5 de mayo de 2009

Al correr la cortina y entrar en el bar, el ruido de mis pasos fue absorbido por la gruesa alfombra de color violeta que cubría todo el piso del salón. Me acomodé cerca de uno de los extremos de la barra, con la intención de comprobar desde allí si la Cabra se encontraba entre las numerosas personas que poblaban las mesas y la barra.

Noté que, exagerando su hermetismo, el bar carecía de ventanas; y que el techo estaba oculto detrás de una goma espuma densa y oscura, que ahogaba los sonidos que lograban escaparse de la gravedad de la alfombra.

- El mundo termina en la puerta de este bar –pensé.

El bartender era un hombre calvo, de mediana edad, extremadamente delgado y de piel muy clara -tan blanca que no podía ocultar las finísimas venas violetas que recorrían sus brazos, o que asomaban al costado de su nuca, detrás de sus orejas-; sus movimientos eran simples y armónicos, prolijos, pero enérgicos. Se acercó a mi lugar para buscar hielo y comenzó a enfriar una copa de martini, y sin detenerse, imprevistamente me miró y dijo:

- ¿Qué le sirvo?

- Walker negro -respondí- sin hielo.

Con un gesto inconfundible dibujó en el aire un

- Entendido - luego se alejó hacia el otro extremo de la barra, a servirle a la pelirroja pianista, el martini que esperaba por la copa fría en una coctelera plateada.

Desafiando la prohibición de la ciudad, casi todo el mundo fumaba despreocupadamente, y distintos aromas y densidades se mezclaban en el aire; en seguida me sentí ingenuo con la observación, estaba claro que en este lugar regían otras leyes.

- Mejor tener esto bien presente -me dije.

Los tragos se sucedieron mientras esperaba que la Cabra apareciera, y el alcohol o la ansiedad me hicieron dudar, ¿qué me había hecho dar por sentado que encontraría a la Cabra, y que él estaría dispuesto a ayudarme? ¿La desesperación?

- ¿Soy un hombre desesperado? -me pregunté. En ese momento sentí que sí, que lo era; busqué una confirmación en el fondo del vaso del whiskey, pero estaba vacío.

Le mostré mi vaso al calvo, y él se acercó de inmediato con la botella dorada y me sirvió una medida generosa. Aproveché ese gesto amable y le confesé

- Estoy buscando a la Cabra -dije, pero él no levanto la mirada, sólo formó una medialuna con sus labios, como si le hubiese dicho algo que no le importaba, o algo que no quería saber, acomodó la botella en un estante, y volvió al centro de la barra.

Necesité dos whiskeys y casi dos horas adicionales antes de que el calvo se acercara nuevamente y susurrara:

- En un rato llega. Suerte.

jueves 30 de abril de 2009

Al llegar a la vereda opté por ir caminando y de paso aprovechar esas cuadras para pensar un poco más sobre lo que iba a hacer; pero finalmente la impaciencia me desbordó y al llegar a Charcas terminé tomando un taxi. Al subir, le indiqué al chofer el destino del viaje, y luego, casi automáticamente, bajé la ventanilla y encendí un cigarrillo; a través del espejo retrovisor advertí un gesto de fastidio, que decidí ignorar llevando mi mirada hacia la calle.

Mucho tiempo atrás, en una madrugada complicada, acompañé al Zurdo a un bar ubicado sobre la calle Ayacucho. Entramos con paso rápido, y yo seguí al Zurdo hasta el fondo del salón; allí, sobre la pared lateral de color gris oscuro había una puerta perfectamente disimulada, que el Zurdo empujó luego de acercar una tarjeta negra a un sensor ubicado sobre la pared posterior, al lado de una llave de luz.

Atravesamos la pared y el ruido quedó atrapado a nuestras espaldas; dimos dos o tres pasos en la oscuridad, y detrás de una pesada cortina, apareció otro bar.

Era una ambiente mucho más acogedor que el anterior, con paredes revestidas en madera, luz tenue, y una soberbia barra que corría de pared a pared, a lo largo de todo el salón. En un rincón, una pelirroja tocaba en el piano un tango lento. El Zurdo caminó entre las mesas y se detuvo a la altura de la mitad de la barra. Luego dirigió su mirada hacia una mesa en la que dos hombres conversaban en voz baja; el que se encontraba de espaldas a nosotros tenía el cuerpo de niño; el otro, que parecía un gigante, le hizo un gesto al hombrecillo cuando advirtió nuestra presencia, se puso de pie y comenzó a caminar hacia nosotros.

Era un hombre alto y gordo, con el pelo muy corto y canoso. A menos de un metro de nosotros detuvo su marcha y una súbita sonrisa llenó su cara; abrió los brazos y dijo:

- Zurdo, querido…

El Zurdo se acercó y se confundieron en un abrazo profundo. Cuando finalmente se separaron, sus ojos me miraron, y entonces el Zurdo aclaró:

- Es mi amigo.- la Cabra asintió, y luego los tres avanzamos hacia la mesa donde el hombrecillo aguardaba con mala cara.

Nos acomodamos en la mesa, y a los pocos minutos el hombrecillo se puso de pie y desde su escasa altura, lo miró a la Cabra:

- La seguimos mañana –le dijo. Luego nos miró a nosotros, inclinó levemente su cabeza en señal de saludo, y abandonó la mesa.

Al tiempo en el que el hombrecillo se perdía detrás de la cortina oscura, el Zurdo meneó su cabeza y dijo

- No le gustó la interrupción… –la Cabra esbozó una sonrisa y susurró:

- No era nada importante ¿Sabes quién es no? –el Zurdo afirmó con la cabeza y dijo:

- Falero

- Falero –repitió la Cabra, con satisfacción.

Entonces sobrevino un silencio, pasaron unos segundos y finalmente el Zurdo fue al grano y le explicó a la Cabra el motivo de nuestra visita.

Cerca de las cinco abandonamos el lugar. Al salir a la calle caminamos en silencio por Ayacucho hasta Santa Fe. El Zurdo parecía estar tranquilo, pero yo estaba inquieto y muy preocupado ¿qué pasaría si finalmente la Cabra no lograba ayudarnos? Me detuve en la esquina de Arenales, encendí un cigarrillo, aspiré un poco de humo, y dije:

- Entiendo que vos confias en él, Zurdo, ¿pero realmente crees que lo va a conseguir?

El Zurdo pasó el brazo por detrás de mi espalda, y luego su mano sujetó mi hombro con firmeza mientras me decía:

- Tranquilo Martín, tranquilo! él puede arreglar esto de taquito.

- ¿Sabes? Hay un dicho en Buenos Aires, entre los que lo conocen, claro –hizo una pausa, y continuó

- El Diablo le pide permiso a la Cabra, Martín –dimos algunos pasos más en silencio, y se despidió de mi diciendo

- Ahora andá a dormir, y olvidate de este asunto.

Algunos meses después, el Zurdo me pidió que lo ayudara a saldar la deuda con la Cabra, y si bien entendí que era lo que correspondía, me pareció que le estábamos devolviendo el favor con creces.

Todo terminó al poco tiempo con un brindis y un apretón de manos en el bar de la Cabra: finalmente quedábamos a mano. Cuando nos despedimos, la Cabra me dio una tarjeta de plástico negra, y recitó:

-Un favor por otro favor, Martín, esa es la regla.

Yo asentí, y guardé su tarjeta en mi abrigo. Cuando salimos del bar, sin mirarme, el Zurdo me advirtió:

-Te voy a dar un consejo Martín: esa tarjeta vale mucho, cuidala; puede serte de mucha utilidad en algún momento –y remató- Ahora bien, si llegas a pedirle algo a la Cabra, asegurate bien de devolverle después el favor…

Mientras le pagaba al chofer del taxi, tomé de mi billetera la tarjeta negra y la guardé en el bolsillo de mi pantalón.

