La estadía en Rosario me estaba haciendo bien. Esa mañana, me desperté cerca del mediodía, y al abrir los ojos me sentí profundamente descansado; la sucesión de días de buena alimentación, lectura y buen dormir, había reparado mi cuerpo y mi espíritu. Me levanté de la cama, fui al baño, y al mirarme en el espejo noté que había recuperado algo de peso, y que mi cara ya no lucía demacrada; de alguna manera había recobrado mi semblante y el buen humor. Decidí afeitarme, ir a desayunar y luego pasar por la peluquería a emprolijarme un poco.

Bajé al comedor del hotel llevando conmigo el libro de Bernardo Jobson, que estaba por terminar de leer; algunos de los cuentos me habían gustado mucho, en especial “Los caballos no saben que es domingo”, que me hizo recordar al Negro Avellaneda y su sana pasión por los burros. Al cabo de unos minutos, el mozo se acercó a mi mesa, me saludó y me dijo:

- ¿Va a pedir lo mismo?

- Sí – le contesté- gracias –el mozo se alejó, yo abrí el libro y me dispuse a zambullirme en uno de los cuentos que me faltaba leer.

La historia transcurría en la Argentina de los años setenta, probablemente en Buenos Aires, y la acción se desarrollaba en la oficina de una editorial, la mañana en que dos periodistas reciben llamadas intimidatorias por parte de algún grupo de tareas. El cuento me pareció más valioso que encantador, en el sentido que lograba muchos cometidos, incluso el de entretener. Describía una situación que fue padecida por muchos en esa época, denunciaba el antisemitismo que reinó por esos años, el valor y el coraje de algunos, el miedo de esos mismos, lo terrible de la violencia, y las distintas formas de afrontar esas circunstancias tan terribles. Creo que el mayor mérito de Jobson, fue mostrar cómo el personaje principal logró convertir, con su ánimo y su determinación, esa situación de presión insoportable en casi una anécdota; llevando su gravedad al mínimo, transformándola, luego del desenlace, en apenas un incidente más del día, cuando probablemente la vida de los personajes ya no fuera a hacer la misma a partir de aquel momento. Y allí, presiento, hay un inmenso hallazgo.

Cerré el libro, lo dejé sobre la mesa, y mientras esperaba que el mozo me trajera el desayuno, recordé otros gestos que representaban bien esa idea: Oscar Wilde dándole una propina al chofer del carro que lo llevaba a la cárcel a cumplir su condena; María Antonieta, disculpándose con su verdugo por haberlo pisado; Shelley, leyendo un libro mientras su barco se hundía; Aramburu diciendo “Proceda”.

Miré la tapa del libro, las letras blancas con el nombre de Jobson sobre un fondo violeta, y pensé en lo reveladora que puede resultar la lectura de un cuento, aun mal interpretado.

El mozo se acercó nuevamente a mi mesa, y apoyó sobre ella un vaso con jugo de naranjas, un plato con huevos revueltos sobre dos tostadas de pan negro, y un cenicero de metal plateado.

A veces, las historias de otros, aunque sean ficticias, ponen en perspectiva nuestra propia existencia. Mientras me alimentaba y disfrutaba de mi desayuno, recordé a mis amigos, y la posición común que reinó en la mesa chica de Viena respecto a mi partida de Buenos Aires, y mis problemas con el otro Martín; sentí que quizás había exagerado mi reacción. O tal vez fuera que, luego de estar lejos por un tiempo, la tranquilidad y el descanso me habían dado las fuerzas que necesitaba para enfrentarme con lo que me estaba pasando.

Terminé el desayuno, firmé un papel que llevaba mi número de habitación, me puse de pie, y salí a la calle.

Caminé hasta el boulevard, y comencé a recorrerlo despacio. Todavía no estaba listo para volver a Buenos Aires, me sentía mejor, pero algo, o la falta de algo, me impedía volver. Al cabo de unas cuadras encontré un banco de madera bajo la sombra de un jacarandá. Fue como una invitación; me senté, encendí un cigarrillo, y, esperanzado, abrí nuevamente el libro de Jobson.

Al registrarme en el hotel Avellaneda, decidí continuar llamándome Julio. De camino a mi habitación noté que nada había cambiado desde la última vez que había estado allí. Detuve mi marcha cuando vi el número 111 sobre una puerta blanca. Entré a la habitación, dejé la valija sobre la cama, corrí la cortina de la ventana para espiar la vista y, como estaba ansioso por sentirme en Rosario, apenas me lavé las manos y la cara antes de salir nuevamente a la calle.
Dejándome llevar por el instinto o por la memoria, era claro que terminaría mi primer trayecto en el monumento, para almorzar luego en "La Marina". Ordené una boga, por supuesto, y una botella de vino blanco. Disfruté de ese momento con intensidad y paciencia, y me levanté de la mesa cuando ya no quedaba nadie en el salón y los mozos comenzaban a impacientarse. Cuando salí, encendí un cigarrillo y luego caminé hasta el río. Me quedé allí un rato largo, disfrutando del sol, de la vista, y de la súbita sensación de sosiego que me había asaltado. Joaquín tiene razón, Rosario hace bien.
- Juan Martini es de Rosario
Me gusta decir esto cuando alguien menciona a Rosario; generalmente luego debo aclarar quién es Juan Martini, pero eso no importa, creo que al menos asi logro asociar a esta ciudad con una persona a la que encuentro interesante, en comparación con los clásicos rosarinos famosos.
Pero Juan Martini , vive en Buenos Aires. Desconozco, desde ya, las razones por las cuales esto es así; pero hay algo claro: Juan Martini vive en Buenos Aires porque no quiere vivir en Rosario. En su relato "Rosario Express" creo que pueden adivinarse algunos de los motivos que se encuentran detrás de su decisión. No lo sé, quizás esto sea un disparate y sólo he caido en el error común de pensar que un escritor escribe lo que vive. Como sea, con el tiempo he comenzado a creer que hay lugares a los que uno no puede volver.
Una nube ocultó al sol, provocándome un alivío que me sorprendió, y entendí que tenía calor. Quizás era hora de regresar al hotel y dormir una siesta. El color del agua había cambiado, parecía más oscura y turbia. Me quedé unos minutos más en la costanera mirando el río, preguntándome si yo volvería a Buenos Aires, si yo podría, volver a Buenos Aires; o si acaso, los días que acababa de vivir, no serían ya parte de mi "Buenos Aires Express".

El ómnibus partió de la estación con apenas  tres pasajeros a bordo: dos asientos delante del mío,  una joven viajaba junto a un niño que tendría cuatro o cinco años, que jugaba con un avioncito de guerra reluciente. La Navidad es para los pibes, me dije. 

Recliné mi butaca, y cerré los ojos para intentar dormir. Luego de unos minutos, el acompañante del conductor se acercó para entregarme una bandejita con alfajores.

- Gracias –le dije.

- Feliz Navidad –me contestó con tono alegre, y una sonrisa.

- Sí, feliz Navidad –repetí. 

El siguió su camino de regreso a la cabina, y al pasar por al lado del asiento de la joven, le acarició la  cabeza al niño, y le regaló otra bandeja con alfajores.  Respiré profundamente y cerré nuevamente los ojos. 

Sabía que no era cierto, que había tenido hasta no hace mucho tiempo navidades alegres, y entendí que me estaba engañando, que efectivamente estaba huyendo de mi realidad; como diría el Negro Avellaneda: nunca hay que subestimar al poder de la negación.

Me desperté sobresaltado y confundido, con el ómnibus en movimiento. Al abrir los ojos, me llevó unos segundos ubicarme en el presente, y entender lo que estaba ocurriendo; me había dormido profundamente, y había soñado con Eliseo Morán y con el Zurdo. Enderecé el respaldo de mi butaca, y corrí levemente la cortina para ver el costado de la ruta. Como una señal divina, un cartel verde se acercó desde el horizonte, las letras y números blancos me trajeron esperanza: faltaban pocos kilómetros para Rosario.

Alguna vez Joaquín me dijo que ir a Rosario le permitía ser turista en Buenos Aires. Creo que no entendí lo que me quiso decir, pero recordé esa frase estando en la ventanilla de la boletería de la estación de ómnibus, y fue eso lo que terminó por definir la elección de mi destino. En todo caso, llevaba ya más de un mes fuera de Buenos Aires, y aunque era claro que extrañaba, todavía no estaba listo para regresar.

Llegué a la costanera y me detuve hasta  poder divisar el puesto de Eliseo Morán, que estaba ubicado a unos cuarenta metros de distancia sobre mi derecha. Dos luces encendidas, y algo de humo trepando hacia el cielo me confirmaron que Eliseo todavía estaba allí, o incluso que quizás pasaría la Noche Buena junto a su parrilla y su río. Caminé hasta el puesto y ocupé un lugar en la barra al notar que Eliseo no se encontraba allí. Mientras lo esperaba, busqué inútilmente un reloj en las paredes; estaba inquieto, impaciente, ansioso por que Eliseo Morán regresara a su lugar.

