preguntó Don Julio lleno de ira, y de asco. - Yo no fui –le contesté- no sé cómo ese collar llego a mi cajón. Estuve siempre trabajando-dije, intentando defenderme-. Don Julio me miró callado, mientras se mordía los labios, hasta que estalló y cruzó mi cara con su rebenque. Caí al suelo lleno de dolor. Fui arrastrado luego hasta el patio, donde me molieron a patadas, y fui estaqueado hasta el otro día, cuando el comisario vino a buscarme. Me fui del campo con lo puesto, esposado y cargado por un agente, ya que mis piernas no podían sostenerme. Estuve en la comisaría de Las Garcitas una semana, mientras me recuperaba. Un día me visitó un juez, y me dijo que el delito que había cometido era muy grave, y que Don Julio había pedido un fallo ejemplificador. Al tiempo hubo un juicio; duró dos días, y cuando terminó un señor me dijo que me habían encontrado culpable, y que pasaría algunos años en la prisión de Encarnación. - Con buena conducta, en cinco años estará en libertad –me dijo dándome una palmada en la espalda.
Eliseo recordó esta frase con dolor, y también con algo de humillación.
-Yo era muy pibe -razonó-me fumaron en pipa.
Una nube indiscreta había ocultado a la Luna, y de pronto la oscuridad nos rodeaba. Apenas podía distinguir la silueta de Eliseo Morán, con la cabeza gacha, el mentón tocando el pecho y los hombros aplastados por el peso de ese recuerdo.
- Tarde cuatro años en recibir a mi primera visita. Una mañana de invierno, el cabo Matera me llamó y me dijo que alguien había venido a verme. Era Facundo Reyes, peón y compañero mío de fajina en el campo de los Leguizamon. La alegría de ver una cara amiga me impidió preguntarme por el motivo de su visita, fue sólo después de algunos minutos que comprendí que Facundo tenía algo para decirme, y fiel a su estilo, lo dijo sin dar vueltas:
- Eliseo, yo fui el que robó el collar.
Me quedé helado, con la boca entreabierta, sin poder reaccionar. Facundo Reyes bajó la mirada y luego me dijo:
- Vengo a pedirte perdón.
-Yo asentí en silencio, lo miré unos segundos, me puse de pie, apoye mi mano sobre su hombro, y me fui de esa habitación.
Los días que siguieron fueron oscuros. Luego comenzó el tema de la pesca y lentamente mi vida volvió a la normalidad. Con el tiempo sospeché que, a su manera, Facundo Reyes tuvo también su castigo. Como sea, algo de esto llegó a los oídos de Don Julio, porque al salir en libertad, él me estaba esperando en la puerta. Me estrechó la mano y me dijo:
- Eliseo, me gustaría que volviera al campo.
- Yo lo miré a los ojos, y me di cuenta que él no comprendía lo que me había pasado, ni lo que yo sentía. Pero más aún, él no sabía cuánto yo había cambiado en ese tiempo. Tomé aire, y le dije:
- Gracias Don Julio, pero no, no voy a volver al campo nunca más. Ahora soy un hombre libre -miré hacia el cielo, y agregué- me voy a pescar.
El viento había corrido a la nube, y bajo la luz de Luna, pude ver la cara de satisfacción y de paz con la que Eliseo Morán recordó ese momento.
Yo permanecí callado el resto de la noche, viendo cómo Eliseo Morán pescaba su cena, deseando, íntimamente, el comienzo de una nueva historia.
Eliseo descorchó otra botella de vino blanco y luego llenó los vasos, se acomodó detrás de la barra, y con la mirada perdida en el río, comenzó su relato diciendo:
- Aprendí a pescar en la cárcel. Yo tenía veinte años, y Conrado Ucha fue quién me enseño.
Hubo una pausa, y vi los recuerdos perturbando la cara de Eliseo mientras decidía cómo continuar, qué cosas contar y cuáles dejar afuera de esta historia, por ser irrelevantes, o quizás muy dolorosas.
- Conrado Ucha debía tener casi setenta años de edad en ese momento, y más de treinta encerrado. Fue una suerte que él fuera mi compañero de celda. Creo que le caí bien de entrada, jugábamos a las damas casi todo el día y conversábamos mucho sobre las cosas que haríamos cuando saliésemos de ahí.
- Hablábamos poco de nosotros y de nuestro pasado; a veces se filtraba alguna referencia lejana, pero nunca había preguntas o pedidos de detalles. Allí el silencio del otro es acatado como una orden.
Eliseo bebió de su vaso, y su mirada volvió del río para enfocarse en mí. La expresión de su cara había cambiado, como si ya hubiese terminado de recordar lo mal que la había pasado en esos años y estuviera listo ahora para adentrarse definitivamente en la historia. Balanceó el peso de su cuerpo sobre sus pies, entrecerró sus ojos, y continuó diciendo:
- Una mañana, mientras ordenábamos las fichas sobre el tablero, le dije que cuando saliera de ahí mi único deseo era irme hacia algún lugar con río o con mar, aprender a pescar y a disfrutar de la vida viendo el tiempo pasar. El levantó la cabeza súbitamente, como sobresaltado, me miró en silencio unos segundos, fijamente, como si estuviera decidiendo que hacer, y finalmente me dijo:
- Yo le voy a enseñar a pescar, pibe.
-Y a partir de ese día, en una celda de la prisión de Encarnación, Conrado Ucha comenzó a enseñarme a pescar.
Eliseo Morán hizo otro alto en su relato para beber un sorbo de vino, y para acomodar el surubí en la parrilla. Mientras lo salaba, retomó su historia con una pregunta que yo me estaba haciendo hacía rato:
- Ud. se preguntará cómo se pesca en una celda, ¿no es cierto? El aislamiento ejercita la imaginación, Ud. no creería las cosas que pasan dentro de una prisión. Le explico: nosotros dormíamos en una cucheta, Conrado Ucha abajo, yo arriba. A la tarde, cuando comenzaban mis horas de entrenamiento, yo subía a mi cama y desde allí dejaba caer una tanza con un anzuelo encarnado con telas e hilo; y entonces Conrado simulaba desde abajo las mordidas de los distintos peces: patí, boga, bagre, surubí, dorado. Todos peces de río: Conrado Ucha no conocía el mar. Como sea, hacía esto con suaves tironcitos que daba con las uñas de sus dedos, y que poco a poco, iban desvistiendo a mi anzuelo. Podía tomarle horas terminar de desnudar a mi anzuelo, pero su paciencia parecía infinita. Cada vez que yo sentía un pequeño tirón, y jalaba rápidamente del hilo hacia mí, el anzuelo aparecía desnudo o intacto.
- Así pasamos muchas noches. Sin darme cuenta comencé a reconocer las tímidas mordidas de los peces, los imperceptibles toques que realizan para asegurarse de que no se trata de una trampa; hasta que pude identificar el momento preciso en el que hay que tirar del hilo con un golpe seco, para clavar el anzuelo en la carne del pez. Ese día, escuché un grito, una puteada: había pescado a Conrado Ucha del pulgar de su mano izquierda.
- Apareció su cabeza blanca, y vi que se estaba riendo. Mientras se quitaba el anzuelo del dedo, me dijo:
- Felicitaciones, pibe, ha pescado su primera boga.
- Yo bajé de la cucheta de un salto y lo abracé. Realmente sentía que había pescado por primera vez.
- A partir de allí las practicas fueron menos frecuentes, y Conrado comenzó a darme detalles sobre cómo encarnar, los tipos de anzuelos, plomadas, esas cosas. Terminamos hablando del clima, del mejor cielo o la mejor luz para pescar.
El vino ayudaba a Eliseo a recordar:
- En esos días -me dijo mirando el río- yo sentía que conversaba con Conrado Ucha sentados en un lugar como este.
Eliseo controló la cocción del pescado, se limpió las manos con un trapo, y dijo:
- Al poco tiempo yo salí en libertad. Me despedí de Conrado Ucha emocionado, él me abrazó y me dijo:
- Buena suerte, pibe. Ahora vaya, cumpla su deseo, y sea feliz.
En ese momento, creo, Eliseo Morán estuvo a punto de llorar, no puedo asegurarlo, porque él giró rápidamente hacia la parrilla y comenzó a retirar el pescado para servirlo en un plato.
Eliseo Morán dejó el pescado frente a mí, y nuevamente con la mirada fija en el río, me dijo:
- Tiempo después llegué a esta orilla y me instalé. Han pasado casi cuarenta años -y como confirmando una promesa antigua, dijo- sí, yo también cumplí con mi parte.
Estaba emocionado y confundido. Comí el surubí por respeto, y luego bebí mi vaso en silencio. Cuando se terminó la botella de vino, yo me puse de pie, e introduje mi mano en el bolsillo del pantalón, con miedo a preguntar por la cuenta. Entonces Eliseo Morán volvió a prestarme atención, y dijo:
- A usted seguramente le intriga saber por qué fui preso a los veinte años, ¿no ?
Era cierto, esa duda me había asaltado desde el primer momento, pero me aterraba preguntar. Tímidamente, asentí. Eliseo Morán sonrió:
- Sí, sé que usted quiere saber eso -me dijo- y yo se lo voy a decir, sí, yo se lo voy a decir. Hagamos un trato, usted me acompaña mientras pesco la cena, y yo le cuento porqué caí preso ¿qué le parece?
Yo nuevamente asentí, casi sin fuerzas. Mientras caminábamos hacia la orilla me pregunté si alguna vez yo podría irme de ese lugar.
A lo lejos, las luces del pueblo comenzaban a encenderse, en breve la noche caería sobre el río marrón.