Entré al bar, y caminé hasta el final del salón; acerqué la tarjeta a la pared, empujé la puerta, y al adentrarme en la oscuridad y en el silencio, supe que estaba tomando un camino sin retorno.

miércoles 28 de abril de 2009

Me despertó un espasmo que anunciaba un vómito inminente, que me obligó a saltar de la cama y volar hacia el baño, casi a tiempo para levantar la tapa del inodoro y volcar en él una catarata ácida y marrón. La descarga me agotó, y cuando terminó, sólo me quedaron fuerzas para meterme en la bañera, sentarme en el piso, abrir la canilla y dejar que el agua tibia corriera por mi cuerpo. Fueron necesarias cuatro cepilladas para eliminar de mi boca el sabor repugnante del vómito. En el espejo, mis ojos se veían rojos, y mi cara no lucía bien. Noté que el peso de mi cuerpo descansaba sobre mis brazos, que se apoyaban sobre el lavatorio, y que mis piernas sufrían un ligero temblor. Me envolví en mi bata, me dirigí al living y, agotado, me dejé caer sobre el sillón. La persiana estaba levantada, y a través del ventanal la luz blanca y pura de la mañana llenaba todo el ambiente. Muy cerca del vidrio del ventanal se encontraba mi gato, sentado, erguido como un zen con la cara apuntando al sol, inmutable. Durante largos minutos me quedé observándolo, esperando tal vez que notara mi presencia, que se acercara, y que saltara sobre mis piernas para después enrollarse y quedarse dormido. Pero nada de eso ocurrió; su simbiosis con el sol se constituía como un todo que nos quitaba al resto la existencia. - Un momento de absoluta plenitud –pensé asintiendo. Y mientras miraba a mi gato, sentí la necesidad de identificar algunos momentos así, que me pertenecieran: vino rápidamente una tarde plácida en Rosario, leyendo un cuento de Haroldo Conti frente al río; luego, sin quererlo, la imagen de una mañana vieja de Mayo, en la que me quedé dormido sobre su pecho mientras ella abrazaba y me decía que descanse; y después, una escena de mi infancia: la ansiedad que me desbordaba, y toda mi atención dedicada a escuchar la voz de mi padre leyéndome La Isla del Tesoro - trece hombres van sobre el cofre del muerto, jo, jo, jo, la botella de ron… El gato giró la cabeza hacia donde yo estaba, abrió los ojos, me miró, y se quejó con un maullido agudo y deformado; mis pensamientos lo molestaban. Luego cerró nuevamente los ojos, y giró su cabeza para quedar otra vez a solas con el sol. Yo me levanté del sillón y fui a mi cuarto a vestirme. No era posible recuperar mi pasado, pero sí podía reencontrarme con la libertad que había vivido durante mi último viaje. Mientras bajaba por el ascensor, supe lo que tenía que hacer. Sin Cortázar en Buenos Aires, la única persona que podía ayudarme a conseguir lo que necesitaba, era la Cabra.

martes 21 de abril de 2009

Perdido en la lectura del cuento, demoré unos minutos en detectar la incomodidad que me había asaltado, y que operaba como un zumbido molesto que me impedía avanzar. 
Inquieto, retrocedí algunas páginas para  repasar lo leído: 
-Los vaivanes del espíritu no tienen objeto -decía un personaje de Bolaño en medio de su monólogo.
Releí la frase en voz alta, para escuchar como sonaba, la pensé, la validé contra mi realidad, y no pude digerirla; algo de ella me molestaba y me producía rechazo. 
Miré a través de la ventana del bar: en la calle la gente se movía en completo silencio. Sin pensarlo, decidí cerrar el libro, ponerme de pie, dejar algunos billetes sobre la mesa y abandonar el lugar.
Esa noche fui a Viena de aburrido que estaba. Entré al salón algo malhumorado, me acodé en la barra, y comencé a buscar a Cortázar. Luego de algunos minutos comencé a impacientarme, desde allí podía ver la mesa chica vacía; pero detrás de la barra sólo estaba Chaco, el lavacopas que había reclutado Cortázar algún tiempo atrás, limpiando y repasando la barra con un trapo gris. 
Fui entonces hasta el baño, pasé por la habitación del subsuelo, y luego retorné a la barra.
Finalmente di media vuelta, lo miré a Chaco, y le pregunté dónde estaba Cortázar:
- ¿Dónde está Cortázar, che? –dije. Mis palabras detuvieron los movimientos de Chaco, y lo eyectaron de ese mundo paralelo en el que vive
- No está, Martín –respondió tímidamente- se fue con Moliné y Esperanza al Festival de Tango de Montevideo –y agregó- salieron el sábado, pensé que sabias…
Me quedé perplejo mirándolo a Chaco, dejé escapar un chistido de decepción y de bronca, y sin decir más, me fui de Viena sintiendo que estaba a punto de estallar.
¿Quién más faltaba irse de esta puta ciudad?
Esa noche apenas dormí: di vueltas en la cama, intenté leer, lavé algo de ropa, para luego volver a dar vueltas en la cama; finalmente cerca de las cuatro conseguí cerrar los ojos y quedarme dormido.
Me desperté asfixiado y temblando, con mi ojos abiertos reteniendo todavía las últimas imágenes de la pesadilla. Me incorporé en la cama y respiré pesadamente; mi cuerpo y las sábanas estaban empapadas de sudor. Estaba helado, pero sentía que hacia muchísimo calor en la habitación.
Miré el reloj: faltaban veinte minutos para las cinco. Me tomé la cabeza con las manos, y esperé unos segundos sin saber que hacer. Luego me paré, fui hasta el living, tomé la botella, caminé hasta el baño, entré en la bañera, abrí la ducha y no salí hasta que terminé de beberme todo el whiskey.
El vapor o el alcohol me empañaron la vista. Llegué a mi cuarto a los tumbos, todavía con la botella en la mano y me dejé caer sobre la cama. No podía mantener los ojos abiertos; tampoco cerrarlos. En esa nube irreal, nuevamente volaron ante mis ojos los fantasmas de la pesadilla; desesperado, intenté apartarlos con manotazos e insultos, pero me fue imposible. 
Cuando me quedé sin fuerzas, dejé caer mi cabeza sobre la almohada, mi brazo quedó colgando sobre el vacío, mi mano soltó la botella vacía y, finalmente, cerré los ojos. Lo último que recuerdo antes del apagón total, fue escuchar a mi voz diciendo:
-No doy más. 

jueves 2 de abril de 2009

Esa noche el Dandy no regresó a dormir a casa, y tampoco lo hizo en los días que siguieron. Fue en la mesa de Viena que Joaquín tiró la pelota afuera, y como si no estuviera dispuesto a compartir mi nueva angustia, dijo:
- Se debe haber ido a Punta del Este en el barco; ya sabés, a estar un poco solo y pegarse una buena joda allá. Vos no te preocupes -agregó-  él se sabe cuidar.
Asentí sin estar del todo convencido, mientras recordaba la vez que Floyd Rodriguez me confesó que lo más difícil para él era cuidarse de sí mismo. Luego me preguntaría por qué Jaoquín me había aclarado que el Dandy se sabía cuidar, ¿qué me había querido decir? ¿que yo no sabía hacerlo acaso? 
No había noticias del Zurdo; Gatica se había escapado a la Costa con una sommelier paraguaya que había conocido en un evento de tecnología, y esa misma noche Joaquín comentó que se iba al Sur con el Negro, a pescar truchas; y yo pensé que carajos me iba a quedar haciendo en Buenos Aires. Joaquín me leyó el pensamiento, y un poco entre risas, me dijo:
- Vos mientras tanto busca algo para entretenerte...
Cortázar le festejó el chiste, y yo me sentí obligado a empujar mi malhumor con un poco de vino y a esperar a que alguien cambiara de tema. Al día siguiente Juan me preguntaría si podía identificar lo que me había molestado de ese comentario; un rato más tarde, y con otros interrogantes a cuestas,  yo abandonaba en silencio el consultorio, sin haber podido encontrar ni una sola respuesta. Otra vez me había cagado a palos.
Regresé a mi departamento caminando, intuyendo que esa noche no iría a Viena. 
Al llegar a casa, me dí una larga ducha; luego me serví un whiskey doble y fui hasta el living y decidí  escuchar un poco de música. Vi en ese momento, apoyado en la mesa,  el sobre de papel madera; lo tomé y caminé hasta el balcón. Me senté  y encendí un cigarrillo, vi que era una noche apacible y agradable, pero nada de eso me reconfortó. Exhalé largamente  una bocanada de humo, y casi sin pensarlo, prendí un fósforo y luego,  lentamente, como hipnotizado, acerqué unos de los extremos del sobre a la llama amarilla. Inmediatamente después dejé caer el sobre al piso y me quedé mirando como el papel ardía y se convertía en cenizas.
Luego fui hasta el living, tomé la botella, subí aun más el volumen del equipo de música, y me desplomé sobre el sillón.  Antes de que las luces se apagaran, di un paseo por el pasado y por los distintos futuros que pudieron haberse sucedido desde el borroso momento que todo comenzó a complicarse.