Pasaron algunos minutos hasta que Eliseo Morán finalmente apareció, viniendo desde la orilla; pude observar su paso lento y sus manos sujetando dos pescados grandes. Cuando llegó al puesto  me miró extrañado, se agacho para cruzar la barra  y ubicarse del otro lado.  Luego dejó los pescados en un balde, cerca de la parrilla, giró, apoyó los brazos sobre la barra y me dijo:

- No pensaba verlo de nuevo tan pronto, ¿qué lo trae por acá?

En ese momento me dí cuenta de que no sabía cómo hacerle la invitación, y sospeché que mi idea era ridícula.

- Hoy es Noche Buena –comencé a decirle – y en el Hotel están organizando una cena.. ya sabe, para brindar…- Eliseo Morán me miró en silencio, sin entender. Tartamudeé, creo que incluso me sonrojé, y finalmente le dije:

- Miré, creí que Ud. iba a pasar la Noche Buena sólo, y pregunté en el Hotel si podía invitar a un amigo… así que vine a decirle eso.  La cena es a las nueve, todavía tenemos tiempo –agregué entusiasmado.

Eliseo Morán asintió, y luego habló:

- Yo le agradezco la invitación –dijo- pero me va a tener que disculpar. Yo no celebro la Navidad –concluyó. Su respuesta fue en un tono bajo y firme, cuidada, respetuosa, definitiva. Sonreí y procuré quitarle dramatismo al tema:

- Vamos, Don Eliseo, no son días para estar sólo estos…

Y la expresión de su cara me indicó que me había equivocado, que ese comentario había estado de más, y no  supe que no tendría una oportunidad  para disculparme

- Yo elegí estar solo –me aclaró- y soy feliz así. No necesito de una familia, de vivir en una comunidad, o de celebrar la Navidad en compañía de extraños para disimular mi soledad.

Callé en silencio, y aguanté el golpe.

- Ud. no pensó en mi – me dijo- Ud. pensó en usted, porque no quiere pasar esta Noche Buena sólo, vaya a saber porqué razón. Y viene hasta aquí, a invitar a una persona que apenas conoce, lo llama amigo, y lo invita a pasar la cena de Navidad junto a otras personas que tampoco conoce… No, señor, no me meta a mí en sus problemas. – y diciendo esto, Eliseo Morán dio media vuelta y comenzó a limpiar los pescados que estaban en el balde, junto a la parrilla.

Me quedé parado, con la cabeza gacha, comprendiendo sus palabras. Lo que vi a través de sus ojos me entristeció, giré y comencé a alejarme antes de que se me notaran la vergüenza o las lágrimas.

- Déjeme darle un consejo –escuché a mis espaldas. Miré por sobre mi hombro y lo vi a Eliseo Morán de espaldas, colocando los pescados sobre la parrilla, diciéndome:

- Váyase de este pueblo, vuelva a su vida –hubo una pausa, y agregó-  Ud. no está hecho para estar solo.

Volví al hotel en silencio, y llegué a tiempo para la cena. Vestí mi cara con mi mejor sonrisa, y cuando se hicieron las doce, choqué mi copa y brindé con el resto de la mesa. Luego, cuando todos salieron a ver los juegos artificiales, aproveché ese momento para escaparme a mi habitación y digerir la amargura acumulada.

Esa misma noche retiré la ropa del ropero, completé la valija, descansé una horas en la cama, y antes de que amaneciera, abandoné el hotel.

Mientras salía del pueblo, supe  que dejaba atrás recuerdos y planes truncos, imágenes color para mi inagotable álbum:  ella en el balcón diciéndome que era feliz, la cara de Eliseo Morán a punto de narrarme una historia, los ojos de Daniela viéndome llegar a la cena de Noche Buena.

Partí sin saber lo que haría después; no sabía si estaba volviendo, o si estaba  a punto de cruzar el punto del no rertorno. Como fuera, las palabras del Eliseo Morán retumbaban en mi cabeza; íntimamente sentía que él tenía razón, y que yo no tenía el valor para hacer lo que creía que debía hacer.

