Me dirijo  a la boca de subte de Alem, sin haber tomado una decisión todavía. Por el momento, sigo los pasos que me llevarán a mi encuentro con Martín: viajaré en subte hasta Chacarita, subiré luego las escaleras y caminaré por Federico Lacroze hasta llegar a Alvarez Thomas, en la esquina donde solía estar Argos. Me pregunto porqué Martín eligió ese lugar; está claro que no fue una coincidencia: durante algunos años jugué mucho al billar en las mesas de ese café que ya no existe. Por entonces, yo recién llegaba a Buenos Aires, y junto al Narigón Pirata, recorríamos las mesas del salón durante horas aprendiendo trucos inútiles.

Dejamos de ir a Argos por razones de fuerza mayor: en una discusión acalorada, el Narigón Pirata perdió la calma y le partió una silla en la cabeza a Pallotas, el mozo del lugar. Nos corrieron casi diez cuadras por Alvarez Thomas hasta que logramos dejarlos atrás. Recuerdo que después nos desplomamos en el banco de una plaza, y cuando recuperamos el aire, comenzamos a reírnos. Cuando nos pusimos de pie para retomar nuestra marcha, el Narigón extrajo del bolsillo de su saco una bola de marfil y la mostró en lo alto como un trofeo de guerra.

Tiempo después, el Narigón dejaba para siempre esta ciudad. Mientras nos despedíamos en Retiro, antes de subirse al ómnibus me regaló esa bola de billar, que ocupa ahora un lugar especial en mi biblioteca.

Las estaciones se suceden, la gente sube y baja del vagón,  son casi las seis de la tarde. Pienso en mi último encuentro con Juan, fue una sesión extraña en la que él habló y yo escuché

-¿Por que vas, Martín? –me preguntó finalmente, desconcertado.

- ¿Porqué no puedo mantenerme alejado de los problemas?  - le respondí con tono burlón. El chiste no le hizo gracia y me miró callado. Me di cuenta de que estaba descentrado, ¿desde cuándo hacia chistes en terapia? Cuando me fui de su departamento, tuve la sensación de que mi encuentro con Martín lo preocupaba a Juan seriamente.

Ayer por la noche, en Viena, todo este asunto fue tema de discusión. El Zurdo y Joaquín querían emboscarlo y molerlo a palos; el Dandy, exagerado como siempre, quiso facilitarme un treintaiocho; sólo el Negro Avellaneda me preguntó:

-¿Para que vas a ir, Martín?

Mientras recorro las estaciones que restan hasta Chacarita, intento responderme esa pregunta.

Subo finalmente las escaleras y me asomo a los últimos metros de la calle Corrientes. Miro hacia el cielo y noto que es una tarde tranquila. Todavía tengo algo de tiempo; bordeo la pared del cementerio y llego al bar de la calle Rodney. Ocupo una mesa en la vereda y le pido al mozo un whiskey. Hace muchos años en este bar, en una noche oscura, una mujer me dijo que era un hijo de puta. 

Lo recuerdo bien, se puso de pie,  acercó su boca a mi oído, y con un murmullo me dijo:

-Vos sos un hijo de puta.-luego tomó su cartera de la barra y abandonó el bar. 

Cierro los ojos y recuerdo esa época; sí, fueron días difíciles. Y esa mujer tenía razón, en ese momento, yo era un hijo de puta.

El mozo se acerca, deja el vaso sobre la mesa, sirve una medida de whiskey y luego se aleja. Bebo un trago, y pienso que yo no soy el mismo hombre que estuvo esa noche en este bar, hace muchos años. Ni soy aquel que jugaba al billar en Argos. Y ahora, sentado aquí, en la mesa de este bar, tampoco me siento como el Martín que días atrás necesitaba encontrar a su alter ego para agarrarlo por el cuello hasta que escupiera una respuesta, algo que me permitiera entender su obsesión conmigo. No, en los últimos días algo ha cambiado. En todo caso, creo soy la suma de  los distintos hombres que he sido y que se suceden. Tengo ya bastante trabajo con comprender eso.

Miro el reloj de la pared del bar: faltan diez minutos para las ocho. Termino de beber mi whiskey, enciendo un cigarrillo, me pongo de pie y dejo algunos billetes sobre la mesa. Camino lentamente por las cuadras arboladas hasta alcanzar la entrada al subte; bajo las escaleras, paso por un molinete,  me subo al vagón, y emprendo mi camino de regreso.