viernes 20 de marzo de 2009

Atravesé la entrada del Liceo entremezclado con un grupo de jóvenes distraídos, y pocos metros después de haber dejado atrás la garita de vigilancia, me separé de ellos para ir directo hacia el muelle. 
Sabía que el yatch del Dandy no era demasiado grande, y que llevaba "Bolivar" por nombre. Creí recordar en ese momento que así también había bautizado Byron a su barco; y me pregunté si habría algún otro punto de contacto entre Byron y el Dandy
Caminé lentamente por el muelle principal y por sus ramificaciones, deteniéndome cada tanto para mirar a mi alrededor, deseando encontrarme de pronto con la figura del Dandy recortada contra el cielo celeste. 
Pase un largo rato deambulando inútilmente, y antes de darme por vencido, recorrí nuevamente los caminos de madera que apenas lograban separar los barcos entre sí; finalmente me detuve en el extremo último del muelle y resignado, me senté y encendí un cigarrillo. Apoyé mi espalda contra un poste de madera, cerré los ojos, y dejé que el sol incendiara mi cara.
Me quedé pensando en el sobre de papel madera, y en esos versos de Auden; y de pronto me parecieron una advertencia, o el  recordatorio de una deuda pendiente. 
Si el Dandy no tenía nada que ver con esto, ¿qué parte me tocaba a mi en este asunto? ¿ a quién había herido yo, en ese caso? Sin mucho esfuerzo, se me ocurrieron tres o cuatro nombres; pero negando con la cabeza, descarté esta idea paranoica y me dije:
-¿Quién no ha lastimado a alguien alguna vez? - y entonces me puse de pie, tiré la colilla del cigarrillo al agua, y emprendí mi camino de regreso a tierra firme.
El sol estaba ya en lo alto del cielo y el viento soplaba con ganas, y ante ese panorama sospeché que el Dandy no regresaría sino hasta después de algunas horas.
Al salir del club saludé  al cadete que vigilaba la entrada, y comencé a caminar por la Costanera en dirección al sur.  
Las nubes corrían apuradas, y a su paso las aguas del río cambiaban de color. Me apoyé sobre el muro y me quedé mirando cómo un hombre encarnaba el  anzuelo de su caña de pescar; a su lado, sentada en una reposera de playa, su  mujer preparaba un mate; se los veía tranquilos y contentos. Recordé en ese momento la imagen de Eliseo Morán solo frente al río,  y noté que algunos necesitan muy poco para estar en paz;  y no pude evitar sentirme un poco estúpido.

martes 18 de marzo de 2009

Ayer a la mañana desperté con el deseo de salir al balcón y desperezarme contra los rayos del sol. No me preocupé en ponerme los pantalones, y así como estaba, caminé por el pasillo, llegué al living, corrí el ventanal y salí al día.
Apenas corría una brisa fresca; y el Sol, que no había terminado de trepar por el cielo, me recibió con un calor maternal.  Tomé aire, entrelacé los dedos de las manos, y luego levanté los brazos hasta que sobrepasaron la línea de mis hombros; respiré suave y profundamente dos o tres veces más, y procedí a arquear mi espalda hacia atrás todo lo que me fue posible. Conservé esa posición por algunos segundos, y finalmente deshice la postura muy  lentamente.
Satisfecho, me apoyé contra la baranda del balcón y me dejé atrapar por las copas de los árboles de la plaza, y por los reflejos de las ventanas de los edificios que dan a la avenida. Permanecí allí varios minutos antes de que decidiera entrar a prepararme el desayuno.
Casi llegando a la cocina, apareció mi gato y comenzó a bailar alrededor de mis piernas,  maullando sin cesar, pero cuando me incliné para acariciarlo, se escapó de entre mis manos y corrió hacia la mesa del living. 
Lo seguí intrigado, y entonces puede ver allí, a unos pasos de la puerta de entrada del departamento, un sobre grande de color madera.  Me incliné nuevamente, tomé el sobre, acaricié al gato, y fui hasta la cocina a prepararme un café.
El sobre no tenía señas, y era muy liviano, como si llevara apenas una hoja. Y no estaba cerrado.
Terminé de prepararme el café,  regresé al living, y me senté a la mesa. Tomé unos sorbos de la taza, y luego examiné el sobre con cuidado: no advertí ningún detalle en especial.
Finalmente aparte la solapa del sobre, y extraje una hoja de papel algo gruesa y de color tiza. La primer carilla que vi estaba en blanco, di vuelta la hoja inmediatamente, y allí, perfectamente centrados en el papel, en tinta negra y en letra cursiva, estaban impresos unos versos de Auden, que decían así:
I and the public know
What all schoolchildren learn,
Those to whom evil is done
Do evil in return
Para entenderlo, o estar seguro de haberlo entendido, necesité de algunos minutos y tres o cuatro relecturas. 
Entonces, dejé la hoja sobre la mesa, y giré sobre la silla en dirección al ventanal;  me quedé meditando sobre esos versos, y sus implicancias, durante un largo rato, hasta que en  un momento, sin proponérmelo, tomé aire y en voz alta comencé a repetir los versos lentamente, con cierta gravedad, como si estuviera pronunciando una sentencia. Al terminar, sentí sobre  mí el peso de una ley ineludible, como la del paso del tiempo o la finitud de nuestra consciencia, y nuevamente me invadió el presentimiento de una tragedia inminente.
Pasó también volando el recuerdo de mi amigo, esa noche en Caballito, explicándome que la angustia sin remedio de su alma justificaba plenamente su deseo de venganza.
Sin pensar que era lo más conveniente, dejé el sobre donde lo había encontrado, tomé las llaves, los cigarrillos, y salí del departamento apurado.
El aire de la calle y la caminata me hicieron bien, luego de un rato decidí dejar de pensar en abstracto, y dedicarme a entender a quién iba dirigido ese sobre, quién lo había escrito, y por qué.
Sentí que no podía demorarme ni un segundo.
Entré en un bar y le pedí al mozo un café doble; mientras esperaba, pensé que haría el Zurdo en esta situación: plantear alternativas, sin descartar ninguna, me dije. Le pagué al mozo inmediatamente después de que me dejó el café sobre la mesa; no quería interrupciones.
Repasé lo que había elaborado hasta el momento, y me sentí satisfecho: tenía un plan. Terminé el café, dejé unas monedas sobre la mesa, y con paso firme y rápido abandoné el café.
Caminé de prisa por Córdoba hasta llegar a Callao, allí paré un taxi y le pedí que me llevara al amarradero del Liceo, sobre Costanera Norte. Bajé la ventanilla y encendí un cigarrillo, y a los pocos segundos el chofer me miró por el espejo retrovisor, pero no dijo nada; creo que mi cara de pocos amigos lo intimidó. 
El auto volaba por las calles mientras yo miraba a través de la ventana, pero miraba sin ver; estaba tan nervioso que me sudaban las manos y me zumbaban los oídos. Para recobrar el valor y recobrar la confianza, repasé varias veces el plan que me había fijado.
Cuando el auto llegó a la Costanera, y entendí que restaban unas pocas cuadras, me limité a repetir el primer paso del plan, acaso el más difícil: encontrarlo al Dandy, y obligarlo a hablar.