El agua del río era de color marrón, casi violeta; y así, vista de cerca, daba un poco de pena, y también algo de asco. Nada de esto impidió que encontrara deliciosa la boga a la parrilla que preparó Eliseo Morán. La acompañé con un poco de sal y limón, y con una botella de vino blanco. Almorcé en la barra del precario bolichito que Eliseo Morán había armado a orillas del río,  y al que había llegado por consejo de Daniela.

Me acodé en la barra y estuve solo un largo rato hasta que Eliseo Morán apareció en escena, viniendo desde la orilla cargando una caña, un balde y dos pescados de buen tamaño.

- Hay  boga y surubí – me dijo mientras pasaba por debajo de la barra, y dejaba  los pescados sobre una mesa. Pensé unos segundos, y elegí

- Boga

Eliseo Morán asintió, tomo uno de los dos pescados, y lo limpió con un cuchillo pequeño en menos de treinta segundos, con tres o cuatro  movimientos rápidos. Tiró los desechos en el balde, y luego echó el pescado a la parrilla.

- ¿Vino? -preguntó

- Sí – le contesté. Eliseo Morán enterró su mano en un barril repleto de hielo,  extrajo una botella, la descorchó y sirvió dos vasos.

- Salud –me dijo, bebió de su vaso, y luego se quedó con la mirada perdida en algún punto fijo ubicado detrás de  mis espaldas. Cada tanto parecía despertarse, y entonces giraba el torso y controlaba la parrilla.

- Faltan cinco minutos –me aclaró- ¿quiere el diario de hoy? Está recién llegado de Buenos Aires…

- No, gracias – le contesté, y traté de reforzar mi agradecimiento con una sonrisa. En el interior, la gente es muy susceptible en estos temas.

- ¿No le interesa saber cómo están las cosas en Buenos Aires? –preguntó algo divertido.

- No hace falta: están mal –le contesté. Eliseo Morán sonrió, y asintiendo dijo

-Sí, están mal. Muy mal – bebió algo de vino de su vaso, y luego dio media vuelta y se acercó a la parrilla para retirar la boga y servirla en un plato, que acercó enseguida a la barra, junto con un salero, un platito con unas rodajas de limón, una panera y una servilleta de papel. Miró la disposición de todos estos elementos, como comprobando que nada faltara, pasó nuevamente por debajo de la barra y partió rumbo a la orilla, dejándome solo con mi boga.

Luego de un rato, mi plato y la botella de vino estaban vacíos. Había encendido un cigarrillo, y luego había girado sobre la banqueta, de modo tal que quedé de frente al río,  con los codos y la espalda contra la barra. Minutos después Eliseo Morán regresó. Tomó su lugar detrás de la barra  y se quedó callado, mirando al río. Yo apagué el cigarrillo, me puse de pie, y mientras introducía mi mano en el bolsillo de mi pantalón,  le pregunté:

-¿Cuánto le debo? – Eduardo Morán me miró

-¿Le gustó? -preguntó

- Mucho –le contesté con sinceridad. El sonrió con satisfacción, y mirando el pescado que había quedado sobre la mesa, me dijo:

- Y eso que no ha probado el surubí.