Me despierto, y veo mi cara reflejada en los ojos del Buick. Es tarde en la noche, estamos en su cama, ella tiene la cabeza apoyada sobre su mano, los hombros descubieros y el pelo cayendo sobre un costado.
Me mira y siento que está viendo a otro, no a mí, y no en este presente; me mira recordando. Sus ojos están perdidos en otros ojos, en otro tiempo, en un amor. 
No se da cuenta de que la estoy mirando. 
Guardo silencio, cierro los ojos y, sin quererlo, comienzo a pensar en Martín, en el otro Martín, y en nuestro encuentro pendiente.
Siento que no tengo fuerzas, ni ganas de encontrarlo. Me pregunto si es miedo, o si estoy adoptando la mirada de Juan.
Sé que no estoy listo todavía, y que el tiempo se acaba. 
Recuerdo el consejo de Peri Rossi: 
- Estando entre la espada y la pared, lo mejor es no decidirse.
Ya entre sueños, se me ocurre que quizás no sea una mala opción.
Al regresar de mi paseo, abro la puerta del departamento y choco contra la luz roja parpadeante del contestador automático del teléfono. Esa máquina me cae mal, nadie deja buenas noticias en un contestador automático.
Voy hasta la cocina, abro la ventana, y luego salgo y recorro el pasillo que lleva a mi dormitorio. Dejo el abrigo sobre la cama, me siento y enciendo un cigarrillo. El gato se asoma por el marco de la puerta sólo para verificar que soy yo quien ha ingresado al departamento, después da media vuelta y desaparece para atender sus asuntos.
Me pongo de pie y camino hasta el living, al pasar por al lado del equipo de música, oprimo un botón; confío en que la música mejore algo el clima. Salgo al balcón y termino de fumar mi cigarrillo. Miro hacia la avenida, y veo que hay un atardecer hermoso cayendo en ese momento sobre la ciudad rosada.
Entro al living, aplasto el cigarrillo contra el cenicero y me dirijo hasta la mesa del teléfono. Apago el equipo de música, tomo una silla, y me siento. Respiro, y me doy cuenta de que lo que realmente quiero es apretar el botón de play y escuchar una voz amiga. Quizás sea así, pienso mientras acerco mi mano al contestador automático.
Presiono el botón, y luego de un segundo de silencio, escucho:
- Hola Martín, habla Martín. Sé que me estas buscando. Te espero el sábado a las ocho, en la esquina de Argos -hay un click, y luego más silencio.
Me quedo inmóvil en la silla. Siento mi cuerpo tenso y a mi corazón latir desordenadamente.
Respiro contando del uno al ocho, y luego del ocho al uno, tres veces. Me paro y camino hasta el baño; me siento mareado. Abro las canillas y hundo mi cabeza bajo el chorro de agua.
Dejo pasar los minutos, luego me incorporo, y cuando abro los ojos y miro en el espejo, veo la cara de un hombre que tiene miedo.
Esta noche he decidido quedarme en mi departamento a escuchar música, fumar y mirar la ciudad desde el balcón. Los preparativos son pocos pero necesarios: cambiar la posición de la lámpara de pie, encender algunas velas, guardar en un cajón revistas y otros objetos que enturbian la visión, abrir el ventanal.
Luego de unos minutos, observo el ambiente y pareciera que lo he ordenado todo esperando la visita de una mujer. Es curioso, pienso.
Todavía no puedo anticipar qué estado de ánimo dominará mi noche; ¿volveré a pensar en ella y entristecerme? ¿me embriagaré mirando las luces de la avenida, hasta quedarme dormido en el balcón? ¿Intentaré descifrar los consejos de Jude y del Zurdo sobe el Buick? No lo sé.
La elección de la música es importante; tomo la pila de discos, y finalmente escojo uno y lo introduzco en el equipo de audio. Es la rubia que me da alegría cuando canta:
Nothing's impossible I have found
For when my chin is on the ground
I pick myself up, dust myself off, start all over again
Mientras me sirvo un trago, el gato aparece en el living, y se queda sentado mirando la noche a través del ventanal. Pareciera que no me ha visto, de espaldas a mí, observa el cielo como si algo fuera a ocurrir.
Retrocedo unos pasos, apago una luz y ocupo el sillón que enfrenta al ventanal.
But please dont bring your lips so close to my cheek
Dont smile or Ill be lost beyond recall
Bebo lentamente, disfrutando de la música y de la tranquilidad que me ha invadido. La Luna aparece en el marco del ventanal, y en ese momento, el gato aulla, y me llena de escalofríos. Veo como estira su cuello hacia la Luna, como si fuera un lobo, y deja escapar de su cuerpo un grito dolorido, un llanto. Continua de espaldas a mi, con la mirada fija en el cielo de la noche. Con un tono mucho más bajo, sostiene un quejido que me apena.
No sabía que los gatos pudieran sentir tristeza.
Unos minutos después de que la Luna abandona el ventanal, el gato continua sentado en la misma posición, como si estuviera hipnotizado o fuera incapaz de moverse. ¿En qué pensará? o mejor ¿en quién estará pensando el gato?
Termino mi trago, me pongo de pie, tomo mi abrigo y me preparo para salir. Apago las luces, y antes de cerrar la puerta, puedo ver la figura del gato recortada contra el ventanal, enfrentando la noche.
Salgo del departamento sigilosamente. Mejor dejarlo solo, pienso.
Estábamos sentados con Joaquín en la mesa chica de Viena, conversando sobre los pocos reparos morales que suele tener Esperanza en cualquier situación en la que una mujer atractiva entra en escena, cuando lo vimos llegar al Zurdo, y algunos metros atrás, a Cortázar. El Zurdo se sentó, y dejó sobre la mesa una botella de whiskey y su vaso. Cortázar se quedó parado en su lugar, atento a la gente que entraba en el salón. Continuamos nuestra conversación entre risas, y el Zurdo, testigo de muchas de las canalladas de Esperanza, aportó lo suyo. Quizás porque no había más para decir, o porque ya nos habíamos reído mucho, Joaquín desvió un poco el tema, y con mirada pícara preguntó: - ¿Y? se vieron de nuevo con el Buick? No llegué a contestar, la expresión de la cara del Zurdo, y un leve movimiento que hizo avanzando sobre la mesa, me detuvieron. Hubo un silencio y, perturbado, oscurecido, el Zurdo preguntó: - ¿Y vos cuándo conociste al Buick? Me quedé callado, sin ganas de contestar, intuía que lo que vendría no sería bueno. - El otro día –contesté, mirando mi vaso; no dije más. El Zurdo asintió callado, y luego agregó: - ¿Y quién te la presentó? Tomé un cigarrillo del paquete, lo encendí, aspiré un poco de humo, y dije: - Jude Law, me la presentó Jude Law el sábado pasado. El Zurdo volvió a asentir en silencio; sirvió su vaso nuevamente, bebió un poco, y luego, mirando hacia un costado, dijo: - Tené cuidado, Martín, el Buick te puede destrozar. Nadie se movió de la mesa. Yo no quería saber de dónde el Zurdo conocía al Buick, tampoco porqué me hacia esa advertencia. Lo miré al Zurdo y lo noté ausente, con sus ojos nublados, y su cara cargada de preocupación y de fatalidad. Luego de unos minutos me puse de pie, y abandoné Viena. Necesitaba estar solo y pensar; tenía el horrible presentimiento de estar cometiendo una gran equivocación.
Entro a Viena completamente empapado y muerto de frío, dejo mis cosas detrás de la barra y pido un café fuerte, cargado y bien caliente. Debido a la lluvia, hay mucha gente en el salón; puedo verlo a Cortázar recorriendo las mesas con cara de pocos amigos, y a Joaquín y a Gatica sentados en la mesa chica del fondo. Están tomando champagne, y se ríen a carcajadas, burlándose de la lluvia, de los paraguas y del malhumor general; me alegro por un momento sólo de verlos así.