viernes 6 de marzo de 2009

Luego de muchos años de vivir sólo, es difícil evitar un sobresalto al  escuchar el ruido de la llave en la cerradura de la puerta de entrada; así, aún sabiendo ésto -y siendo casi obvio que se trataba del Dandy- abrí los ojos resignado, y me pregunté que hora sería. 
La puerta se abrió con violencia, chocando contra la pared lateral del departamento; escuché luego algunos pasos torpes,  ruidos sordos de bultos cayendo sobre el piso, silencio, y  finalmente un estrépito de sillas y muebles. Salté disparado de la cama, salí al pasillo y en tres saltos llegué al living. Allí, tirado al pie de la mesa, estaba desmayado el Dandy.
Con mucho esfuerzo logré levantarlo del piso y cargarlo hasta el cuarto.  Estaba casi inconsciente, y sus ropas sucias y algo desgarradas, olían a sudor y a alcohol;  tenía la frente lastimada, y la mano derecha hinchada como un globo.
Lo acosté en la cama, y cuando intenté aflojar el nudo de su corbata, tiró un manotazo al aire mientras balbuceaba:
-Salí, putazo.- inmediatamente después giró  su cabeza hacia un costado, y se quedó dormido.
Tomé mi ropa y salí de la habitación. Fui hacia el living y me vestí, luego levanté las sillas, acomodé el teléfono sobre la mesa, y llevé hacia el lavadaero la valija y la caja que el Dandy había traído. Deduje que había tenido un encuentro con Marta, y que que no había salido bien.
Bajé a la calle y caminé hasta el quiosco, introduje unas monedas en el  teléfono y disqué el número del departamento del Dandy. Luego de unos segundos Marta atendió, y pude notar su preocupación cuando reconoció mi voz. 
- ¿Pasó algo, Martín? -preguntó con la voz cargada de angustia. Le mentí, y solo le dije que lo notaba mal al Dandy, y que quería saber que estaba pasando. Me contó que el día anterior se había reunido con el Dandy, y ella le había confirmado su decisión de separarse. Según su relato, él la escuchó callado, y cuando Marta terminó de hablar, él se puso de pie, fue hasta el cuarto, preparó una valija, y luego recorrió el departamento y fue guardando distintos objetos en una caja de cartón.
- Antes de irse -me continuó diciendo Marta- se dio media vuelta, me miró, tiró las llaves del departamento arriba de la mesa y se fue dejando la puerta abierta.- allí Marta detuvo su relato y ahogó un sollozo. Yo esperé unos segundos, y con desagrado, le pregunté:
- Hay otro, Marta, ¿no? ¿es eso? -algo en el tono de su voz y en la demora de su respuesta me impidieron creerle cuando me respondió
- No, Martín -e  inmediatamente después agregó- Chau-y concluyó  la comunicación.
Yo colgué el auricular y decidí ir a desayunar. En el camino me detuve en una librería y, a pesar de haberlo leído, compré un ejemplar de El Autor Intelectual, de Juan Martini, por estar de oferta a un precio que era ofensivo.
La mañana transcurrió entre medialunas, café con leche  y las historias de Mario Barberi. Regresé a mi departamento cerca del mediodía, de buen humor y con la intención de despertar al Dandy y llevarlo a almorzar a la Costanera; pero al entrar a casa quedé descolocado al encontrarlo ya levantado.
Estaba sentado a la mesa del living, impecablemente vestido, afeitado, peinado y perfumado; y de no ser por un pequeño apósito que se había colocado en la frente, y por la venda que enfundaba su mano derecha,  hubiese sido difícil reconocer en él, al hombre que había visto apenas algunas horas atrás despatarrado en el piso del living como un despojo humano. 
Contestó mi saludo sin siquiera mirarme. Toda su atención estaba absorbida por la limpieza de su revolver: con movimientos lentos giraba la pieza, la examinaba a trasluz, introducía en el cargador o en el caño un cepillo largo y fino, luego volvía a examinarla, montaba las  partes, y luego volvía a desmontarlas;  así estuvo por varios minutos. Sobre la mesa había colocado un paño negro, un juego de cepillo, una franela y algunas balas. Yo lo observaba a cierta distancia, sentado en el sillón que da al ventanal, sintiendo que estaba a punto de suceder una tragedia.
Finalmente tomé coraje, y  buscando un tono casual, le dije:
- Y Dandy? mejor? 
Sus manos se detuvieron, me miró por unos segundos, y me contestó
-Estoy bien, gracias -e inmediatamente continuó con su tarea. Entendí que iba por mal camino, que él había decidido no decirme una palabra de su encuentro con Marta o algo acerca de su estado cuando llegó al departamento. 
Decidí entonces probar con otro tema; aclaré disimuladamente mi garganta, y forzando una sonrisa, tiré
- Que, ¿la estás preparando por si se aparece el rusito? - y cuando terminé la frase sonreí  mostrando mis dientes.  Esta vez él no detuvo sus movimientos, y sólo me respondió:
-¿Ya te fueron con el cuento?
- Sí -dije, luego me puse serio, y agregué- y quería agradecerte, Dandy. En serio, gracias...
- No tenés nada que agradecer, Martín -replicó todavía sin mirarme- lo único que hice fue aclararle a ese Dmitry cómo son las cosas.
Asentí, y sólo para estar seguro le dije:
- Igual vos sabés que yo no fui el que habló, ¿no Dandy? 
Al escuchar esas palabras, el Dandy apoyó el revólver sobre el paño negro, me miró con ojos fríos, y me contestó:
- Más te vale, Martín, porque  te juro que si yo descubro que me mentiste en esta, no me va a temblar el pulso con vos.- entonces tomó su revolver y comenzó a examinarlo nuevamente. Y a continuación, agregó:
- Alguien que es capaz de traicionarte así, de cagarse en aquellos que lo quieren... alguien que te condena a vivir con un dolor así, Martín... -hizo una pausa, meneó su cabeza, y con los dientes apretados, sentenció-  una porquería así no merece vivir, Martín.
Me quedé callado, mirándolo al Dandy, y me encontré de repente pensando en Marta, y en la sospecha del Zurdo y mía sobre los verdaderos motivos de su separación, y nuevamente me invadió el sentimiento de tragedia. 
Fue el Dandy quién me rescató de estos pensamientos, quién quizás queriendo borrar el clima denso. me dijo:
- Igual quedate tranquilo, pichón, yo sé bien que no fuiste vos... -lo miré algo sorprendido por su repentino cambio de humor
-Dalé, cambiá esa cara, che. Y andá a ponerte una camisa decente, que te invito a almorzar a un lugar que conozco.
No pude evitar una sonrisa, resignado, me puse de pie y fui al cuarto a cambiarme la camisa.