Me despertó un puñal clavadándose en mi frente. Avanzando hacia mi cerebro lentamente, como una marea de dolor. Me incorporé hasta apoyarme contra el respaldo de la cama, y vila luz del día a través del ventanal de mi habitación, las sábanas quemadas con la ceniza de un cigarrillo -que mis dedos dormidos aun sostenían-; y recostada sobre el piso, una botella vacía del eterno caminante de etiqueta, que explicaba el puñal, las quemaduras en la cama, y hecho de que me encuentrara acostado todavía vestido. El reloj sobre la mesa de luz marcaba las dieciocho del veinticuatro de Diciembre. Y entonces recuerdé todo
De alguna manera, por algún motivo, había borrado esta Navidad. La había ignorado, esquivado, y boicoteado, inconscientemente lo había hecho, o, al menos, lo había intentado. Y luego Daniela me había dado un uppercut mortal, un llamado brutal a la realidad, a la dura verdad de mi presente, a las inevitables consecuencias del exilio al que me habían empujado las distintas circunstancias. 
El punto es que la Navidad me había alcanzado finalmente, y por segunda vez me había encontrado solo.
Me puse de pie, y caminé hasta el balcón. Me asomé a la tarde que caía sobre la plaza, y tomé la baranda del balcón y la apreté con fuerza. Recordé mi primera Navidad en soledad, en los meses que siguieron a su desaparición, y mi posterior promesa de que nunca, de que jamás en mi puta vida volvería a pasar un veinticuatro en solitario. 
Volví a mi habitación mordiendo bronca, y decidido a actuar sobre la realidad. 
Entré al baño y me dí una ducha. Luego me afeité con cuidado, y me peiné. Mis ojos recorrieron el ropero y finalmente escogí una camisa clara recién planchada, y los pantalones de lino grises. Lustré mis zapatos, y me vestí lentamente. Antes de abandonar la habitación me miré el espejo, y quedé satisfecho con mi apariencia; nadie podría en ese momento afirmar que ese hombre pulcro y determinado encerraba a un espíritu desesperado.
Bajé la escaleras al trote y llegué casi saltando a la barra del comedor del hotel. Al verme, Daniela no pudo disimular la impresión que le causé; se sonrojó, y mostrando una sonrisa me dijo:
- ¡Que bueno que apareciste, Julio! estaba un poco preocupada ya... vas a venir a la cena, ¿no?
Me acerqué a ella, y en voz baja le pregunté:
- Sí, sobre eso quería hablarte... ¿hay problema si invito a un amigo?
Daniela me miró sorprendida, y en seguida contestó
- Pero no, Julio, por favor! tu amigo es bienvenido también.
Le agradecí y salí del hotel con paso rápido. El reloj del Banco Nación anunciaba las sietetreinta. No podía llegar tarde a la cena de Noche Buena; y si quería que Eliseo Morán nos acompañara, debía apresurarme.
A medida que pasaban los minutos, comencé a sentir que debía irme y dejarlo a Eliseo Morán sólo con sus recuerdos. Mi retirada fue lenta y sigilosa: primero me separé un poco de él, luego me puse de pie y me quedé parado un lago rato, mirando las aguas oscuras del arroyo. Finalmente retrocedí unos pasos y me detuve, esperando quizás una palabra o un gesto de Eliseo Morán, pero él permaneció inmóvil, ausente, y entonces supe que efectivamente debía irme.
Caminé entre los árboles, y antes de descender la loma que me llevaría a la orilla, giré mi cabeza y vi cómo Eliseo Morán recogía rápidamente su tanza, que serpenteaba endemoniada. Finalmente había conseguido su cena.
Me alejé en silencio, y emprendí el camino de regreso al hotel. Pensé que si algún día contara la historia de Eliseo Morán en la mesa chica de Viena probablemente me tildarían, una vez más, de mentiroso.
Daniela me recibió en el lobby con una sonrisa:
- ¿Cómo estás, Julio? ¿recién volves del río? - yo asentí y me acerqué a la barra del bar.
- ¿Encontraste el puesto de Eliseo?
- Sí - le contesté- muchas gracias por la recomendación, comí muy bien.
- Me alegro. Cocina bien, pero es un poco charlatán. Espero que no te haya aburrido con alguna de sus historias -me dijo.
- No, para nada -contesté terminante.
Estaba por retirarme rumbo a mi cuarto, cuando me preguntó
- Julio, ¿qué vas a hacer mañana a la noche? - quedé un tanto descolocado, no entendía a que se refería, y mi cara debe haber reflejado este desconcierto, porque rápidamente Daniela agregó:
- Mañana es Nochebuena, Julio! ¿o te olvidaste? - me quedé callado y sin reacción. Sí, me había olvidado. Levanté los hombros levemente y dije:
- No lo sé, Daniela, ya veré.
- Bueno, si querés, estás invitado a la cena que hacemos aquí en el hotel. Ojalá vengas, es a las nueve.
Le agradecí, sonreí y evité dar una respuesta definitiva. Comencé a subir las escaleras mientras sentía un súbito cansancio, un agotamiento extremo que se apoderaba de mis piernas y de mi espíritu. Sabía que al llegar a mi habitación, la noticia de esta Navidad iba a destrozarme.
Una Luna naranja y enorme asomaba en ese momento por detrás de la isla, iluminando el camino que recorríamos con Eliseo Morán hasta la orilla del río. Marchábamos en silencio y con paso lento, como construyendo un intervalo entre la historia que Eliseo me había regalado minutos atrás, y la siguiente, la que estaba aún por develarse. Cuando llegamos al río no nos detuvimos, cambiamos la dirección de nuestra marcha y caminamos aguas arriba, hasta que llegamos a la boca de un arroyo. Allí escalamos una pequeña pendiente, nos internamos entre los árboles, y finalmente nos sentamos sobre la tierra húmeda. Eliseo Morán comenzó a encarnar el anzuelo, cuando terminó, lo inspeccionó bajo la luz de la Luna, hizo un retoque, y luego se puso de pie y lo arrojó lejos. No vi dónde cayó, solo escuché un sonido húmedo a la distancia. Eliseo se sentó nuevamente, me convidó un cigarrillo, y comenzamos a fumar. Un suave viento comenzó a soplar, llevando a la Luna a lo más alto del cielo. Eliseo me alcanzó una botella y me dijo: - Beba, en un rato va a tener frío sino. Le dí un trago y sentí un líquido tibio ardiendo por mi garganta. Grapa, pensé. Devolví la botella, y limpié mis labios con el dorso de mi mano, mientras Eliseo levantaba la botella y bebía de ella largamente. Vi después su mirada lejana, y presentí que ya estaba en el pasado, y que la historia estaba por comenzar. - Nací en un campo cercano a Las Garcitas, Chaco, durante el verano de 1938. A los doce años dejé mi casa y comencé a trabajar en los campos de algodón de la familia Leguizamón. Allí serví como peón durante ocho años. En ese tiempo, fui siempre obediente y trabajador, y leal a Don Julio y a su familia. Eliseo recogió un poco de hilo, e hizo un gesto con la mano, como si estuviera hablando sólo. - El 21 de Octubre de 1957, Margarita Leguizamón cumplió quince años. Trabajamos mucho para preparar esa fiesta, y cuando todo estuvo listo, Don Julio nos felicitó satisfecho. La fiesta fue por la noche y, desde la parrilla, yo pude ver cuando Margarita llegaba en el carro sonriente, toda de blanco, con un hermoso collar brillante sobre el escote de su vestido, con el pelo recogido y la cara reluciente. Saludó a los invitados que la esperaban en el jardín, y luego entraron todos a la casa para que comenzara la celebración. Me fui a dormir pensando en la niña Margarita, en cómo había crecido, y en lo hermosa que era. - La jornada siguiente comenzó al alba, como de costumbre. Había que arreglar un molino, y la tarea nos llevó todo el día, ya que tuvimos que regresar al campo dos veces en busca de nuevas herramientas y de más brazos. Cuando llegó la noche, caí rendido en mi cama. Eliseo hablaba en voz baja, casi susurrando, con la mirada fija en el agua oscura. - Me desperté con los gritos. Don Julio entró en el galpón y nos levantó a rebencazos. -¿Quién carajos tiene el collar de mi hija? – aullaba, con la cara colorada, echando baba por la boca. Nos hizo salir todos al patio, y formar una fila. Y entonces habló: - Miren mierdas, les voy a dar una oportunidad. Una sola. Ese collar era de la abuela de Doña Consuelo, quiero que aparezca ahora mismo. Ya. Recorrió la hilera mirándonos uno por uno a los ojos, y cuando terminó, dijo: -¿Así que nadie habla? Bien… -y luego entró al galpón con una de las criadas. Al cabo de unos minutos salió con los ojos inyectados en sangre. - Eliseo –dijo- entre conmigo. Entramos al galpón y caminamos hasta mi cama. Luego Don Julio señalo mi cajón, yo asomé mi cabeza y allí, entre mis ropas, asomaba el collar de la niña Margarita. Di un salto hacia atrás, aterrado. - ¿Por qué lo hiciste? –me preguntó Don Julio lleno de ira, y de asco. - Yo no fui –le contesté- no sé cómo ese collar llego a mi cajón. Estuve siempre trabajando-dije, intentando defenderme-. Don Julio me miró callado, mientras se mordía los labios, hasta que estalló y cruzó mi cara con su rebenque. Caí al suelo lleno de dolor. Fui arrastrado luego hasta el patio, donde me molieron a patadas, y fui estaqueado hasta el otro día, cuando el comisario vino a buscarme. Me fui del campo con lo puesto, esposado y cargado por un agente, ya que mis piernas no podían sostenerme. Estuve en la comisaría de Las Garcitas una semana, mientras me recuperaba. Un día me visitó un juez, y me dijo que el delito que había cometido era muy grave, y que Don Julio había pedido un fallo ejemplificador. Al tiempo hubo un juicio; duró dos días, y cuando terminó un señor me dijo que me habían encontrado culpable, y que pasaría algunos años en la prisión de Encarnación. - Con buena conducta, en cinco años estará en libertad –me dijo dándome una palmada en la espalda.
Eliseo recordó esta frase con dolor, y también con algo de humillación.
-Yo era muy pibe -razonó-me fumaron en pipa.
Una nube indiscreta había ocultado a la Luna, y de pronto la oscuridad nos rodeaba. Apenas podía distinguir la silueta de Eliseo Morán, con la cabeza gacha, el mentón tocando el pecho y los hombros aplastados por el peso de ese recuerdo.
- Tarde cuatro años en recibir a mi primera visita. Una mañana de invierno, el cabo Matera me llamó y me dijo que alguien había venido a verme. Era Facundo Reyes, peón y compañero mío de fajina en el campo de los Leguizamon. La alegría de ver una cara amiga me impidió preguntarme por el motivo de su visita, fue sólo después de algunos minutos que comprendí que Facundo tenía algo para decirme, y fiel a su estilo, lo dijo sin dar vueltas:
- Eliseo, yo fui el que robó el collar.
Me quedé helado, con la boca entreabierta, sin poder reaccionar. Facundo Reyes bajó la mirada y luego me dijo:
- Vengo a pedirte perdón.
-Yo asentí en silencio, lo miré unos segundos, me puse de pie, apoye mi mano sobre su hombro, y me fui de esa habitación.
Los días que siguieron fueron oscuros. Luego comenzó el tema de la pesca y lentamente mi vida volvió a la normalidad. Con el tiempo sospeché que, a su manera, Facundo Reyes tuvo también su castigo. Como sea, algo de esto llegó a los oídos de Don Julio, porque al salir en libertad, él me estaba esperando en la puerta. Me estrechó la mano y me dijo:
- Eliseo, me gustaría que volviera al campo.
- Yo lo miré a los ojos, y me di cuenta que él no comprendía lo que me había pasado, ni lo que yo sentía. Pero más aún, él no sabía cuánto yo había cambiado en ese tiempo. Tomé aire, y le dije:
- Gracias Don Julio, pero no, no voy a volver al campo nunca más. Ahora soy un hombre libre -miré hacia el cielo, y agregué- me voy a pescar.
El viento había corrido a la nube, y bajo la luz de Luna, pude ver la cara de satisfacción y de paz con la que Eliseo Morán recordó ese momento.
Yo permanecí callado el resto de la noche, viendo cómo Eliseo Morán pescaba su cena, deseando, íntimamente, el comienzo de una nueva historia.
Eliseo descorchó otra botella de vino blanco y luego llenó los vasos, se acomodó detrás de la barra, y con la mirada perdida en el río, comenzó su relato diciendo:
- Aprendí a pescar en la cárcel. Yo tenía veinte años, y Conrado Ucha fue quién me enseño.
Hubo una pausa, y vi los recuerdos perturbando la cara de Eliseo mientras decidía cómo continuar, qué cosas contar y cuáles dejar afuera de esta historia, por ser irrelevantes, o quizás muy dolorosas.
- Conrado Ucha debía tener casi setenta años de edad en ese momento, y más de treinta encerrado. Fue una suerte que él fuera mi compañero de celda. Creo que le caí bien de entrada, jugábamos a las damas casi todo el día y conversábamos mucho sobre las cosas que haríamos cuando saliésemos de ahí.
- Hablábamos poco de nosotros y de nuestro pasado; a veces se filtraba alguna referencia lejana, pero nunca había preguntas o pedidos de detalles. Allí el silencio del otro es acatado como una orden.
Eliseo bebió de su vaso, y su mirada volvió del río para enfocarse en mí. La expresión de su cara había cambiado, como si ya hubiese terminado de recordar lo mal que la había pasado en esos años y estuviera listo ahora para adentrarse definitivamente en la historia. Balanceó el peso de su cuerpo sobre sus pies, entrecerró sus ojos, y continuó diciendo:
- Una mañana, mientras ordenábamos las fichas sobre el tablero, le dije que cuando saliera de ahí mi único deseo era irme hacia algún lugar con río o con mar, aprender a pescar y a disfrutar de la vida viendo el tiempo pasar. El levantó la cabeza súbitamente, como sobresaltado, me miró en silencio unos segundos, fijamente, como si estuviera decidiendo que hacer, y finalmente me dijo:
- Yo le voy a enseñar a pescar, pibe.
-Y a partir de ese día, en una celda de la prisión de Encarnación, Conrado Ucha comenzó a enseñarme a pescar.
Eliseo Morán hizo otro alto en su relato para beber un sorbo de vino, y para acomodar el surubí en la parrilla. Mientras lo salaba, retomó su historia con una pregunta que yo me estaba haciendo hacía rato:
- Ud. se preguntará cómo se pesca en una celda, ¿no es cierto? El aislamiento ejercita la imaginación, Ud. no creería las cosas que pasan dentro de una prisión. Le explico: nosotros dormíamos en una cucheta, Conrado Ucha abajo, yo arriba. A la tarde, cuando comenzaban mis horas de entrenamiento, yo subía a mi cama y desde allí dejaba caer una tanza con un anzuelo encarnado con telas e hilo; y entonces Conrado simulaba desde abajo las mordidas de los distintos peces: patí, boga, bagre, surubí, dorado. Todos peces de río: Conrado Ucha no conocía el mar. Como sea, hacía esto con suaves tironcitos que daba con las uñas de sus dedos, y que poco a poco, iban desvistiendo a mi anzuelo. Podía tomarle horas terminar de desnudar a mi anzuelo, pero su paciencia parecía infinita. Cada vez que yo sentía un pequeño tirón, y jalaba rápidamente del hilo hacia mí, el anzuelo aparecía desnudo o intacto.
- Así pasamos muchas noches. Sin darme cuenta comencé a reconocer las tímidas mordidas de los peces, los imperceptibles toques que realizan para asegurarse de que no se trata de una trampa; hasta que pude identificar el momento preciso en el que hay que tirar del hilo con un golpe seco, para clavar el anzuelo en la carne del pez. Ese día, escuché un grito, una puteada: había pescado a Conrado Ucha del pulgar de su mano izquierda.
- Apareció su cabeza blanca, y vi que se estaba riendo. Mientras se quitaba el anzuelo del dedo, me dijo:
- Felicitaciones, pibe, ha pescado su primera boga.
- Yo bajé de la cucheta de un salto y lo abracé. Realmente sentía que había pescado por primera vez.
- A partir de allí las practicas fueron menos frecuentes, y Conrado comenzó a darme detalles sobre cómo encarnar, los tipos de anzuelos, plomadas, esas cosas. Terminamos hablando del clima, del mejor cielo o la mejor luz para pescar.
El vino ayudaba a Eliseo a recordar:
- En esos días -me dijo mirando el río- yo sentía que conversaba con Conrado Ucha sentados en un lugar como este.
Eliseo controló la cocción del pescado, se limpió las manos con un trapo, y dijo:
- Al poco tiempo yo salí en libertad. Me despedí de Conrado Ucha emocionado, él me abrazó y me dijo:
- Buena suerte, pibe. Ahora vaya, cumpla su deseo, y sea feliz.
En ese momento, creo, Eliseo Morán estuvo a punto de llorar, no puedo asegurarlo, porque él giró rápidamente hacia la parrilla y comenzó a retirar el pescado para servirlo en un plato.
Eliseo Morán dejó el pescado frente a mí, y nuevamente con la mirada fija en el río, me dijo:
- Tiempo después llegué a esta orilla y me instalé. Han pasado casi cuarenta años -y como confirmando una promesa antigua, dijo- sí, yo también cumplí con mi parte.
Estaba emocionado y confundido. Comí el surubí por respeto, y luego bebí mi vaso en silencio. Cuando se terminó la botella de vino, yo me puse de pie, e introduje mi mano en el bolsillo del pantalón, con miedo a preguntar por la cuenta. Entonces Eliseo Morán volvió a prestarme atención, y dijo:
- A usted seguramente le intriga saber por qué fui preso a los veinte años, ¿no ?
Era cierto, esa duda me había asaltado desde el primer momento, pero me aterraba preguntar. Tímidamente, asentí. Eliseo Morán sonrió:
- Sí, sé que usted quiere saber eso -me dijo- y yo se lo voy a decir, sí, yo se lo voy a decir. Hagamos un trato, usted me acompaña mientras pesco la cena, y yo le cuento porqué caí preso ¿qué le parece?
Yo nuevamente asentí, casi sin fuerzas. Mientras caminábamos hacia la orilla me pregunté si alguna vez yo podría irme de ese lugar.
A lo lejos, las luces del pueblo comenzaban a encenderse, en breve la noche caería sobre el río marrón.