Mi café llega finalmente; tomo la taza por su borde y lo pruebo: está caliente y fuerte. Busco el libro en mi bolsillo y releo el párrafo marcado. Cierro el libro y lo guardo nuevamente en mi impermeable, mientras siento que el café le devuelve a mi cuerpo algo de calor.

¿En qué creen los que no creen? se pregunta Coupland.

El Zurdo pasa por mi lado, palmea mi hombro, y sigue caminando en dirección a la mesa del fondo; sabe que cuando estoy solo en la barra, lo mejor que alguien puede hacer es seguir de largo. EL Zurdo no cree en Dios, cree en él, y en un código de lealtades que define amigos y enemigos. Joaquín es un ateo activista, el cree en la no existencia de Dios, una de las respuesta que se le escapó a Coupland en su libro. Gatica cree sólo cuando le conviene, y tiene una teoría interesante al respecto, que todos pensamos que debería escribir algún día. Cortázar, bueno…él resume su postura diciendo:

- Dios es para la gilada.

Yo no puedo recordar cuando dejé de creer en Dios; sé que fue mucho antes de convertirme en insomne. Un día supe que no creía en Dios, como otros saben cuando el amor se ha acabado; me sentí solo y bastante triste. Después de un tiempo respiré aliviado.

Releyendo el libro de Coupland recordé esa época que parece ahora tan lejana.

Me pregunto en qué creo ahora, y encuentro corazonadas, sensaciones, pero no una respuesta clara. Terminó a mi café, tomo mi libreta negra de notas y apunto:

- Escribir mi credo

Luego me dirijo hacia la mesa chica de Viena, donde Gatica, Joaquín y el Zurdo me esperan con sus copas en alto.