jueves 5 de marzo de 2009

Abrí los ojos resignado, como admitiendo que había perdido otra noche de sueño y descanso. Inquieto, me puse de pie, a tientas recogí de la silla algo de ropa y luego salí de la habitación rumbo al balcón. 
Tiempo atrás creí haber descubierto cierta correspondencia entre mis ataques de insomnio y las noches de Luna Nueva; había olvidado esa idea, pero cuando salí al balcón y miré hacia el cielo, y  la oscuridad total me confirmó que la Luna no estaba, sentí que en todo este tiempo había estado en lo cierto, y que por algún motivo misterioso, mis sueños se van con la Luna.
Me vestí rápidamente antes de sentarme en la silla y encender un cigarrillo. Sin que me diera cuenta, mi gato apareció a mi lado y se quedo allí contemplando la noche y haciéndome compañía; intuí que a él también lo inquietaba ese cielo oscuro y vacío.
Mientras intentaba formar anillos de humo como los que hace el Negro Avellaneda, recordé las palabras del Zurdo, y comencé a comprender las consecuencias que había tenido mi decisión de desaparecer.
El primer eslabón en la cadena de efectos que provocó mi partida fue la autoexclusión de Expedition Al del trabajo. Con el antecedente de nuestro encuentro fallido en 50's -la noche en que me siguieron-, y mi posterior desaparición de Buenos Aires, Expedition Al finalmente le dijo al Zurdo que  el se abría:
- Esto viene mal barajado, Zurdo -le advirtió.  La baja causaba un nuevo problema: Expedition Al era el responsable de obtener los accesos a la bóveda judicial; sin él, todo el plan se derrumbaba. Aquí es cuando aparece Dmitry.
Sospecho que fue forzado por las circunstancias, y por el poco tiempo con que disponía para buscar otras alternativas, que  el Zurdo se contactó finalmente con Dmitry. Con métodos completamente distintos a los  de Expedition Al, Dmitry aseguraba el mismo resultado; pero con una gran diferencia, todo el mundo sabe que no se puede confiar en Dmitry.
La muerte del policía,   que generó la noticia que precipitó mi regreso a Buenos Aires  fue consecuencia de la incorporación de Dmitry al trabajo y, por ende, también hija de mi desaparición. 
El policía muerto era parte del grupo esa noche, había sido reclutado por Dmitry para que facilitara el ingreso a la bóveda. Pero cuando las sirenas y las alarmas comenzaron a sonar, y todos entendieron que estaban cayendo en una trampa, el policía quiso salvarse y aparecer como un héroe; intentó detener al grupo hasta que llegaran sus compañeros, pero en un descuido fue el mismo Dmitry quien lo eliminó de un disparo.
- Después la policía disfrazó un poco la historia -me explicaba el Zurdo- para no dañar su imagen, y el nombre del policía ¿Sabías que tuvo un funeral con honores por haber caído "en servicio"? -yo negué con la cabeza.
- Me dijeron que con eso la viuda va a recibir una mejor pensión, que sé yo -concluyó.
La mención de la viuda por parte del Zurdo me molestó, formaba esa parte del paquete que no quería ver.
Encendí otro cigarrillo y mientras lo fumaba, acaricié lentamente a mi gato, que continuaba a mi lado contemplando la noche oscura.  Envidié su tranquilidad, y me dije que yo también deseaba vivir en sosiego. 
Detrás de los edificios que dan a la avenida, el cielo comenzaba a iluminarse; era hora de intentar dormir. Me puse de pie, apagué el cigarrillo, cargué al gato en mis brazos, y regresé a mi habitación en puntas de pie, procurando no hacer ruido para no despertar al Dandy.

martes 24 de febrero de 2009

Finalmente, el optimismo me había abandonado. Desde mi regreso había estado esperando pacientemente a que algo ocurriera, pero las semanas se sucedían y comenzó a parecerme que todos actuaban como si nada hubiese pasado. Así, todos los días, cerca de las once, me acomodaba en la mesa chica de Viena a esperar la llegada de mis amigos, con la esperanza de que en algún momento se comenzara a hablar del asunto; pero no, indefectiblemente, al terminar la noche regresaba a mi departamento con las manos vacías y con mi ansiedad a cuestas. 
Por eso, esa noche, cuando el Zurdo dijo como al pasar:
- Che, decidí irme de vacaciones por un tiempo…-el único que tiró las cartas sobre la mesa  fui yo. Los naipes se deslizaron hasta el otro lado de la mesa, chocando con la mano del Negro Avellanada -que orejeando sus cartas, buscando un envido salvador- que  sorprendido, exclamó:
- ¿Pero que hacés, che?!
El Zurdo levantó entonces su mirada de la mesa y alejó sus manos de las cartas, corrió  el vaso de whiskey hacia un costado, apoyó los brazos sobre la mesa, entrelazó sus dedos, y con un tono de voz pausado y lleno de paciencia –que luego me recordó a Juan- me preguntó:
-¿Qué pasa, Martín?
- No sé, Zurdo, no sé que pasa, justamente eso me pregunto yo –contesté algo escandalizado. Luego hice una pausa, y como distribuyendo mi reclamo, miré a todos los que estaban alrededor de la mesa, y agregué-  no sé que pasó, no se que está pasando ahora, no sé si va a pasar algo o no… no sé nada. 
Ante la cara de desconcierto de la mayoría, intenté explicarme:
- A ver: yo me vine a las corridas para Buenos Aires preocupado, angustiado diría, por su suerte. Pero al llegar me encuentro con la novedad de que el que tiene problemas soy yo, porque para la comodidad de muchos,  alguién concluyó que yo fui el soplón; de paso, me desayuno que Dmitry participó del trabajo y que encima cree que fui yo quién lo traicionó. Y cuando vengo acá  pareciera que no pasó nada, todo sigue igual, nadie habla del tema… y vos ahora te vas de vacaciones? 
La situación se me hacia irreal. Enojado, continué diciendo:
- Decidí desaparecer para intentar recuperar mi vida, y regresé por ustedes, para cerrar este quilombo y poder seguir mi viaje, pero a nadie parece importarle esto, y seguimos acá, jugando a las cartas. 
Advertido de la situación, Cortázar apuró el paso hacia la mesa acompañado por el Dandy y por Moliné, mientras Joaquín me hacia una seña con la mano para que bajara un poco el tono de voz. En pocos segundos, estábamos todos reunidos alrededor de la mesa, mirándonos a la cara en silencio.
Como era de esperar, todas las miradas terminaron buscándolo al Zurdo, que asintió pausadamente con la cabeza como indicando que ya sabía lo que iba a decir, y que la situación estaba controlada.
- Te entiendo, Martín -comenzó diciendo, supongo que buscando tranquilizar, ya que como una lluvia de verano, sus palabras  bajaron la temperatura de la mesa: se relajaron las caras, cayeron los hombros, y luego todos se acercaron, cerrándose aún más el círculo alrededor de la mesa. Entonces el Zurdo prosiguió
- Ahora, yo te dije que te iba a explicar todo a su tiempo ¿o no?  la verdad es que no sabía de tu apuro, Martín. Acá no hay nada que esconder, y si me lo hubieses pedido, yo te habría contado todo lo que sé. ¿Qué pasa?¿ te molesta que yo me vaya un tiempo ahora que vos regresaste? no hay nada que podamos hacer por el momento, Martín, esa es la verdad, aunque no te guste. Sólo dos cosas están claras: tenemos que encontrar la manera de compensar a Dmitry y a sus socios por este trabajo fallido, y, segundo, estar atentos y movernos para averiguar quién nos vendió; y sospecho que ambas tareas nos van a llevar mucho tiempo.
El Negro encendió un habano y comenzó a lanzar anillos de humo, que flotaban primero sobre sobre la mesa y luego ascendían hasta perderse por sobre la lámpara que colgaba del techo. 
Las palabras del Zurdo rebotaban en mi cabeza, pero yo me negaba a aceptar lo que ellas implicaban, yo necesitaba terminar todo este tema cuanto antes, y quería que todos lo supieran, que me entendieran, y que lo aceptaran. Y asi lo dije:
- Tratemos de apurarlo, Zurdo. Yo hago esto y me salgo, no quiero seguir más asi.
Los ojos del Zurdo se anticiparon a su respuesta, y al no que repetía su cabeza al decirme:
-No Martín, no lo vamos a apurar - se detuvo un segundo y luego fundamentó su respuesta- Cada uno tiene que que hacerse cargo de sus decisiones: vos quisiste desaparecer, asi... de un día para otro, de repente, y lo hiciste. Nos avisaste, es cierto, pero te fuiste, y nadie te lo impidió. 
Elevó su brazo, y con el pulgar de su mano apuntando en la dirección de su espalda, agregó:
- Ahí estabas afuera, Martín, te habías salido, finalmente; habias logrado lo que ahora decis que querés -en ese momento vi las caras alrededor de la mesa, y entendí que el Zurdo hablaba por  todos ellos-. Después, cuando te enteraste de todo lo que pasó, por el motivo que sea, decidiste regresar y resolver esto en dos patadas para poder rajarte de nuevo, esta vez sin sentir culpa.
- No, Martín, no podes entrar y salir de la vida de los demás cuando se te ocurre. Y no, no nos vamos a apurar, todo lo contrario, vamos a pensar muy bien nuestros próximos pasos, porque no podemos equivocarnos más.
El Zurdo terminó su vaso y se puso de pie. Tomo sus cigarrillos y me dijo:
-Veni, dejemos que terminen el juego que sino es mala suerte, y acompañame afuera un rato.
Lo segui callado, y con cada paso que daba me sentía más desorientado, sin saber que es lo que tenía que hacer. 
El aire fresco de la noche me alivió.  Caminamos varias cuadras en silencio, hasta que llegamos a la Biblioteca Nacional. Allí nos sentamos en un banco, encendimos un cigarrillo, y luego el Zurdo procedió a relatarme minuciosamente todo lo que había pasado desde el momento en que yo me fui de Buenos Aires. 
Cuando finalizó su relato, le hice algunas preguntas, sólo para confirmar que había entendido bien.  Luego repasamos juntos las conclusiones hasta que, con una palmada sobre la rodilla,me indicó que la charla había terminado. Nos pusimos de pie, y seriamente y con voz grave, me preguntó
-¿Puedo irme de vacaciones entonces?
Sonreí, él me cacheteó levemente detrás de la cabeza, y en tono amistoso, susurró:
- Pensá en lo que te dije, Martín. Las decisiones que tomas tienen consecuencias, provechosas y costosas, de las dos; y vienen juntas, en un mismo paquete, sólo que en ocasiones se revelan por completo después de que tiraste del piolín. Tratá de elegir bien, y de evitar las repeticiones. 
No lograba retener sus palabras, estaba algo aturdido y débil. Creo que él lo advirtió, porque contuvo lo que iba decir, hizo una pausa, y se despidió diciendo:
- Andá a descansar, y aprovechá este tiempo para pensar... y decidirte. 
Nos dimos un abrazo, y al separarnos agregó:
- Esta vez es a todo o nada, Martín.  Ojalá estés acá cuando regrese.