Asentí sonriendo, esperando que me dijera cuanto le debía por el almuerzo, pero entonces él giró, pescó otra botella de vino helada, la descorchó y sirvió dos vasos.

- Siéntese,  tenemos tiempo- me dijo. Quise negarme, pero él levantó su vaso para brindar, y no quise ser descortés, tampoco tenía mucho sentido, ¿qué otra cosa tenía para hacer? Chocamos nuestros vasos, bebí un poco de vino, y me senté nuevamente en la banqueta. Eliseo Morán fue hasta la mesa y comenzó a limpiar el pescado.

- Sí, tenemos tiempo –repitió asintiendo con la cabeza, como dándose la razón. Luego me miró, y me dijo

- Y mientras se cocina el surubí, y nos terminamos esta botella de vino, yo le voy a contar una historia.

Levanté mi vaso, lo sostuve unos segundos en el aire, bebí unos sorbos, y lo dejé  nuevamente en la barra; acomodé mi cuerpo sobre la banqueta, apoyé mi cabeza sobre mis puños, y me dispuse a escuchar la historia de Eliseo Morán. Algo me decía que no iba a arrepentirme.

Al salir del hotel me detengo un momento en la vereda, trago un poco de humo de mi cigarrillo, y miro hacia las dos esquinas de la calle San Martín, para luego cruzar el asfalto hasta llegar a la otra vereda y sentarme en un banco de la plaza. Desde allí puedo ver el frente del hotel, su amplio ventanal, la puerta de entrada y, en lo alto, el único balcón ubicado en el tercer piso, al centro del edificio. En ese balcón, ocho años atrás, una noche de verano, yo fui feliz.
Dejo caer el cigarrillo en el piso y lo aplasto con la punta de mi zapato izquierdo. Apoyo las manos sobre mis rodillas, listo para ponerme de pie y seguir mi camino, pero me detengo, y me doy cuenta de que no hay apuro. Me recuesto sobre el respaldo del banco y vuelvo a mirar el balcón.
- Me gustaría desaparecer - me dijo ella cuando me desperté - irme de Buenos Aires, sentir otra vida. Quisiera irme de acá...
La escuché callado. Vi sus ojos mirándome, como pidiendo ayuda, y me decidí
- Yo conozco un lugar-le dije.
Nos encontramos horas después en Retiro, y huímos. 
Llegamos a este pueblo al atardecer. Un muchacho nos acompañó hasta nuestra habitación en el tercer piso del hotel. Cuando nos quedamos solos, ella abrió el ventanal y salió al balcón. Apoyó sus manos sobre la baranda de hierro, y estuvo unos segundos mirando la plaza, y el río. Luego giró,  me miró con la cara llena de felicidad, y corrió hacia mis brazos. Apoyó su cara contra mi pecho y me dijo:
- Gracias, gracias - así supe que la amaba.
Los días que  siguieron hasta que tuvimos que volver a Buenos Aires, fueron perfectos. Esos fueron los comienzos de los mejores años de mi vida. 
Enciendo otro cigarrillo, me pongo de pie, y comienzo a recorrer lentamente el camino de la plaza que lleva a la esquina de 25 de Mayo y San Martín. Cruzo la calle, y entro en la sucursal del Banco Nación, solo para mirar el techo, sus paredes, y ver que nada ha cambiado. 
Salgo del edificio y camino, bordeando la plaza desde la vereda de enfrente. Recorro dos cuadras, y llego al hotel.
Subo  lentamente las escaleras, llego a mi habitación, abro la puerta y luego me recuesto sobre la cama a descansar. Cierro los ojos. Me doy cuenta de que nunca  supe qué realidad la llevó a ella a querer desaparecer; y me pregunto cómo pudo lograrlo, cómo hizo para saltar a una nueva vida, sin dejar marcas, ni  rastros, ni decir adiós. 
Me pongo de pie y camino hasta el ventanal. Salgo al balcón, miro hacia el río y me digo que yo voy a volver, yo voy a recuperar mi felicidad pasada. Lo sé. Sólo necesito tiempo. 

Me llevó unos días entender que estaba triste.  Como era de esperar, el delay emocional que me acompañaba desde pequeño, no estuvo ausente en esa ocasión. A media mañana, bajé al lobby del hotel a desayunar y me acomodé en la mesa que había ocupado los días previos, que estaba ubicada sobre un ventanal que separaba el salón de un patio interno muy luminoso; y allí esperé a que se acercara Daniela, la camarera del café del hotel.