Entro a mi departamento y, sin encender las luces, voy directo a la cama a desplomarme y cerrar los ojos. Mis oídos zumban, y siento la frente caliente y húmeda. El sol está en lo alto de un cielo libre de nubes. Me incorporo, bajo la persiana y me dejo caer nuevamente sobre la cama.
Afuera, alguien golpea una chapa; también se escuchan cantos de pájaros y algunas bocinas de autos. Siento que no voy a poder dormirme.
¿Cuándo fue la última vez que dormí toda la noche, sin interrupciones? No puedo recordarlo. Sí puedo ubicar la época en la que dormir no era un problema para mi, pero no la última noche de paz. Tampoco la primer noche de insomnio.
Juan me dice que el olvido es una forma de defensa. Puede ser, pienso.
El gato entra a la habitación, me mira, maulla, y luego se va. A veces pienso que él cree que entiendo lo que me dice.
Voy a la cocina y tomo un vaso de leche tibia. Con asco, vuelvo a la cama y me acomodo como para dormir. Sé que no voy a dormirme, pero debo llamar al sueño de alguna manera. Entonces me preparo, respiro, y comienzo el ritual de todas mis noches.
Nunca imaginé que fuera a conocer al Buick, y mucho menos que pudiera llegar a tener un romance con ella.
Jude Law nos acercó por primera vez en la fiesta del sábado pasado, y también facilitó los encuentros que siguieron, y que fueron necesarios para que ella se decidiera, y para que yo superara el miedo que me inspira.
Fue el miércoles por la noche cuando todo voló por lo aires.
Salimos ya ebrios de "50's", subimos a su descapotable, y ella comenzó a manejar enloquecidamente por la ciudad, acelerando todo el tiempo, llenándonos de vértigo y viento. El Buick no me miraba, sus ojos negros estaban fijos en lo que vendría; conducía con una sola mano al volante, exageradamente erguida, en pose; su brazo derecho estaba apoyado sobre el respaldo del asiento delantero, y cuando su mano no sostenía un cigarrillo, se entretenía acariciando mi cuello suavemente.
Volábamos por las calles como un meteoro, sobrepasando siempre al auto que se encontraba adelante, doblando abierto en las esquinas, y acelerando furiosamente. Como si fuera sólo un espectador, cada tanto me encontraba preguntándome cómo iba a terminar todo aquello; pero al mirarla a ella, noté que la expresión de su cara era serena; parecía como si esa carrera alocada la sedara; aparentaba tener todo bajo control. Así es, el Buick solo encontraba tranquilidad llevando su vida a toda velocidad.
Llegamos a su departamento, ingresamos en silencio, y luego ella desapareció por un largo rato. Yo me senté en el balcón a esperarla, mientras intentaba desentrañar el sentimiento extraño que reptaba dentro mio.
Finalmente ella apareció; había cambiado su vestido y su peinado. Tenía en sus manos dos vasos y una botella. Sus ojos brillaban y sus labios, perfectamente delineados, posaban en un sonrisa sensual, una sonrisa que ella había practicado hasta alcanzar la perfección. Me acerqué a ella despacio, sin quitar la mirada de sus ojos. Antes de besarla, entendí que yo era para ella sólo una presa más. Ya había caído en la misma trampa en otra ocasión; aquella vez fui sorprendido, y rodé sin defensas. Mientras nos besábamos escuché la voz de Jude, dándome su último consejo:
- Martín, no te enamores de esta mujer.
En el hall de la estación de subte Mtro. Carranza un joven toca canciones de los Beatles.
Lo descubrí hace algunas semanas cuando iba a verlo a Juan; el vagón se detuvo, las puertas se abrieron, y entre chirridos y sonidos de altoparlantes, pude reconocer la melodía de "A Hard Day's Night".
Bajé al andén de un salto, sin pensarlo, me acerqué hacia él y escuché la última parte de la canción, pero pude repetir el estribillo un par de veces con mucha alegría. Aplaudí con ganas cuando terminó la canción, y el joven lo agradeció inclinando levemente la cabeza. Dejé algunas monedas en un sombrero, y mientras esperaba que llegara el próximo tren, me regaló una muy buena versión de "Black Bird".