El agua del río era de color marrón, casi violeta; y así, vista de cerca, daba un poco de pena, y también algo de asco. Nada de esto impidió que encontrara deliciosa la boga a la parrilla que preparó Eliseo Morán. La acompañé con un poco de sal y limón, y con una botella de vino blanco. Almorcé en la barra del precario bolichito que Eliseo Morán había armado a orillas del río,  y al que había llegado por consejo de Daniela.

Me acodé en la barra y estuve solo un largo rato hasta que Eliseo Morán apareció en escena, viniendo desde la orilla cargando una caña, un balde y dos pescados de buen tamaño.

- Hay  boga y surubí – me dijo mientras pasaba por debajo de la barra, y dejaba  los pescados sobre una mesa. Pensé unos segundos, y elegí

- Boga

Eliseo Morán asintió, tomo uno de los dos pescados, y lo limpió con un cuchillo pequeño en menos de treinta segundos, con tres o cuatro  movimientos rápidos. Tiró los desechos en el balde, y luego echó el pescado a la parrilla.

- ¿Vino? -preguntó

- Sí – le contesté. Eliseo Morán enterró su mano en un barril repleto de hielo,  extrajo una botella, la descorchó y sirvió dos vasos.

- Salud –me dijo, bebió de su vaso, y luego se quedó con la mirada perdida en algún punto fijo ubicado detrás de  mis espaldas. Cada tanto parecía despertarse, y entonces giraba el torso y controlaba la parrilla.

- Faltan cinco minutos –me aclaró- ¿quiere el diario de hoy? Está recién llegado de Buenos Aires…

- No, gracias – le contesté, y traté de reforzar mi agradecimiento con una sonrisa. En el interior, la gente es muy susceptible en estos temas.

- ¿No le interesa saber cómo están las cosas en Buenos Aires? –preguntó algo divertido.

- No hace falta: están mal –le contesté. Eliseo Morán sonrió, y asintiendo dijo

-Sí, están mal. Muy mal – bebió algo de vino de su vaso, y luego dio media vuelta y se acercó a la parrilla para retirar la boga y servirla en un plato, que acercó enseguida a la barra, junto con un salero, un platito con unas rodajas de limón, una panera y una servilleta de papel. Miró la disposición de todos estos elementos, como comprobando que nada faltara, pasó nuevamente por debajo de la barra y partió rumbo a la orilla, dejándome solo con mi boga.

Luego de un rato, mi plato y la botella de vino estaban vacíos. Había encendido un cigarrillo, y luego había girado sobre la banqueta, de modo tal que quedé de frente al río,  con los codos y la espalda contra la barra. Minutos después Eliseo Morán regresó. Tomó su lugar detrás de la barra  y se quedó callado, mirando al río. Yo apagué el cigarrillo, me puse de pie, y mientras introducía mi mano en el bolsillo de mi pantalón,  le pregunté:

-¿Cuánto le debo? – Eduardo Morán me miró

-¿Le gustó? -preguntó

- Mucho –le contesté con sinceridad. El sonrió con satisfacción, y mirando el pescado que había quedado sobre la mesa, me dijo:

- Y eso que no ha probado el surubí.

Asentí sonriendo, esperando que me dijera cuanto le debía por el almuerzo, pero entonces él giró, pescó otra botella de vino helada, la descorchó y sirvió dos vasos.

- Siéntese,  tenemos tiempo- me dijo. Quise negarme, pero él levantó su vaso para brindar, y no quise ser descortés, tampoco tenía mucho sentido, ¿qué otra cosa tenía para hacer? Chocamos nuestros vasos, bebí un poco de vino, y me senté nuevamente en la banqueta. Eliseo Morán fue hasta la mesa y comenzó a limpiar el pescado.

- Sí, tenemos tiempo –repitió asintiendo con la cabeza, como dándose la razón. Luego me miró, y me dijo

- Y mientras se cocina el surubí, y nos terminamos esta botella de vino, yo le voy a contar una historia.