jueves 13 de febrero de 2009

El verano había sumergido a la ciudad en una quietud que me desesperaba. Para dominar mi ansiedad, y aprovechar de alguna manera ese impasse,  durante los últimos días de Enero retomé terapia.
Mi reencuentro con Juan no fue fácil: mi desaparición lo había afectado, y me llevó varios días explicarle lo ocurrido y convencerlo de la necesidad que tenía de continuar mis sesiones cuanto antes.
Tal como sospechaba que ocurriría, mientras lo ponía a Juan al tanto de las novedades, fueron surgiendo nuevos interrogantes que prolijamente se agregaron a la lista de  temas a resolver. Una vez que superó el shock  que los eventos acontecidos -y mi situación en particular-  le habían generado, y luego de haberme explicado -por obligación legal, me aclaró- sus responsabilidades como profesional ante el conocimiento de hecho ilícitos, nos zambullimos al análisis de las alternativas que había explorado durante mis días fuera de Buenos Aires.
- Es muy simple, Juan -le dije- solo debo solucionar los asuntos pendientes. Luego seré libre...
Continué con el sueño que había tenido durante la última noche del año, y expuse  en seguida la interpretación que había hecho, su explicación. El asintió, pero antes de que desviara la mirada hacia su cuaderno de notas, pude advertir en sus ojos algo de escepticismo o de pesar.
En los minutos que corrieron hasta el cierre, y  en las sesiones que siguieron,  sufrí un bombardeo de preguntas que me agotó, me alteró y me irritó de sobremanera; sistemáticamente, ante cada contestación que daba, Juan procedía a buscar en su cuaderno de notas una afirmación mía que era - o parecía ser- contraria a mi última respuesta. Finalmente perdí la paciencia, di un manotazo sobre la meza, y procurando moderar el tono de voz, quise terminar con ese juego:
- ¿ A dónde querés llegar con esto, Juan? -pregunté
El me miró sereno, y con voz pausada me contestó:
- Mirá, Martín, yo creo que estas tirando por la borda todo el trabajo que hiciste en este tiempo. Y si me aceptaras un consejo, te diría que no tomes decisiones en este momento.
Esa noche soñe nuevamente con ella. Estábamos otra vez  bajo el techo del puesto de diarios, refugiándonos de la lluvia torrencial, mirándonos en silencio; en un momento yo intenté abrazarla, pero ella dio un paso hacia atrás, llevó su mano a mi mejilla, y con los ojos llorosos intentó sonreír al decirme:
- No, Martín, no.
Luego ella comenzó a caminar bajo la lluvia; y yo me quedé inmóvil, viendo como la oscuridad la rodeaba y se la llevaba.   
Aun antes de despertarme supe que estaba soñando, la vida no puede ser tan cruel, pensé. Cuando abrí los ojos  todavía estaba masticando bronca y dolor. 
Fui hasta la cocina a beber un poco de agua, tenía la boca seca y la garganta dolorida, como si hubiese gritado.  Bebí atropelladamente para apagar la sed, y mientras intentaba no pensar más en el sueño y  guardaba la botella en la heladera, súbitamente  exclamé
- Andate a la puta que te parió, Juan.
Después caminé hasta el living, y procurando no hacer ruido para no despertar al Dandy, salí al balcón en busca de aire fresco. 
Atravesé la puerta de 50's, di dos pasos hasta el cordón de la vereda y paré un taxi.
_ Siga hasta Callao –murmuré, antes de perder la mirada detrás del vidrio de la ventanilla y de sumergirme en mi amargura.
_ Te odio.
Así me había despedido el Buick minutos atrás.
Luego de anunciar en Viena mi decisión de salirme del asunto de La Plata, y de alejarme por un tiempo de Buenos Aires, y tras haber ubicado a mi gato con Esperanza, había partido de la ciudad sin demorarme un segundo más. En los días que sucedieron, más de una vez pensé en llamar o en escribirle al Buick …siempre encontré un motivo para no hacerlo, hasta que finalmente la idea dejó de tener sentido.
Cuando ella me vio acercarme a la barra sus ojos se llenaron de desprecio y de dolor. Me acomodé a su lado en silencio, y decidí decir lo más importante que tenía para decirle:
_ Disculpame.
No me respondió.
_ Disculpame -repetí, e intentando ser más claro, agregué- sé que estuve mal con vos...
Ella asintió, tomo un cigarrillo de una cajita plateada, y comenzó a acariciarlo con los dedos
_ ¿ Y a qué venís ahora? -preguntó finalmente, con la mirada clavada en el espejo esfumado que recorría toda la pared detrás de la barra.
_ Quería contarte lo que me pasó -dije- explicarte por qué desaparecí...
Ella asintió nuevamente en silencio, tomó su encendedor, y presionó uno de los costados para que apareciera una llama amarilla. Antes de encender el cigarrillo, dijo
_ Tarde, Martín, muy tarde. Ya sé lo que pasó, no necesito que me cuentes nada -y con una voz fría, continuó
- Y ya que me dijiste lo que me venias a decir, te pediría que te vayas, estoy esperando a alguien.
Quise contestarle, pero me mordí los labios. No tenía sentido mantener esa conversación, me puse de pie, acomodé la butaca contra la barra, y me despedí:
_ Sé que estuve mal, sólo quería pedirte disculpas. Chau...
En ese momento ella giró un poco su cara para mirarme, y llena de bronca me dijo:
_ ¿Sabes lo que pasa, Martín? Estoy harta de que los tipos me pidan perdón.
Luego, mientras volvía a mirar al espejo, susurró
_ Pensé que vos eras distinto; me odio por eso.
_ Te odio, Martín -concluyó.
Me quedé parado, pensando que hacer; reaccioné cuando el barman se acercó con la cara seria y mirada peligrosa.
Así abandoné el lugar, sabiendo que esa noche, había obtenido lo que me merecía.