El viernes siguiente, apenas pasadas las 19, premeditadamente bajé en la estación Beatle. Llegué para el comienzo de "Lucy in the Sky with Diamonds". Es una canción que siempre me fascinó. Comencé a susurrarla, y de pronto la letra me llevó a mi visita a Strawberry Fields en Central Park, a los pasos que siguieron luego hasta el edificio Dakota, y la oscuridad que me invadió al llegar a esa entrada; The Catcher in the Rye, y toda esa historia incomprensible y ridícula que aconteció. Creo que el joven advirtió mi mirada perdida. Ni siquiera el comienzo abrupto y pegadizo de "Mr. Postman" pudo rescatarme. Dejé algo de dinero en el sombrero, esbocé una sonrisa, y busqué refugio entre el gentío que aguardaba al tren.
Las pocas estaciones que faltaban pasaron veloces. Bajé en Plaza Italia y subí las escaleras ensombrecido. Se me hizo presente una escena de Bird, la película de Eastwood sobre la vida de Charlie Parker, en la que mirando el puente de Brooklyn le dice a un amigo: “There is not enough kindness in this world”. En la otra punta del mundo, en Caballito, un amigo mío me confesó una noche que la angustia de su alma no tenía remedio, y que por eso su afán de venganza era legítimo.
Llegué a lo de Juan en ese estado y, obviamente, el barco se movió mucho, tanto que terminé la sesión con náuseas. Sí, a veces la terapia resulta como un vómito ardiente.
Sin embargo, una semana después, bajaba nuevamente en la estación Beatle. Esta vez el joven estaba acompañado de un amigo, a cargo de un bajo. El reloj marcaba las 19.20, y comenzaron a cantar cuando me vieron aparecer en el hall; sentí que me estaban esperando. Me recibieron con "Hey Jude", y el buen consejo de no cargar solo con el peso del mundo.
Meses atrás, un jueves de invierno, nadie apareció por Viena. Estábamos solos con Cortázar en la mesa del fondo, yo sentado, y él parado con la bandeja bajo el brazo y una mano apoyada sobre el respaldo de mi silla, mirando hacia la puerta de entrada del salón; ya era la hora de cierre. Cortázar caminó entonces hacia la barra, y regresó con una botella de whiskey y dos vasos; depositó todo sobre la mesa, tomó una silla, y se sentó a mi lado. Yo miré alrededor en busca de testigos, alguien que pudiera luego confirmar que, una vez, Cortázar se había sentado en la mesa chica de Viena; fue inútil, Cortázar y yo estábamos solos en el lugar. Abrió la botella, sirvió los dos vasos, arrimó su silla a la mía y se inclinó levemente hacia delante, acortando la distancia que nos separaba, y con una voz muy baja y como si estuviera apunto de hacerme un regalo, me dijo: -Martín, te voy a contar una historia. Y sin más, me introdujo a los hechos, y a una verdad. Era la primera vez que lo veía así a Cortázar: relajado, compenetrado con el relato y los detalles, disfrutando del decir. Se sentía como un mago en pleno acto de prestidigitación, jugando con mi atención a su antojo. Sus ojos brillaban, y cuando quería darle más intensidad al relato, sus manos sobrevolaban la mesa con gestos suaves. Parecía contento, orgulloso diría; y era justo: realmente tenía una gran historia para contar. Cuando concluyó su relato, yo estaba conmovido. El terminó su vaso de whiskey, mientras yo pensaba en lo que acababa de escuchar. Luego lo miré: -¿Es cierto lo que me decís, Cortázar? –le pregunté débilmente. El apenas sonrió, miró el fondo de su vaso vacío y, asintiendo, se puso de pie. Garabateó algo en un papel, lo dejó doblado sobre la mesa, me palmeó el hombro, y caminó lentamente hasta ocupar su lugar en el extremo de la barra, parado con la bandeja apoyada a la altura de su pecho. Necesité dos o tres whiskeys más antes de decidirme a ponerme de pie y abandonar la mesa. Recogí el papel, lo apreté con fuerza en mi puño, y luego lo guardé en el bolsillo de mi abrigo como a un tesoro. Me dirigí hacia la salida con paso pesado, y pensativo. Al pasar por la barra Cortázar ya no estaba. Esa noche, yo apagué las luces de Viena