Levanté mi vaso, lo sostuve unos segundos en el aire, bebí unos sorbos, y lo dejé  nuevamente en la barra; acomodé mi cuerpo sobre la banqueta, apoyé mi cabeza sobre mis puños, y me dispuse a escuchar la historia de Eliseo Morán. Algo me decía que no iba a arrepentirme.

Al salir del hotel me detengo un momento en la vereda, trago un poco de humo de mi cigarrillo, y miro hacia las dos esquinas de la calle San Martín, para luego cruzar el asfalto hasta llegar a la otra vereda y sentarme en un banco de la plaza. Desde allí puedo ver el frente del hotel, su amplio ventanal, la puerta de entrada y, en lo alto, el único balcón ubicado en el tercer piso, al centro del edificio. En ese balcón, ocho años atrás, una noche de verano, yo fui feliz.
Dejo caer el cigarrillo en el piso y lo aplasto con la punta de mi zapato izquierdo. Apoyo las manos sobre mis rodillas, listo para ponerme de pie y seguir mi camino, pero me detengo, y me doy cuenta de que no hay apuro. Me recuesto sobre el respaldo del banco y vuelvo a mirar el balcón.
- Me gustaría desaparecer - me dijo ella cuando me desperté - irme de Buenos Aires, sentir otra vida. Quisiera irme de acá...
La escuché callado. Vi sus ojos mirándome, como pidiendo ayuda, y me decidí
- Yo conozco un lugar-le dije.
Nos encontramos horas después en Retiro, y huímos. 
Llegamos a este pueblo al atardecer. Un muchacho nos acompañó hasta nuestra habitación en el tercer piso del hotel. Cuando nos quedamos solos, ella abrió el ventanal y salió al balcón. Apoyó sus manos sobre la baranda de hierro, y estuvo unos segundos mirando la plaza, y el río. Luego giró,  me miró con la cara llena de felicidad, y corrió hacia mis brazos. Apoyó su cara contra mi pecho y me dijo:
- Gracias, gracias - así supe que la amaba.
Los días que  siguieron hasta que tuvimos que volver a Buenos Aires, fueron perfectos. Esos fueron los comienzos de los mejores años de mi vida. 
Enciendo otro cigarrillo, me pongo de pie, y comienzo a recorrer lentamente el camino de la plaza que lleva a la esquina de 25 de Mayo y San Martín. Cruzo la calle, y entro en la sucursal del Banco Nación, solo para mirar el techo, sus paredes, y ver que nada ha cambiado. 
Salgo del edificio y camino, bordeando la plaza desde la vereda de enfrente. Recorro dos cuadras, y llego al hotel.
Subo  lentamente las escaleras, llego a mi habitación, abro la puerta y luego me recuesto sobre la cama a descansar. Cierro los ojos. Me doy cuenta de que nunca  supe qué realidad la llevó a ella a querer desaparecer; y me pregunto cómo pudo lograrlo, cómo hizo para saltar a una nueva vida, sin dejar marcas, ni  rastros, ni decir adiós. 
Me pongo de pie y camino hasta el ventanal. Salgo al balcón, miro hacia el río y me digo que yo voy a volver, yo voy a recuperar mi felicidad pasada. Lo sé. Sólo necesito tiempo. 

Me llevó unos días entender que estaba triste.  Como era de esperar, el delay emocional que me acompañaba desde pequeño, no estuvo ausente en esa ocasión. A media mañana, bajé al lobby del hotel a desayunar y me acomodé en la mesa que había ocupado los días previos, que estaba ubicada sobre un ventanal que separaba el salón de un patio interno muy luminoso; y allí esperé a que se acercara Daniela, la camarera del café del hotel.

Luego de unos minutos, Daniela llegó a mi mesa llevando en su bandeja un café con leche humeante, un plato con tostadas, dos o tres platitos con mermeladas de frutas, y otro con manteca. Me saludó con una sonrisa y sirvió lentamente el desayuno. Cuando estaba apoyando el plato con las tostadas sobre el mantel, me dijo:

-¿Querés que te alcancé el diario, Julio? – demoré unos segundos en reaccionar, busqué sus ojos en lo alto, y negando con la cabeza, suavemente dije

- No, gracias, Daniela.

Ya con la bandeja vacía, Daniela cambió de posición, se apartó de mi lado y se paró detrás de la silla que estaba frente a mí. Apoyó la bandeja sobre el respaldo de la silla, y llena de preocupación me preguntó:

-¿Estás bien vos?

Cuando sonreí por instinto para escapar, y escuché que le contestaba

- Sí, Daniela, gracias –me di cuenta que no, que no estaba bien. Me sentía solo. Estaba solo. Eso era lo que había buscado, y lo que había conseguido.

- Estoy bien –le confirmé.

- Bueno –me contestó sin mucha seguridad- cualquier cosa que necesites, me avisas ¿si? –asentí, y luego Daniela se alejó para ubicarse detrás de la barra del salón.

Mientras tomaba el café con leche, y me preparaba una tostada con manteca y mermelada de duraznos, a través del ventanal pude ver a un hermoso gato colorado trepado al aljibe que dominaba el centro del patio. El gato miraba, agazapado, a una paloma gris que estaba parada al pie del ventanal.

Pensé en cómo estaría mi gato, y como se estarían llevando con Esperanza. Me pregunté si volvería a verlo, y esa duda repentina, me generó un escalofrío, un mal presentimiento.

Terminé mi desayuno y tomé las escaleras para ir a mi habitación. Cuando llegué al tercer piso, del picaporte de la cuarta puerta, colgaba una bolsa de plástico transparente con el diario, y una nota que decía:

“Por si te arrepentís – Daniela

Entré al cuarto, dejé el diario sobre la cama, y fui al hasta el baño  a lavarme la cara. Luego regresé a la habitación, miré los rincones, los costados del escritorio, entonces tomé el diario y lo arrojé en el cesto de papeles.

Salí de la habitación y bajé las escaleras rumbo a la calle. Ya era muy tarde para arrepentimientos.

La charla en Viena fue corta, no había mucho que explicar: yo no estaba dispuesto a  aceptar como algo normal, al conjunto de circunstancias que se había generado en las ultimas semanas, como si se tratara solo de algunos incidentes típicos a los que debería estar acostumbrado y poder sortear sin mayor complicación. No, esa no era mi vida; y si lo era, entonces iba a cambiar.
¿Qué hacía yo caminando por la calle con un bolso y mi gato a cuestas? ¿desde cuándo debía controlar que nadie me estuviera siguiendo? 
Fui cuidadoso con las palabras y con el tono de voz elegidos: como mi decisión afectaba sus planes, estaba allí para que no hubieran dudas de mis motivos, pero no para discutirlos. Creo que el Zurdo entendió de inmediato que no estaba pidiendo consejo, que simplemente les estaba comunicando mi decisión. Me escucharon callados. Una gravedad densa envolvió la mesa chica de Viena durante esos minutos. Cuando terminé de hablar hubo un silencio largo, de esos que acontecen cuando algo inevitable se ha revelado, y luego el Zurdo finalmente preguntó:
- ¿Y qué vas a hacer, Martín?  
La pregunta del Zurdo era la de todos. Fue un momento difícil. Las palabras operan sobre la realidad, y yo sabía que decirlo era, de alguna manera, comenzar a vivirlo. Apoyé entonces las manos sobre la mesa, recorrí las caras de mis amigos, y con voz firme les dije:
- Voy a desaparecer.
Algunos bajaron su mirada hacia la mesa, otros asintieron en silencio. Solo el Zurdo se me quedó mirando con una expresión en su cara que no pude descifrar. 
Me puse de pie y abandoné la mesa. Caminé ensimismado bordeando la barra del salón,  buscando la salida, aire fresco. Cuando llegué a la vereda respiré profundamente; sentí que iba a llorar. Di media vuelta para ver la puerta de Viena una vez más, y vi como el Zurdo la atravesaba  con autoridad. Se acercó hacia mí y  me extendió un abrazo. Luego se separó unos pasos, me miró, y como si fuera una orden, me dijo:
-Cuidate, Nene.
Y a partir de ese instante, desaparecí.   
  

Un vagabundo caminaba por la calle empujando un carro de supermercado que contenía sus pertenencias. Podía ver a través de tejido metálico un colchón enrollado de color gris, una manta que debió haber sido azul o celeste, algunas bolsas de plástico anudadas, una botella de agua mineral rellena con un líquido oscuro, y coronando esa pila heterogénea, un enorme radiograbador plateado. A pesar de los metros que nos separaban, el olor de su ropa y de su cuerpo me estremecía.

Yo también caminaba con mis pertenencias a cuestas: un bolso en una mano, y a mi gato en mi brazo izquierdo, envuelto en un toallón de color  rojo. Me pregunté si la persona que estaba a mis espaldas sabría que ese olor pestilente no provenía de mi, sino de mi predecesor; sospeché que no.