lunes 19 de enero de 2009

La alegría de estar nuevamente en mi departamento, y de reencontrarme con mi gato, me duró poco; si bien el Dandy hacia todo lo posible para evitar roces, la convivencia era difícil, nuestras naturalezas contrarias se rechazaban constantemente, los días se sucedían y yo comencé a temer que en algún momento mi paciencia se acabara.
- Haceme ese favor -me dijo el Zurdo durante la cena de Año Nuevo- ¿sí? Te lo pido yo. 
Aún sabiendo que me estaba equivocando al aceptar, y sin terminar de comprender sus motivos, lo miré al Zurdo, suspiré resignado, y le contesté:
- Ok.
La mañana del viernes, mientras miraba desde mi cama como el sol ascendía lentamente  por el cielo celeste, escuché al Dandy refunfuñando. Me paré, caminé hasta la cocina, y lo encontré de pie junto a la pileta, con la espalda recta y la cabeza apenas inclinada hacia abajo, lavando los platos y demás cacharros utilizados la noche anterior. Estaba recién duchado, perfectamente afeitado y con el pelo peinado hacia atrás, vestido con su pantalón de lino beige y una camisa de mangas cortas,  de un celeste apenas más pálido que el del cielo. 
- Bueno, por fin te levantás, che -comentó medio en broma.
- ¿Qué estás haciendo, Dandy? mañana temprano viene Mari, dejá de lavar querés!
- No Martín, no me molesta, prefiero esto a tener que ver la cocina asi. En el Liceo nos enseñaron bien -agregó, con la mirada clavada en el chorro de agua- el orden es cosa de machos.
Sólo para ver si lo hacia enojar, le repliqué
- y de gays...
Como si mis palabras lo hubiesen golpeado, el Dandy hizo una pausa y detuvo sus movimientos, giro su cabeza hacia mi y me miró por unos segundos mientras pensaba en lo que acababa de decirle. Luego, retomo su labor imprevistamente, al tiempo en que me decía:
- Y bue, alguna a favor tenían que tener esos...
Me quedé apoyado contra el marco de la puerta unos instantes, esperando a que me guiñase un ojo, divertido, o tal vez ver una sonrisa en su cara... nada. 
Regresé a mi cuarto, me vestí, y después de un saludo confuso lanzado al vacio, me fuí del departamento en busca de aire fresco.
Con fingido escándalo, Cortázar me señaló el reloj de la pared cuando le pedí un whiskey. No había nadie en Viena y no tuvimos que buscar refugio en la mesa chica del fondo del salón,   en cambio, nos quedamos acodados en la barra, fumando unos cigarrillos en silencio.
Como suele sucederme, la bronca comenzó a rajuñarme la garganta, hasta que finalmente escupí:
- No lo aguanto más, Cortázar, te juro que no lo aguanto más. 
Cortázar sirvió nuevamente mi vaso, y luego giro el torso y miró hacia afuera, como si no le interesara lo que le estaba contando.
- No viejo, lo lamento por el Zurdo y por el Dandy, pero esto se termina acá. Si el Dandy está lleno de plata, ¿por qué tiene que vivir conmigo, me querés decir, eh?
Comencé a beber de mi vaso, mientras Cortázar giraba hacia mi, mordíendose levemente los labios, y como si estuviera a punto de cometer una indiscreción, o de perder la paciencia, me dijo:
- Te voy a contar algo, Martín - hizo una pausa, apagó el cigarrillo en el cenicero, y continuó - Acá la cosa estuvo fea después del quilombo de la bóveda de La Plata, yo te conté... - asentí algo confundido, sin entender porqué Cortázar traía ahora ese tema.
-Bueno -continuó- en seguida se empezó a decir por ahí que había un soplón, que alguien había abierto la boca... esto también lo sabés. Pero lo que no sabés, Martín, es que una noche te vinieron a buscar a vos; se decía que vos nos habías vendido, y que por eso te habías borrado.
Comencé a sufrir mientras Cortázar me relataba lo ocurrido, imaginando lo terribles  que debieron ser esas horas para todos.
- Te decía, estábamos en la mesa del fondo, masticando bronca, preguntándonos que mierda había pasado, y dónde carajos andarías vos, cuando apareció Dmitry. El silencio que se hizo cuando llegó a la mesa fue estremecedor, hasta al Zurdo se le vió la preocupación en la cara. Dmitry lo miró y con voz seca ordenó:
- Quiero saber qué pasó, Zurdo - el Zurdo le indicó una silla vacia, pero Dmitry negó con la cabeza, y dijo-  quiero saber por qué esto salió mal. Y quiero saber quién va a pagar por eso, Zurdo.
El Zurdo asintió, y sosteniendole la mirada, contestó:
- No sabemos que pasó, pero lo vamos a averiguar. - hubo una pausa, y luego Dmitry dijo 
- ¿Me estás diciendo la verdad? lo que yo escuché es que uno de los tuyos, un tal Martín, nos traicionó.  Si es as - 
-Los labios de Dmitry se congelaron, Martín, y todos nos quedamos esperando que continuara su frase - me explicaba excitado Cortázar- y por eso demoramos en notar que sus ojos se habían detenido en algún punto del otro lado de la mesa, y cuando todos miramos en esa dirección, lo vimos al Dandy, que se había puesto de pie, y con el brazo derecho extendido apuntaba a la cabeza de Dmitry.
Nadie se atrevió a abrir la boca, y en ese silencio, se escuchó perfectamente el ruido metálico del seguro del revolver, y a continuación el click del percutor al trabarse y quedar listo para el disparo. 
Entonces el Dandy habló:
- Oíme una cosa, rusito. Si yo te escucho de nuevo decir que Martín nos delató, o me entero de que vos, o alguno de los tuyos,  anda repitiendo eso por ahí, te juro por estas -dijo agarrándose la entrepierna con la mano libre-    que te vuelo la tapa de los sesos.
Dmitry no pestañaba, sus ojos estaban clavados en los del Dandy, que con un tono de voz más relajado, continuó diciendo:
- Y como te digo una cosa, te digo la otra, rusito: quedate tranquilo, que si yo descubro que fue Martín quién nos traicionó, yo mismo le vuelo la cabeza. ¿Estamos?
Dmitry se mordió los labios, asintió sin desviar la vista del Dandy, dio dos pasos hacia atrás, y se fue sin decir más.
Salimos del shock luego de algunos minutos, cuando el Negro Avellaneda preguntó:
- Che, Dandy, no está cargada no? - y pudimos reirnos nerviosamente y descargar algo de la tensión que nos dominaba.
El relato de Cortázar me había hecho olvidar de todo, y me había hecho recordar que los problemas pendientes exigian una pronta resolución. Pero Cortázar, como retomando la conversación, dijo:
- Así que fijate lo del Dandy ¿tenés tantos amigos así, che? - sin poder contestar, traté de jsutificarme
-  ¿Y el Zurdo por qué no me contó todo esto? 
- Que se yo, Martín... ¿para no preocuparte con lo de Dmitry? ¿o para que no te sientas obligado con el Dandy? quizás para darte la oportunidad de que salieran de vos las ganas de devolverle un favor a alguíen al que le enchufaste tu gato sin darle opción a nada, y que te arregló el despelote que había en tu departamento... andá a saber... - y levantando su brazo y pasándolo por sobre su cabeza, supe que Cortázar me había perdido la paciencia, y que lo mejor que podía hacer era irme y tratar de dejar de mirarme el ombligo. 
 