La presentación de The Bad Plus del viernes no hizo más que agigantar mi necesidad de escuchar jazz; no costó mucho convencer a Joaquín y a Esperanza para ir a Thelonious el sábado por la noche. Teníamos reservados lugares en el extremo de la barra; nos acomodamos y le pedimos al barman algunos tragos. Para mi sorpresa había poca gente en el lugar, y el clima era muy relajado. Mientras esperábamos la aparición de la banda, Esperanza nos relató su accidentado encuentro con una pelirroja en la Richmond; pero el muy pillo cambió la fecha del hecho para no quedar en evidencia y delatar su faltazo al evento de Gatica. Como era sábado a la noche y yo estaba de buen humor, no quise terminar con esa farsa, y decidí enterrar el asunto para siempre.

No habíamos hecho el segundo brindis cuando se nos unió Jude Law. Entró al lugar con paso rápido y con cara de mal llevado. Pidió un gin tonic, y lo tomó parado y en un solo movimiento; luego dejó el vaso sobre la barra, se pasó el dorso de la mano por sus labios, le señaló el vaso vacío al barman, y luego dijo:

-Ya está, me siento mejor – y su cara sonrió. Así de raro es Jude Law.

La banda comenzó a tocar casi sin que nos diéramos cuenta; el correr de los vasos y la charla nos resultaban más interesantes. Jude nos invitó a una fiesta que organizaban unas conocidas, y todos nos entusiasmamos con la idea: las fiestas de Jude son infalibles. Joaquín pidó más detalles, mientras yo iba al baño y salía a comprar cigarrillos. En el camino decidí avisarle de la fiesta a Gatica; encontré un teléfono público en la calle, busqué algunas monedas en mi bolsillo y mientras marcaba el número, vi pasar a mi lado a la pelirroja que estaba con Esperanza en la Richmond; iba acompañada por un señor mayor que la abrazaba sonriente. Me interrumpió una voz en el teléfono, que no era la Gatica, pero que sonaba familiar

-Hola-repitió, esperé un segundo, y pude reconocer la voz dormida de Manrein. Corté la comunicación; vaya a saber que extraña confusión me llevó a discar su número y no el de Gatica. Hacía tiempo que no nos veíamos, y creí recordar que teníamos un almuerzo pendiente; Manrein es, al igual que el Zurdo, una de esas personas de las que se aprende mucho; a diferencia del Zurdo, Manrein es respetuoso de la ley.

Regresé a Thelonious sin llamar a Gatica. Subí por las escaleras y me encontré con el grupo que discutía si debíamos o no ir a la fiesta en un único auto.

Decidimos ir en mi auto. Mala elección, horas después, lo lamentaría mucho.