Al llegar a la esquina, crucé la calle y seguí mi camino por la otra vereda. En frente, el vagabundo había hecho un alto para revisar unas bolsas de residuos que se encontraban  apoyadas sobre la base de un árbol 

-¿Cómo se termina asi? -pensé- ¿no suena alguna alarma en el camino? Nuevamente sospeché que no, que el descenso a los infiernos tiene, apenas, una suave pendiente por la que uno se desliza inadvertidamente. Un día uno abre los ojos, y se está ahí, rodeado de sufrimiento.

Al llegar a Tucumán, decidí descansar en  un banco de la plaza. Dejé el bolso sobre el piso, y mientras sujetaba a mi gato, me las arreglé para encender un cigarrillo. Una señora mayor pasó por delante de mí, vío la cabeza del gato que se asomaba a través del doblez del toallón, el bolso a mis pies, me miró por unos segundos, y luego siguió su marcha;  creí haber reconocido  en sus ojos algo de pena.  Quién sabe que historia habrá imaginado.

Estaba anocheciendo; debía decidir que hacer. Lo primero era conseguir a alguien que cuidara de mi gato por unos días. Me puse de pie, tomé mi bolso, y caminé hasta encontrar un teléfono público. Luego de algunos llamados, paré un taxi, subí al auto, y le indiqué  al chofer la dirección del departamento de Esperanza.

Cuando llegé a la puerta de su edificio, Esperanza me recibió con la cara seria. Abrí la puerta del auto y le entregué a mi gato. Lo cargó con algo de miedo en sus brazos, y luego me preguntó:

- ¿Seguro que no te querés quedar acá, Martín?

Negué con la cabeza, le agradecí, cerré la puerta del auto  y le indiqué mi próximo destino al chofer del taxi. Cuando retomamos la marcha, me miró por el espejo retrovisor y me dijo:

- Te separaste, no? – esperé unos segundos, y finalmente le respondí

- Sí

- Es jodido –agregó- pero vas a estar bien, eh, vos  tranquilo pibe, eh.

- Si –le dije- Gracias.

El resto del camino lo recorrimos en silencio.  De pronto se me vino a la cabeza una de las frases preferidas del Negro Avellaneda:

- Nunca subestimes el poder de la negación.

Sí, hay alarmas que suenan, luces amarillas que uno puede reconocer si no cierra los ojos. La versión oriental de la frase del Negro afirma que saber, y no hacer nada al respecto, es como no saber. Negar, o no hacer, son las caras de una misma moneda.

Al llegar a la puerta de Viena el auto se detuvo, le entregué algunos billetes al chofer, que al bajar del auto me recordó su consejo:

- Tranquilo pibe, eh…

Asentí, y cerré la puerta del auto.

Al entrar a Viena, lo vi al Zurdo hablando con Cortázar y con Expedition Al, y entendí que me estaban esperando, y que probablemente ya estaban al tanto de lo que había pasado. 

Lo que ellos no sabían, lo que no podían siquiera imaginar, era que esa noche, yo estaba yendo a Viena para despedirme.

El Zurdo me despidió preocupado por la falta de noticias de Expedition Al luego de nuestro encuentro fallido. Tan serio estaba el Zurdo por este asunto, que ni siquiera se interesó en la posibilidad de que efectivamente el otro Martín estuviera siguiéndome. Yo conocía sólo una parte del plan, pero era evidente que este imprevisto ponía en riesgo todo el trabajo. Las últimas instrucciones del Zurdo antes de subirse al taxi, fueron que estuviera atento: - Abrí los ojos, Martín, y no te metas en más problemas –concluyó. Yo lo miré extrañado, pero no contesté. Creí entender que se estaba refiriendo al Buick, y que no quería que discutiéramos en ese momento, por lo que simplemente asentí y cerré la puerta del taxi. Caminé unas cuadras por Arenales pensando en las últimas palabras del Zurdo ¿por qué debía abrir los ojos? ¿era un reproche por no haberme dado cuenta de que me habían seguido a mi encuentro con Expedition Al? ¿o lo decía simplemente para que me cuidase del Buick? ¿Por qué me había dicho que no me metiera en “más problemas”? ¿en qué otros problemas estaba ya metido, entonces? Me sentí desconcertado, perdido en lo que estaba ocurriendo, como si estuviera ausente en mi propia vida. Llegué a la puerta de mi edificio muy cansado. Mientras esperaba con pesar al ascensor, me prometí conversar con Juan sobre la angustia que siempre me invade en esos minutos perdidos, en los que lo único que puede hacerse es ver como una lucecita naranja va iluminando consecutivamente los distintos números, recorriéndolos en forma ascendente o descendente. Preciosos minutos de mi vida tirados a la basura sólo por no poder volar. La puerta del ascensor se abrió de repente, estrellando esos pensamientos en mi cara como una bofetada. Un hombre salió del ascensor sin siquiera mirarme y encaró velozmente hacia la puerta de entrada del edificio. Subí al ascensor, y mientras presionaba el botón que corresponde al piso en que vivo, tuve un mal presentimiento. Los minutos que demoró el pequeño viaje se me hicieron eternos. Bajé del ascensor rápidamente, y al llegar al pasillo vi la puerta de mi departamento entreabierta. Me quedé inmóvil, sentí mi cara helada y los dedos de mis manos tensos como garras. Finalmente avancé con decisión por el pasillo, en el camino tomé el matafuegos de la pared y entré al departamento decidido a todo. Parecía como si un tornado hubiese pasado por allí, no había quedado nada en pie, los muebles, los libros, la ropa, la lámpara de pie, todo estaba desparramado por el piso. Recorrí los ambientes y volví al living. Quité del sillón algunos libros y un cuadro, y me senté. Sin poder entender todavía lo que había ocurrido, me di cuenta de que no había visto a mi gato. Salté como un resorte del sillón y comencé a buscarlo por todos los rincones, por sus escondites favoritos, pero no aparecía. Fui hasta el balcón, luego al lavadero, finalmente regresé al living y me desplomé, abatido, en el sillón. Cerré los ojos, apoyé las palmas de mis manos sobre mis párpados, y me pregunté cómo diablos había llegado a esta situación, ¿en qué momento mi vida había tomado esta dirección? De pronto escuché un maullido, y recibí todo el peso del gato sobre mi pecho. Gato vivo, pensé. Lo abracé, y luego exploté en un llanto inútil. Cuando pude tranquilizarme, me puse de pie, junté algunas cosas en un bolso, envolví al gato en un toallón, lo cargué en un brazo, y de un portazo abandoné el departamento. Mientras cruzaba la puerta de entrada del edificio sentí que la ira comenzaba a invadirme. Un enojo genuino, antiguo, intenso me dominaba, y una certeza me atravesó por completo: alguien iba a pagar por todo esto.
A veces, cada tanto, suelo hacer brindis solitarios. No como lo hacen esos hombres embriagados que levantan sus vasos en un bar y los pasean por el aire mientras balbucean una cadena de palabras inentendibles; no, no de esa manera. 
Yo prefiero realizarlos en intimidad, revolver los pensamientos y las palabras del brindis en el fondo del vaso, dedicar por unos segundos toda mi atención a esa persona, hasta poder ver su cara, hasta lograr su presencia,  y poder entonces beber de un trago el vaso a su salud.
El motivo de la ausencia cambia frecuentemente, las particularidades en cada ocasión pretenden engañarnos, pero al final, siempre se trata de un desencuentro.
En todo caso, brindar  es desear el bien, y la idea de hacerlo sin que el otro lo sepa, es algo que me parece acertado.
Hace algunos minutos comencé a preparar esta ceremonia íntima. He buscado algunos recuerdos, y he elegido cuidadosamente las palabras que trasmitirán mis deseos. 
Sirvo mi vaso, y camino hacia el balcón. Afuera hay una noche hermosa. 
Miro al cielo, y pienso en Little Pill. Sonrío.
El hechizo se completa; levanto entonces mi vaso hacia la noche,  brindo en su nombre, cierro los ojos, y bebo hasta quedarme solo.
   