Cuando ya no se escuchaban fuegos artificiales ni voces en las calles, y quedaban unos pocos sentados a la mesa, el Zurdo se acercó y ocupó una silla a mi lado. Me convidó un habano, y nos quedamos mirando como Susana y Moliné bailaban divertidos una milonga, alentados por el aplauso y la aprobación general.
Aprovechando la distracción y el bullicio, el Zurdo giró levemente su silla hacia mi lado, y en voz baja, me llamó la atención diciendo:
- Escuchame una cosa... 
No dijo más hasta verme cambiar de perfil y quedar de espaldas a la pista de baile, entonces continuó:
- Se separó el Dandy 
La tranquilidad con la que habló me hizo asumir que lo peor ya había pasado, y que simplemente me estaba poniendo al tanto de la situación. Fue en ese momento en que descubrí que no había notado que Marta no había ido a la cena; sentí que era un llamado de atención, no estaba en condiciones de permitirme distracciones.
-¿Qué pasó?
- No sabemos bien. El Dandy no contó mucho, al parecer tuvieron una agarrada fuerte. La cosa se puso fea,  y en un momento Marta le dijo que se quería separar. Al día siguiente el Dandy se fue de la casa.
Bajo el tilo, junto a Cortázar y Esperanza, alejado de la conversación, el Dandy fumaba un cigarrillo con cara seria. Lo noté triste, o más viejo. Esa imagen me conmovió, el contraste con su fortaleza y su presencia habitual era cruel. 
El Zurdo se había puesto de espaldas a la mesa,  y balanceaba su cabeza levemente al ritmo de la música, mientras seguía los pasos de Susana con una sonrisa.   
- ¿Anda con otro? 
Sin voltear para verme, y casi como si estuviera esperando esa pregunta, inmediatamente replicó:
- No, me dijo que no. Vos lo conoces al Dandy, él la encaró ahí mismo  y le preguntó si había otro, y ella le dijo que no - hizo una pausa, y agregó- pero para mi que sí.  
Esa fue la única novedad que recibí en las primeras horas del año; pronto comprendí que esto se debía al hecho de que la separación me afectaba a mi directamente: el Dandy, aprovechando mi ausencia, se había instalado en mi departamento. 
Regresamos a la ciudad con la luz del día,  volando a bordo de la bala plateada que dirigía Joaquín. El cansancio y el sueño impusieron el silencio durante casi todo el viaje; sólo Moliné hizo alguna acotación, exigido por su rol de copiloto. Cuando Joaquín tomó Libertador, el Dandy golpeó mi brazo izquierdo con su codo, obligándome a dejar de mirar a través de la ventana, giré entonces mi cabeza hacia él, y en tono confidente, me dijo:
-¿Sabés que me separé, no? -asentí, y para acortar esa conversación y el mal momento, le dije
- Sí Dandy, el Zurdo me contó todo.
Colocó las dos manos sobre sus rodillas, como si acabará de realizar un esfuerzo increíble, y mirando hacia adelante  murmuró:
- No te preocupes, vas a encontrar todo bien en el departamento. Es sólo por un tiempo, y estoy seguro de que nos vamos a llevar bien.
Demoré unos segundos en contestarle, todavía no había digerido esta novedad, pero sabía que sobrellevarla  me iba a resultar muy difícil.
- No hay problema Dandy.
El Dandy y yo viviendo juntos. Traté de imaginarme cómo sería, pero fracasé.
De chico aprendí que la vida tiene más imaginación que uno, pero sólo pude comprobarlo luego de muchos años; aún así, este nuevo capítulo me resultaba completamente irreal. Había abandonado Buenos Aires impulsado por la necesidad de entender por qué mi vida se había complicado tanto, confiado en que la respuesta me ayudaría a acercarme a la felicidad que conocí; regresé casi por obligación, esperando resolver cuanto antes los problemas pendientes y continuar mi búsqueda. La ciudad y el nuevo año me habían dado una bienvenida a la realidad, y así, como un nuevo hilo de una inmensa telararaña, otra complicación aparecía en mi vida.    
 
Como en aquella primera noche, salimos del Seddon y caminamos bajo la lluvia, lentamente, sin tomarnos de la mano; cada tres o cuatro pasos nos mirábamos a los ojos y sonreíamos en silencio, tóntamente. Las calles, la noche, todo era una réplica perfecta; sólo nosotros habíamos cambiado. 
La escena original se repitió de principio a fin: al pasar por el puesto de diarios, yo me detuve y la rodeé con mis brazos,  ella escondió su mirada en su pecho, yo llevé mi mano hasta su mentón para poder ver sus ojos, y cuando nuestras miradas se encontraron, la besé. 
Luego, en esta nueva versión, con una voz chiquita y temerosa, ella dijo:
- Así fue como empezó todo,  Martín. Depende de nosotros que no termine de la misma manera.
No alcancé a contestarle, de repente su imagen comenzó a deshacerse, la claridad interrumpió en la noche, y otras voces se mezclaron con sus palabras; supe entonces que me estaba despertando y que ese sueño maravilloso agonizaba.
Abrí los ojos, fuera de la habitación se escuchaba un gran movimiento de gente.
-Los preparativos -pensé. Imaginé la escena en el resto de la casa, y el presente inundó la habitación llevándome lejos de ella.
Me incorporé en la cama, y vi sobre la silla un juego de toallas, y una camisa planchada  junto a mis pantalones. El reloj marcaba el mediodía. Me puse de pie, tomé las cosas de arriba de la silla, salí de la habitación y con tres pasos rápidos ingresé en el baño a darme una ducha.
Al salir al jardín supe que estaban todos. En el fondo, Gatica dominaba la parrilla, y respondía con la cabeza una pregunta que seguramente le había hecho Esperanza, quién, vaso en mano, caminaba en círculos en torno a él, como si fuera un juez de box, siguiendo atentamente sus movimientos. Sentados cerca de la cabecera de la larga mesa, el negro Avellaneda, Joaquín, Moliné y el Zurdo conversaban un truco. Hacia la izquierda, a la sombra del tilo, el Dandy y Mecha Corta bebían y reían mientras escuchaban atentamente el relato de Cortázar.  Detrás de mí, un alboroto se filtraba desde el interior de la casa, y por sobre ese barullo, podía reconocer la voz de Susana dando indicaciones al grupo  de esposas, novias, amigas y sobrinas, ocupadas en la preparación de las ensaladas y en la cuenta de cubiertos, platos y fuentes.
Afortunadamente, o tal vez en forma premeditada, cuando salí de la casa y comencé a caminar por el jardín, sólo hubo saludos discretos, palmadas en la espalda, y alguna referencia a mi cara dormido y mi supuesta habilidad para llegar a los asados en el momento en que se está por empezar a comer.
Cuando por fin todos estuvimos sentados a la mesa, Gatica y Moliné comenzaron a servir las achuras, el Zurdo se encargó de descorchar las botellas de vino y de llenar los vasos, y las fuentes con ensalada recorrieron  la mesa, cambiando de mano en mano. Los festejos por el último día del año habían comenzado, y estábamos listos y bien predispuestos para que el nuevo año llegara de a poco, y nos encontrase alegres, despreocupados, y juntos.
El almuerzo se prolongó tanto que cuando oscureció, ya nadie pensaba en la cena, sino sólo en tener una copa y algunas uvas a mano para el brindis de la medianoche.
De niño, cada vez que se iniciaban las clases y comenzaba a escribir en los cuadernos a estrenar, lo hacía con esmero, cuidando la caligrafía, dominado por la firme intención de ser prolijo. Con el correr de los días -y el paso de las hojas-   ese cuidado iba desapareciendo, y mi personalidad desordenada terminaba imponiéndose. 
Cuando la adolescencia fue quedando atrás,  la determinación - la súbita necesidad- de hacer buena letra comenzó a abordarme durante los últimos días del año, y siempre el Año Nuevo me encontraba formulando promesas de cambio que, con la mejor de las suertes, apenas sobrevivirían a Febrero.
Mientras el Zurdo caminaba entre la gente con una botella de champagne en la mano y algunas copas en la otra, chequeando que ningún distraído demorará un segundo la celebración del Nuevo Año, recordé mi último sueño, y supe bien cuál era mi deseo para este año, y para los que le siguen. Me alegró comprobar que mis días fuera de Buenos Aires habían respondido ya a esa necesidad íntima y esencial de cambiar mi realidad,  de recuperar la felicidad y el modo de vivir la vida que había tenido en el pasado, desde la primera versión de la noche del sueño con ella, hasta su desaparición. 
- Sí -me dije- eso es lo que quiero.
El Zurdo se acercó, y levantó un poco su brazo izquierdo para dejar ver su reloj: faltaban pocos minutos para las doce. Todos estábamos ya parados y con las copas listas. A lo lejos, comenzó a escucharse una sirena y algunas detonaciones. Luego el cielo se iluminó y los festejos estallaron a mi alrededor. Choqué mi copa, y me empapé de afecto y de buenos deseos. Disfruté del momento sabiendo que mi regreso era pasajero, y que mi estadía se prolongaría sólo lo necesario como para poder resolver los asuntos pendientes e irme luego en paz. 
Esos eran mis últimos pasos sobre los escenarios del pasado.