Recuerdo la última sesión con Juan. Luego de una pausa, me mira, y finalmente me pregunta:
- Pero entonces,  Martín, ¿vos que esperás de tu analista?
He practicado los alrededores de este tema muchas veces (aplausos para Juan Martini), acercándome y alejándome de la respuesta en una elipse infinita. Creo que he esperado distintas cosas a lo largo  de estos años: que pudiera hacerme conciliar el sueño, o dejar de buscarme problemas, que lograra hacerme olvidar a una mujer; nimiedades, equivocaciones. Nunca antes había sentido la urgencia de reencontrarme con mi deseo, con la vibración que me lleve a la frecuencia de resonancia de mi ser,  que me devuelva la paz.
Pienso en esto, y sé que no es una respuesta, pero que la sugiere.
-Necesito alguien que me ayude a pensar- digo finalmente. 
Y aún sin estar plenamente satisfecho con esta afirmación, entiendo que es  lo más cercano que tengo  a la verdad.
Juan asiente, y parece dispuesto a asumir ese rol;  me siento aliviado. 
Joaquín, dice que de dos el barco se mueve, pero es más difícil que se hunda. No me parece un mal consejo.
The Bad Plus tocaba a las nueve y media en Niceto. 
Gatica caminaba ansioso por el balcón, devorándose un cigarrillo, mientras repetía una y otra vez
- Vamos a llegar tarde.
Yo estaba sentado en el sillón de su living, tomando un Daniel's y fumando un cigarrito, sabiendo que íbamos a llegar cuando el concierto ya hubiera comenzado; me había adaptado a esa idea con la misma  resignación con la que hacía tiempo había aceptado  la inexistencia de Dios. Joaquín había conseguido las entradas, y luego llamado para decirnos que pasaría a buscarnos a las nueve; todos los que lo conocemos a Joaquín sabemos perfectamente que siempre llega tarde, es casi una cuestión de principios para él.
A las nueve y media Joaquín aparecía a toda velocidad en su bala plateada. Nos recibió con una sonrisa y una humareda, y no demoramos más de algunas cuadras en estar completamente inmersos y tomados por el programa. The Bad Plus tocaba esa noche en Buenos Aires.
Nos ubicamos cerca de la barra lateral, asi ganamos en comodidad y visual, resignando algo de calidad de sonido. Fue una decisión acertada, somos bon vivants, no fanáticos. Gatica fiel a su estilo,  pidió directamente una botella de Daniel'; nos acodamos en la barra, servimos nuestros vasos, y nos dispusimos disfrutar. 
En el escenario tres tipos tejían música. Yo volví a sentir envidia de esta raza jazzera, que se fue transformado luego en alegría y ganas de bailar. Cada tanto comentábamos algo entre nosotros, quizás solo para registrar aún más el momento. 
Mi corazón se detuvo cuando versionaron Changes, de Bowie. My God.
La intensidad del concierto fue disminuyendo lentamente, y luego del bis salimos rápidamente del lugar. Subimos a la bala plateada, y en silencio, emprendimos un paseo urbano que nos llevó por distintos barrios. Yo decidí bajarme en Congreso y caminar un poco.
Viernes a la noche, The Bad Plus había tocado en Buenos Aires. Pensando en eso tomé Avenida de Mayo y decidí alargar mi paseo algunas horas más. Quería disfrutar un rato más del brillo de esa noche. 
Bajo del taxi intentando convencerme de que no estoy llegando tarde, camino rápido los metros que me separan de la entrada del cine, cruzo las puertas de vidrio, y al llegar a la boletería me informan que la función ha comenzado hace algunos minutos. Me quedo parado con la cabeza gacha y las manos apoyadas contra el borde del pequeño mostrador, asimilando el golpe, digiriendo la bronca. Me pregunto cómo alguien que estuvo todo el día pelotudeando puede llegar tarde al único evento importante que había previsto realizar desde temprano.
Una señora pregunta por sobre mi hombro por los horarios de la próxima función al joven boletero, que va y viene con su cabeza intentando mirar a la persona que le está hablando en ese momento. Me hago a un lado, doy unos pasos, y me apoyo sobre la pared que contiene a la escalera que conduce a la sala.
Desde la pared opuesta, con un sobretodo cruzado negro, ajustadisimo en su cintura, y el pelo cayendo sobre sus hombros, Eugenia me mira. Necesité unos segundos para recomponerme, pero no dudo en cruzar lentamente el hall y acercarme hasta donde está ella.   
Nos saludamos con un beso.
-¿Cómo estás, Martín? -pregunta, y no como un saludo.
- Bien -le digo mirándola a los ojos. Otra vez no estaba pensando en lo que decía; algunos creen que eso es mentir, se equivocan, es tener la atención puesta en otra cosa; yo estaba viendo lo hermosa que es esta mujer.
Ella asiente y se queda callada.
- Llegué tarde...- explico, mientras señalo la boletería. Ella sonríe, pero no dice nada. 
A mal paso darle prisa dice siempre el Zurdo:
-¿Estás esperando a alguien? -le pregunto finalmente. Creo que moderó la sorpresa por la pregunta, y en ese intento no tiene tiempo para inventar una excusa
-No -dice finalmente, y luego entre risas agrega- yo también llegué tarde...
Nos reímos un poco, mientras yo procuro no equivocarme en mi próximo movimiento. Entonces doy un paso hacia atrás, miro hacia a la calle, luego vuelvo mis ojos hacia ella, y le digo:
- ¿Caminamos unas cuadras? -veo en sus labios una señal de duda - dale..- agrego, mientras noto con emoción como ella se separa de la pared y se acerca hacia mí.
Salimos del cine en silencio, paramos en un quiosco, y yo compro un Shot y una cajita de fósforos, ella no quiere nada. Caminamos por Cerrito conversando sobre lo que sabíamos de la película que no hemos visto. Pasamos por el Colón, doblamos hacia Libertad, y recorremos muy lentamente esas cuadras tan lindas de Buenos Aires.
Le cuento sobre mi terapia con Juan; ella se alegra, y yo me siento aliviado. También creo que quizás ayudará a que olvide que fue -brevemente- mi analista. Rompo el envoltorio patético del Shot, y le ofrezco chocolate. Pienso que lo va rechazar, pero no, no lo hace, toma mi mano, la acerca a su boca y muerde, apenas, la esquina de un bloquecito.  Me quedo petrificado.  De repente me siento helado y débil, me pregunto que carajos estoy  haciendo; y me doy cuenta de que en este momento, no necesito saberlo. Ya lo hablaré con Juan más adelante. 
 