Su voz apenas se escuchaba a través del auricular, y debí esforzarme mucho para poder entender lo que me decía; finalmente acordamos encontrarnos en "50`s" para conversar sobre los detalles del trabajo en cuestión.
Expedition Al es un hombre de confianza del Zurdo; su especialidad son los sistemas informáticos, y el jazz. Con sus dos metros de altura y casi ciento sesenta kilos, alguna vez me contaron que de joven supo correr los cien metros en doce segundos. Cuando lo conocí me sorprendió su tono de voz bajo, y su conversación pausada. Pronto entendí que es un hombre al que le gustan las cosas simples y claras. 
Siempre me causó curiosidad  que alguien con manos de ese tamaño descomunal hubiera decidido dedicar su vida a los teclados; quizás el dominio de esos temas comienza con un sometimiento físico de las teclas, quién sabe.
Ingresé a "50´s" y en unos segundos comprobé que él todavía no había llegado. Me ubiqué en una mesa cercana a la ventana, pedí un whiskey y comencé, impaciente, a jugar con mi encendedor. 
El Zurdo me contó una historia sobre Expedition Al, que recordé mientras esperaba mi trago. Expedition Al era pianista del Trianón, el cabaret de lujo que en ese entonces gestionaba Purrete  Roncedo.  Al parecer, en un momento algo pasó, Roncedo no acordó con la policía, o alguien no cumplió con lo pactado, como fuera, hubo una redada en el Trianón y, como era de esperarse, la cosa se puso fea.  El Zurdo estaba esa noche en el lugar, y me dijo que un grupo de policías, liderado por el Sargento Benitez,  entró dando palos al salón. La gente comenzó a correr, hubieron gritos, empujones, y en un momento, el Zurdo vio que Benitez agarraba del brazo a Lucilene  y comenzaba a arrastrarla hacia la puerta del salón. Lucilene era la preferida de Roncedo, la reina del Trianón y, según el Zurdo, la morocha más impresionante de la noche de Buenos Aires por esos años. Pero Benitez nunca llegó a la puerta. Expedition Al tomó al sargento por el cuello, obligándolo a soltar a Lucilene, luego lo rodeó con sus brazos, lo levantó sobre su cabeza, y con un rápido giro, arrojó el cuerpo del Sargento Benitez por las escaleras que llevaban a la puerta de entrada. Luego Expedition Al tomó a Lucilene con un brazo, y haciéndose paso a las trompadas, abandonó el Trianón. 
Expedition Al fue detenido al día siguiente, y estuvo casi un mes preso. Al Zurdo le consta que su liberación, y su estadía tranquila en la comisaría, se debieron a las gestiones de Purrete Roncedo.
El Sargento Benitez salió en muletas del hospital después de tres meses de recuperación; las muletas todavía lo acompañan.
Luego de este incidente Lucilene abandonó Buenos Aires. Antes de irse, se dice, visitó a Expedition Al en la comisaria, y  de alguna manera logró entrar a la celda y despedirse de él.
Mientras pensaba en esta imagen, el mozo se acercó con mi whiskey. Dejó el vaso sobre la mesa, junto a una nota que decía: 
"Te siguieron, espera mi llamado" Al.
Quedé sorprendido, desconcertado. Miré alrededor como buscando una respuesta, un culpable, pero fue inútil.
Terminé mi trago, pagué la cuenta, y salí del bar sintiéndome observado. Mientras paraba un taxi y pensaba que dirección indicarle al chofer, tuve el presentimiento de que  Expedition Al se había cruzado con Martín, al otro Martín siguiéndome a mi; por un momento me ilusioné: existía la posibilidad de que Expedition Al le hubiese visto la cara a Martín.
 

Me dirijo  a la boca de subte de Alem, sin haber tomado una decisión todavía. Por el momento, sigo los pasos que me llevarán a mi encuentro con Martín: viajaré en subte hasta Chacarita, subiré luego las escaleras y caminaré por Federico Lacroze hasta llegar a Alvarez Thomas, en la esquina donde solía estar Argos. Me pregunto porqué Martín eligió ese lugar; está claro que no fue una coincidencia: durante algunos años jugué mucho al billar en las mesas de ese café que ya no existe. Por entonces, yo recién llegaba a Buenos Aires, y junto al Narigón Pirata, recorríamos las mesas del salón durante horas aprendiendo trucos inútiles.

Dejamos de ir a Argos por razones de fuerza mayor: en una discusión acalorada, el Narigón Pirata perdió la calma y le partió una silla en la cabeza a Pallotas, el mozo del lugar. Nos corrieron casi diez cuadras por Alvarez Thomas hasta que logramos dejarlos atrás. Recuerdo que después nos desplomamos en el banco de una plaza, y cuando recuperamos el aire, comenzamos a reírnos. Cuando nos pusimos de pie para retomar nuestra marcha, el Narigón extrajo del bolsillo de su saco una bola de marfil y la mostró en lo alto como un trofeo de guerra.

Tiempo después, el Narigón dejaba para siempre esta ciudad. Mientras nos despedíamos en Retiro, antes de subirse al ómnibus me regaló esa bola de billar, que ocupa ahora un lugar especial en mi biblioteca.

Las estaciones se suceden, la gente sube y baja del vagón,  son casi las seis de la tarde. Pienso en mi último encuentro con Juan, fue una sesión extraña en la que él habló y yo escuché

-¿Por que vas, Martín? –me preguntó finalmente, desconcertado.

- ¿Porqué no puedo mantenerme alejado de los problemas?  - le respondí con tono burlón. El chiste no le hizo gracia y me miró callado. Me di cuenta de que estaba descentrado, ¿desde cuándo hacia chistes en terapia? Cuando me fui de su departamento, tuve la sensación de que mi encuentro con Martín lo preocupaba a Juan seriamente.

Ayer por la noche, en Viena, todo este asunto fue tema de discusión. El Zurdo y Joaquín querían emboscarlo y molerlo a palos; el Dandy, exagerado como siempre, quiso facilitarme un treintaiocho; sólo el Negro Avellaneda me preguntó:

-¿Para que vas a ir, Martín?

Mientras recorro las estaciones que restan hasta Chacarita, intento responderme esa pregunta.

Subo finalmente las escaleras y me asomo a los últimos metros de la calle Corrientes. Miro hacia el cielo y noto que es una tarde tranquila. Todavía tengo algo de tiempo; bordeo la pared del cementerio y llego al bar de la calle Rodney. Ocupo una mesa en la vereda y le pido al mozo un whiskey. Hace muchos años en este bar, en una noche oscura, una mujer me dijo que era un hijo de puta. 

Lo recuerdo bien, se puso de pie,  acercó su boca a mi oído, y con un murmullo me dijo:

-Vos sos un hijo de puta.-luego tomó su cartera de la barra y abandonó el bar. 

Cierro los ojos y recuerdo esa época; sí, fueron días difíciles. Y esa mujer tenía razón, en ese momento, yo era un hijo de puta.

El mozo se acerca, deja el vaso sobre la mesa, sirve una medida de whiskey y luego se aleja. Bebo un trago, y pienso que yo no soy el mismo hombre que estuvo esa noche en este bar, hace muchos años. Ni soy aquel que jugaba al billar en Argos. Y ahora, sentado aquí, en la mesa de este bar, tampoco me siento como el Martín que días atrás necesitaba encontrar a su alter ego para agarrarlo por el cuello hasta que escupiera una respuesta, algo que me permitiera entender su obsesión conmigo. No, en los últimos días algo ha cambiado. En todo caso, creo soy la suma de  los distintos hombres que he sido y que se suceden. Tengo ya bastante trabajo con comprender eso.

Miro el reloj de la pared del bar: faltan diez minutos para las ocho. Termino de beber mi whiskey, enciendo un cigarrillo, me pongo de pie y dejo algunos billetes sobre la mesa. Camino lentamente por las cuadras arboladas hasta alcanzar la entrada al subte; bajo las escaleras, paso por un molinete,  me subo al vagón, y emprendo mi camino de regreso.