Luego de unos minutos, Daniela llegó a mi mesa llevando en su bandeja un café con leche humeante, un plato con tostadas, dos o tres platitos con mermeladas de frutas, y otro con manteca. Me saludó con una sonrisa y sirvió lentamente el desayuno. Cuando estaba apoyando el plato con las tostadas sobre el mantel, me dijo:

-¿Querés que te alcancé el diario, Julio? – demoré unos segundos en reaccionar, busqué sus ojos en lo alto, y negando con la cabeza, suavemente dije

- No, gracias, Daniela.

Ya con la bandeja vacía, Daniela cambió de posición, se apartó de mi lado y se paró detrás de la silla que estaba frente a mí. Apoyó la bandeja sobre el respaldo de la silla, y llena de preocupación me preguntó:

-¿Estás bien vos?

Cuando sonreí por instinto para escapar, y escuché que le contestaba

- Sí, Daniela, gracias –me di cuenta que no, que no estaba bien. Me sentía solo. Estaba solo. Eso era lo que había buscado, y lo que había conseguido.

- Estoy bien –le confirmé.

- Bueno –me contestó sin mucha seguridad- cualquier cosa que necesites, me avisas ¿si? –asentí, y luego Daniela se alejó para ubicarse detrás de la barra del salón.

Mientras tomaba el café con leche, y me preparaba una tostada con manteca y mermelada de duraznos, a través del ventanal pude ver a un hermoso gato colorado trepado al aljibe que dominaba el centro del patio. El gato miraba, agazapado, a una paloma gris que estaba parada al pie del ventanal.

Pensé en cómo estaría mi gato, y como se estarían llevando con Esperanza. Me pregunté si volvería a verlo, y esa duda repentina, me generó un escalofrío, un mal presentimiento.

Terminé mi desayuno y tomé las escaleras para ir a mi habitación. Cuando llegué al tercer piso, del picaporte de la cuarta puerta, colgaba una bolsa de plástico transparente con el diario, y una nota que decía:

“Por si te arrepentís – Daniela

Entré al cuarto, dejé el diario sobre la cama, y fui al hasta el baño  a lavarme la cara. Luego regresé a la habitación, miré los rincones, los costados del escritorio, entonces tomé el diario y lo arrojé en el cesto de papeles.

Salí de la habitación y bajé las escaleras rumbo a la calle. Ya era muy tarde para arrepentimientos.

La charla en Viena fue corta, no había mucho que explicar: yo no estaba dispuesto a  aceptar como algo normal, al conjunto de circunstancias que se había generado en las ultimas semanas, como si se tratara solo de algunos incidentes típicos a los que debería estar acostumbrado y poder sortear sin mayor complicación. No, esa no era mi vida; y si lo era, entonces iba a cambiar.
¿Qué hacía yo caminando por la calle con un bolso y mi gato a cuestas? ¿desde cuándo debía controlar que nadie me estuviera siguiendo? 
Fui cuidadoso con las palabras y con el tono de voz elegidos: como mi decisión afectaba sus planes, estaba allí para que no hubieran dudas de mis motivos, pero no para discutirlos. Creo que el Zurdo entendió de inmediato que no estaba pidiendo consejo, que simplemente les estaba comunicando mi decisión. Me escucharon callados. Una gravedad densa envolvió la mesa chica de Viena durante esos minutos. Cuando terminé de hablar hubo un silencio largo, de esos que acontecen cuando algo inevitable se ha revelado, y luego el Zurdo finalmente preguntó:
- ¿Y qué vas a hacer, Martín?  
La pregunta del Zurdo era la de todos. Fue un momento difícil. Las palabras operan sobre la realidad, y yo sabía que decirlo era, de alguna manera, comenzar a vivirlo. Apoyé entonces las manos sobre la mesa, recorrí las caras de mis amigos, y con voz firme les dije:
- Voy a desaparecer.
Algunos bajaron su mirada hacia la mesa, otros asintieron en silencio. Solo el Zurdo se me quedó mirando con una expresión en su cara que no pude descifrar. 
Me puse de pie y abandoné la mesa. Caminé ensimismado bordeando la barra del salón,  buscando la salida, aire fresco. Cuando llegué a la vereda respiré profundamente; sentí que iba a llorar. Di media vuelta para ver la puerta de Viena una vez más, y vi como el Zurdo la atravesaba  con autoridad. Se acercó hacia mí y  me extendió un abrazo. Luego se separó unos pasos, me miró, y como si fuera una orden, me dijo:
-Cuidate, Nene.
Y a partir de ese instante, desaparecí.   
  