La reunión era a la noche en lo de Gatica, así me lo había confirmado el Negro cuando me llamó a la mañana. A mi me tocaba hablar con Joaquín y con Esperanza. Joaquín estaba jugando al golf cuando me atendió, y luego de contarle el plan  solo preguntó que tenía que llevar. Con Esperanza fue más difícil.
Lo llamé dos veces sin poder encontrarlo. La tercera vez que intenté comunicarme con él, debí romper mi costumbre y dejar un mensaje en el contestador. Luego  me olvidé del tema por unas horas; almorcé en San Telmo, recorrí  Plaza de Mayo y luego caminé hasta mi departamento.
Mi gato me esperaba hambriento y algo histérico. Mientras me dirigía hacia la cocina vi la luz roja de mi contestador titilando, y recordé a Juliana. Me angustié. Llené de comida el plato del gato, coloqué agua fresca en su bowl, y regresé al living.
Me senté en una silla cercana al contestador, oprimí el botón, y la voz de Esperanza asomó por el parlante de la máquina para excusarse del plan de la noche: debía estudiar mucho para su tesis, decía. Borré el mensaje del contestador, y fui hacia el baño a ducharme.
Dormí algunas horas, y  me desperté ansioso, necesitaba salir. Me vestí enseguida y decidí dar un paseo por la ciudad antes de ir para lo de Gatica.  Tomé Talcahuano rumbo a Córdoba, tracé al azar algunos zigzags, y me metí en un barcito que vi en una esquina. Pedí una ginebra, sospecho que solo para llamar un poco la atención, y porque no quería demorarme más de algunos minutos allí. Bebí de un trago el veneno, pasé por el baño, y salí con paso rápido rumbo a Plaza San Martín. Faltaba poca más de una hora para el encuentro en lo de Gatica. 
En el camino algo hizo que mi trayectoria se desviara, y al pasar por la Richmond me invadieron los recuerdos, y decidí visitar ese subsuelo en el que desperdicié tantas horas, y me dieron ganas de tirar algunas carambolas. Pedí un whiskey, ubiqué las bolas sobre el paño, y me desintegré en paz, inmerso en ese maravilloso mundo perfectamente previsible y geométrico.
No había pasado más de media hora cuando, ante mi asombro,  veo bajar por la escalera a Esperanza, acompañado de una pelirroja de curvas pronunciadas. Yo me puse de perfil, de modo que no me vieron al pasar, y se acomodaron en una mesa del fondo, contra la pared. Yo dejé la mesa de billar, y me ubiqué en una mesa cercana a una columna, desde donde podía verlos sin ser observado.
Hablaban en voz baja, se sonreían, el deseo los desbordaba. La cara de ella me resultó familiar, pero no pude identificarla.
Fui hacia al baño, levanté el tubo  del teléfono público, dejé caer algunas monedas, disqué el número y esperé. Así era nomas: no iba a poder ir a lo de Gatica, tenía que estudiar toda la noche. Nos despedimos. Corté la comunicación, hice un par más de llamados, y volví a mi mesa a esperar lo que venía.
A la media hora la vi aparecer a la rubia platino bajando por la escalera. Pasó por al lado mio y me guiñó disimuladamente un ojo, para seguir derecho hacia la mesa donde Esperanza conversaba con la colorada. La rubia se plantó delante de la mesa, y saludó llena de sorpresa y alegría dejando una terrible marca de rouge en la mejilla de Esperanza, luego se metió en el baño, demoró unos minutos, y al regresar solo deslizó una sonrisa al pasar por al lado de su mesa. La cara de la colorada era para alquilar balcones, lo miraba a Esperanza que le explicaba vaya a saber uno que cosa.
No pasaron más de diez minutos antes de que cayera Sol y repitiera la escena. Lo de Sol, como era de esperar, fue todavía más escandaloso, y vergonzoso. Esperanza terminó con sus dos mejillas marcadas, y la pelirroja reclinada hacia atrás, con los brazos cruzados mirándolo con bronca. 
Era hora de irme. Disimuladamente subí las escaleras, y fui hasta la barra del piso superior, y le dije  al barman que la pareja amiga que estaba abajo, quería ordenar una botella de Don Perignon.
Salí a Florida satisfecho, y emprendí el camino a lo de Gatica, que ya debía estar esperándonos.