Me despierto, y veo mi cara reflejada en los ojos del Buick. Es tarde en la noche, estamos en su cama, ella tiene la cabeza apoyada sobre su mano, los hombros descubieros y el pelo cayendo sobre un costado.
Me mira y siento que está viendo a otro, no a mí, y no en este presente; me mira recordando. Sus ojos están perdidos en otros ojos, en otro tiempo, en un amor. 
No se da cuenta de que la estoy mirando. 
Guardo silencio, cierro los ojos y, sin quererlo, comienzo a pensar en Martín, en el otro Martín, y en nuestro encuentro pendiente.
Siento que no tengo fuerzas, ni ganas de encontrarlo. Me pregunto si es miedo, o si estoy adoptando la mirada de Juan.
Sé que no estoy listo todavía, y que el tiempo se acaba. 
Recuerdo el consejo de Peri Rossi: 
- Estando entre la espada y la pared, lo mejor es no decidirse.
Ya entre sueños, se me ocurre que quizás no sea una mala opción.
Al regresar de mi paseo, abro la puerta del departamento y choco contra la luz roja parpadeante del contestador automático del teléfono. Esa máquina me cae mal, nadie deja buenas noticias en un contestador automático.
Voy hasta la cocina, abro la ventana, y luego salgo y recorro el pasillo que lleva a mi dormitorio. Dejo el abrigo sobre la cama, me siento y enciendo un cigarrillo. El gato se asoma por el marco de la puerta sólo para verificar que soy yo quien ha ingresado al departamento, después da media vuelta y desaparece para atender sus asuntos.
Me pongo de pie y camino hasta el living, al pasar por al lado del equipo de música, oprimo un botón; confío en que la música mejore algo el clima. Salgo al balcón y termino de fumar mi cigarrillo. Miro hacia la avenida, y veo que hay un atardecer hermoso cayendo en ese momento sobre la ciudad rosada.
Entro al living, aplasto el cigarrillo contra el cenicero y me dirijo hasta la mesa del teléfono. Apago el equipo de música, tomo una silla, y me siento. Respiro, y me doy cuenta de que lo que realmente quiero es apretar el botón de play y escuchar una voz amiga. Quizás sea así, pienso mientras acerco mi mano al contestador automático.
Presiono el botón, y luego de un segundo de silencio, escucho:
- Hola Martín, habla Martín. Sé que me estas buscando. Te espero el sábado a las ocho, en la esquina de Argos -hay un click, y luego más silencio.
Me quedo inmóvil en la silla. Siento mi cuerpo tenso y a mi corazón latir desordenadamente.
Respiro contando del uno al ocho, y luego del ocho al uno, tres veces. Me paro y camino hasta el baño; me siento mareado. Abro las canillas y hundo mi cabeza bajo el chorro de agua.
Dejo pasar los minutos, luego me incorporo, y cuando abro los ojos y miro en el espejo, veo la cara de un hombre que tiene miedo.
Esta noche he decidido quedarme en mi departamento a escuchar música, fumar y mirar la ciudad desde el balcón. Los preparativos son pocos pero necesarios: cambiar la posición de la lámpara de pie, encender algunas velas, guardar en un cajón revistas y otros objetos que enturbian la visión, abrir el ventanal.
Luego de unos minutos, observo el ambiente y pareciera que lo he ordenado todo esperando la visita de una mujer. Es curioso, pienso.
Todavía no puedo anticipar qué estado de ánimo dominará mi noche; ¿volveré a pensar en ella y entristecerme? ¿me embriagaré mirando las luces de la avenida, hasta quedarme dormido en el balcón? ¿Intentaré descifrar los consejos de Jude y del Zurdo sobe el Buick? No lo sé.
La elección de la música es importante; tomo la pila de discos, y finalmente escojo uno y lo introduzco en el equipo de audio. Es la rubia que me da alegría cuando canta:
Nothing's impossible I have found
For when my chin is on the ground
I pick myself up, dust myself off, start all over again
Mientras me sirvo un trago, el gato aparece en el living, y se queda sentado mirando la noche a través del ventanal. Pareciera que no me ha visto, de espaldas a mí, observa el cielo como si algo fuera a ocurrir.
Retrocedo unos pasos, apago una luz y ocupo el sillón que enfrenta al ventanal.
But please dont bring your lips so close to my cheek
Dont smile or Ill be lost beyond recall
Bebo lentamente, disfrutando de la música y de la tranquilidad que me ha invadido. La Luna aparece en el marco del ventanal, y en ese momento, el gato aulla, y me llena de escalofríos. Veo como estira su cuello hacia la Luna, como si fuera un lobo, y deja escapar de su cuerpo un grito dolorido, un llanto. Continua de espaldas a mi, con la mirada fija en el cielo de la noche. Con un tono mucho más bajo, sostiene un quejido que me apena.
No sabía que los gatos pudieran sentir tristeza.
Unos minutos después de que la Luna abandona el ventanal, el gato continua sentado en la misma posición, como si estuviera hipnotizado o fuera incapaz de moverse. ¿En qué pensará? o mejor ¿en quién estará pensando el gato?
Termino mi trago, me pongo de pie, tomo mi abrigo y me preparo para salir. Apago las luces, y antes de cerrar la puerta, puedo ver la figura del gato recortada contra el ventanal, enfrentando la noche.
Salgo del departamento sigilosamente. Mejor dejarlo solo, pienso.
Estábamos sentados con Joaquín en la mesa chica de Viena, conversando sobre los pocos reparos morales que suele tener Esperanza en cualquier situación en la que una mujer atractiva entra en escena, cuando lo vimos llegar al Zurdo, y algunos metros atrás, a Cortázar. El Zurdo se sentó, y dejó sobre la mesa una botella de whiskey y su vaso. Cortázar se quedó parado en su lugar, atento a la gente que entraba en el salón. Continuamos nuestra conversación entre risas, y el Zurdo, testigo de muchas de las canalladas de Esperanza, aportó lo suyo. Quizás porque no había más para decir, o porque ya nos habíamos reído mucho, Joaquín desvió un poco el tema, y con mirada pícara preguntó: - ¿Y? se vieron de nuevo con el Buick? No llegué a contestar, la expresión de la cara del Zurdo, y un leve movimiento que hizo avanzando sobre la mesa, me detuvieron. Hubo un silencio y, perturbado, oscurecido, el Zurdo preguntó: - ¿Y vos cuándo conociste al Buick? Me quedé callado, sin ganas de contestar, intuía que lo que vendría no sería bueno. - El otro día –contesté, mirando mi vaso; no dije más. El Zurdo asintió callado, y luego agregó: - ¿Y quién te la presentó? Tomé un cigarrillo del paquete, lo encendí, aspiré un poco de humo, y dije: - Jude Law, me la presentó Jude Law el sábado pasado. El Zurdo volvió a asentir en silencio; sirvió su vaso nuevamente, bebió un poco, y luego, mirando hacia un costado, dijo: - Tené cuidado, Martín, el Buick te puede destrozar. Nadie se movió de la mesa. Yo no quería saber de dónde el Zurdo conocía al Buick, tampoco porqué me hacia esa advertencia. Lo miré al Zurdo y lo noté ausente, con sus ojos nublados, y su cara cargada de preocupación y de fatalidad. Luego de unos minutos me puse de pie, y abandoné Viena. Necesitaba estar solo y pensar; tenía el horrible presentimiento de estar cometiendo una gran equivocación.
Entro a Viena completamente empapado y muerto de frío, dejo mis cosas detrás de la barra y pido un café fuerte, cargado y bien caliente. Debido a la lluvia, hay mucha gente en el salón; puedo verlo a Cortázar recorriendo las mesas con cara de pocos amigos, y a Joaquín y a Gatica sentados en la mesa chica del fondo. Están tomando champagne, y se ríen a carcajadas, burlándose de la lluvia, de los paraguas y del malhumor general; me alegro por un momento sólo de verlos así.

Mi café llega finalmente; tomo la taza por su borde y lo pruebo: está caliente y fuerte. Busco el libro en mi bolsillo y releo el párrafo marcado. Cierro el libro y lo guardo nuevamente en mi impermeable, mientras siento que el café le devuelve a mi cuerpo algo de calor.

¿En qué creen los que no creen? se pregunta Coupland.

El Zurdo pasa por mi lado, palmea mi hombro, y sigue caminando en dirección a la mesa del fondo; sabe que cuando estoy solo en la barra, lo mejor que alguien puede hacer es seguir de largo. EL Zurdo no cree en Dios, cree en él, y en un código de lealtades que define amigos y enemigos. Joaquín es un ateo activista, el cree en la no existencia de Dios, una de las respuesta que se le escapó a Coupland en su libro. Gatica cree sólo cuando le conviene, y tiene una teoría interesante al respecto, que todos pensamos que debería escribir algún día. Cortázar, bueno…él resume su postura diciendo:

- Dios es para la gilada.

Yo no puedo recordar cuando dejé de creer en Dios; sé que fue mucho antes de convertirme en insomne. Un día supe que no creía en Dios, como otros saben cuando el amor se ha acabado; me sentí solo y bastante triste. Después de un tiempo respiré aliviado.

Releyendo el libro de Coupland recordé esa época que parece ahora tan lejana.

Me pregunto en qué creo ahora, y encuentro corazonadas, sensaciones, pero no una respuesta clara. Terminó a mi café, tomo mi libreta negra de notas y apunto:

- Escribir mi credo

Luego me dirijo hacia la mesa chica de Viena, donde Gatica, Joaquín y el Zurdo me esperan con sus copas en alto.

Entro a mi departamento y, sin encender las luces, voy directo a la cama a desplomarme y cerrar los ojos. Mis oídos zumban, y siento la frente caliente y húmeda. El sol está en lo alto de un cielo libre de nubes. Me incorporo, bajo la persiana y me dejo caer nuevamente sobre la cama.
Afuera, alguien golpea una chapa; también se escuchan cantos de pájaros y algunas bocinas de autos. Siento que no voy a poder dormirme.
¿Cuándo fue la última vez que dormí toda la noche, sin interrupciones? No puedo recordarlo. Sí puedo ubicar la época en la que dormir no era un problema para mi, pero no la última noche de paz. Tampoco la primer noche de insomnio.
Juan me dice que el olvido es una forma de defensa. Puede ser, pienso.
El gato entra a la habitación, me mira, maulla, y luego se va. A veces pienso que él cree que entiendo lo que me dice.
Voy a la cocina y tomo un vaso de leche tibia. Con asco, vuelvo a la cama y me acomodo como para dormir. Sé que no voy a dormirme, pero debo llamar al sueño de alguna manera. Entonces me preparo, respiro, y comienzo el ritual de todas mis noches.