Un vagabundo caminaba por la calle empujando un carro de supermercado que contenía sus pertenencias. Podía ver a través de tejido metálico un colchón enrollado de color gris, una manta que debió haber sido azul o celeste, algunas bolsas de plástico anudadas, una botella de agua mineral rellena con un líquido oscuro, y coronando esa pila heterogénea, un enorme radiograbador plateado. A pesar de los metros que nos separaban, el olor de su ropa y de su cuerpo me estremecía.

Yo también caminaba con mis pertenencias a cuestas: un bolso en una mano, y a mi gato en mi brazo izquierdo, envuelto en un toallón de color  rojo. Me pregunté si la persona que estaba a mis espaldas sabría que ese olor pestilente no provenía de mi, sino de mi predecesor; sospeché que no.

Al llegar a la esquina, crucé la calle y seguí mi camino por la otra vereda. En frente, el vagabundo había hecho un alto para revisar unas bolsas de residuos que se encontraban  apoyadas sobre la base de un árbol 

-¿Cómo se termina asi? -pensé- ¿no suena alguna alarma en el camino? Nuevamente sospeché que no, que el descenso a los infiernos tiene, apenas, una suave pendiente por la que uno se desliza inadvertidamente. Un día uno abre los ojos, y se está ahí, rodeado de sufrimiento.

Al llegar a Tucumán, decidí descansar en  un banco de la plaza. Dejé el bolso sobre el piso, y mientras sujetaba a mi gato, me las arreglé para encender un cigarrillo. Una señora mayor pasó por delante de mí, vío la cabeza del gato que se asomaba a través del doblez del toallón, el bolso a mis pies, me miró por unos segundos, y luego siguió su marcha;  creí haber reconocido  en sus ojos algo de pena.  Quién sabe que historia habrá imaginado.

Estaba anocheciendo; debía decidir que hacer. Lo primero era conseguir a alguien que cuidara de mi gato por unos días. Me puse de pie, tomé mi bolso, y caminé hasta encontrar un teléfono público. Luego de algunos llamados, paré un taxi, subí al auto, y le indiqué  al chofer la dirección del departamento de Esperanza.

Cuando llegé a la puerta de su edificio, Esperanza me recibió con la cara seria. Abrí la puerta del auto y le entregué a mi gato. Lo cargó con algo de miedo en sus brazos, y luego me preguntó:

- ¿Seguro que no te querés quedar acá, Martín?

Negué con la cabeza, le agradecí, cerré la puerta del auto  y le indiqué mi próximo destino al chofer del taxi. Cuando retomamos la marcha, me miró por el espejo retrovisor y me dijo:

- Te separaste, no? – esperé unos segundos, y finalmente le respondí

- Sí

- Es jodido –agregó- pero vas a estar bien, eh, vos  tranquilo pibe, eh.

- Si –le dije- Gracias.

El resto del camino lo recorrimos en silencio.  De pronto se me vino a la cabeza una de las frases preferidas del Negro Avellaneda:

- Nunca subestimes el poder de la negación.

Sí, hay alarmas que suenan, luces amarillas que uno puede reconocer si no cierra los ojos. La versión oriental de la frase del Negro afirma que saber, y no hacer nada al respecto, es como no saber. Negar, o no hacer, son las caras de una misma moneda.

Al llegar a la puerta de Viena el auto se detuvo, le entregué algunos billetes al chofer, que al bajar del auto me recordó su consejo:

- Tranquilo pibe, eh…

Asentí, y cerré la puerta del auto.

Al entrar a Viena, lo vi al Zurdo hablando con Cortázar y con Expedition Al, y entendí que me estaban esperando, y que probablemente ya estaban al tanto de lo que había pasado. 

Lo que ellos no sabían, lo que no podían siquiera imaginar, era que esa noche, yo estaba yendo a Viena para despedirme.