Lunes dos aeme,  mis ojos se abren y, súbitamente, estoy despierto y pensando. Conozco muy bien lo que sigue: daré algunas vueltas en la cama, escucharé al camión recolector en  la avenida, compactando bolsas negras que contienen residuos de comida, pañales usados y gatos tiesos; una alarma sonará cerca de las 3, cuando mi vecina regrese otra vez  ebria y deje, otra vez, mal cerrada la puerta del ascensor;  luego veré como la claridad comienza a filtrarse lentamente a través de la persiana de mi cuarto. Restando dos o tres horas para que deba levantarme, me quedaré dormido sin darme cuenta.

Hay noches en las que opto por vestirme y salir a caminar. Recorro algunas cuadras  fumando un cigarrillo, y procurando mantenerme alejado de problemas; no siempre lo consigo.

Cuando esto comenzó,  solía levantarme de la cama, ir al living y poner algo de música, prepararme un trago y sentarme a leer; pero al poco tiempo tuve que abandonar esa opción: generalmente terminaba acostándome a media mañana completamente ebrio.

Así es, soy insomne.

Perdí  la capacidad de dormir de corrido hace años, y he aprendido a vivir así; por eso aclaro que yo no sufro de insomnio, yo soy insomne.

-…Pero sufrís por otras cosas, Martín… -agregó Juan cuando lo notifiqué de mi condición. Lo miré callado, respiré suavemente, y luego le contesté

-  Juan, espero algo más de vos y de nuestras sesiones que este tipo de interpretaciones.

El se reacomodó en su sillón, y bajo su vista para revisar las notas de su cuaderno; luego, dejando pasar definitivamente de largo mi respuesta, dijo:

- Te despertás pensando, Martín. ¿Pero pensando en qué? ¿Cambian esos pensamientos con las noches, Martín?

Estoy a punto de contestar que sí, que cambian muy seguido, pero sé que no siempre es así, que he pasado épocas enteras despertándome con una misma pregunta quemándome en el cerebro;  que he cambiado de preguntas, y a veces he vuelto a plantearme temas que creía superados. No, no es tan fácil esta respuesta. Tomo una pausa, y finalmente digo:

- Me despierto pensando en las cuestiones     que no entiendo, Juan. No podré descansar mientras haya cosas que no entienda.

Juan asiente en silencio y anota algo en su cuaderno. Yo medito sobre lo que termino de decir, que me sabe a maldición gitana.  

Me pregunto si llegado el momento, no me convertiré en un fantasma.

El Zurdo se adelantó dos o tres pasos por sobre el resto de nosotros, con la cabeza en alto y la mirada sosegada. Detrás suyo no faltaba nadie; viejos amigos de lejos se habían acercado para sumarse a la columna.
A media noche, bajábamos por el medio de Callao como una manada de lobos, a paso rápido, con ritmo creciente, como conteniendo un galope temible y final. En ese andar nos mirábamos nerviosos, impacientes, llenos de ansiedad. Nuestros puños estaban cerrados, el pecho erguido, el peso de nuestros cuerpos inclinado hacia adelante, presintiendo la carrera. Los dientes apretados, los corazones redoblando el paso.
Callo comenzaba a caer en picada hacia el Bajo, y el Zurdo aceleró el paso. Primero fue un trote sonoro: tac, tac, tac; luego alargó su tranco y aceleró el ritmo. Yo sentí que mis sienes latían con fuerza, y que estaba listo para todo. 
Cuando el Zurdo comenzó su embestida final, todos emprendimos una carrera feroz detrás suyo. Aullábamos como locos, completamente poseídos. Nada podría detenernos ya, eramos una tromba que se llevaría puesto todo lo que hallara en su camino. 
Mientras subía las escaleras del subte, en dirección al consultorio de Juan,  me sentí satisfecho con la decisión que había tomado días atrás. Escapé del gentío que poblaba Santa Fe doblando por Thames, y caminé algunas cuadras buscando un nuevo lugar donde preparar mi sesión.
Como salido de un sueño, o de una calle del Soho, me encontré con un club de fumadores de habanos que me resultó irresistible. Con amplios sillones, una luz tenue y, por supuesto, exquisitos cigarros para probar -sí, Esperanza, exquisitos-, no pude más que admitir que era el lugar perfecto para esos momentos previos a la terapia que me resultan tan especiales.
Como disponía de bastante tiempo decidí probar un robusto cubano que me recomendó la muchacha que atendía el lugar. El cigarro me pareció muy fuerte; la muchacha también. Le pregunté si ella fumaba habanos
- Sí, claro- contestó con una sonrisa cortés. 
Me di cuenta de que lo nuestro era imposible: soy incapaz de enamorarme de una mujer fumadora; puedo sobrellevar o ignorar otros vicios, acaso igual de dañinos, no se trata de eso, el punto es que el humo es cosa de hombres.
Mientras saboreaba el puro, y disfrutaba echando el humo hacia el techo, ordené mis ideas y mi discurso. Cuando me despedí de la muchacha me sentía listo para mi encuentro con Juan.
- Hasta el próximo viernes -le dije mientras empujaba la puerta de calle y salía a la noche.
Me estaba resultando una sesión incómoda. Las pocas acotaciones de Juan me habían descolocado, obligándome  a esforzarme mucho para ampliar el espectro y cambiar mi registro. Estaba empantanado con este asunto de mi alter ego.  Luego de una corta pausa, repasé los últimos eventos de este saboteador y finalmente dije:
-Lo que daría por agarrarlo a este hijo de puta!
Juan me miró callado, y luego preguntó
- ¿Y qué harías si lo encontraras, Martín?, digo, ¿no sería mejor que simplemente dejara de complicarte la vida? ¿o necesitas conocerlo? agarrarlo, como vos decís...
Lo pensé unos segundos, y supe lo que quería
- No, quiero agarrarlo -dije- quiero tenerlo enfrente mío y que me explique por qué carajos me está jodiendo la vida, que me diga por qué carajos hace lo que hace -dije, y callé con bronca.
Hubo una pausa, quizás Juan esperaba que yo dijera algo más; no fue así, y entonces me preguntó:
- ¿Y que pasaría si no sabe por qué hace lo que hace? - aventuró Juan -¿dónde te dejaría eso, Martín? - esa posibilidad se me hizo ridícula, casi insultante. Lo miré a Juan con enojo, y dije:
- Pero por favor, Juan,  no me jodas ¿ que clase de pelotudo no sabe por qué hace lo que hace?
La cara de Juan parecía de piedra, pero yo imaginé que él estaba haciendo un esfuerzo enorme por no esbozar una sonrisa. Mis ojos se clavaron en su cara, buscando un gesto, un mínimo gesto del cual pudiera agarrarme para soltar toda mi ira. Fue inútil. Juan dirigió su mirada hacia su cuaderno, apoyó la lapicera sobre la mesa, y luego dijo
- Vamos a dejar acá, Martín.
Algunos minutos atrás había espiado su reloj y sabía que apenas llevábamos media hora.
- No- contesté con firmeza- no vamos a dejar acá. Sigamos -dije, y lo miré fijamente con los ojos encendidos.
Juan se reclinó hacia atrás sobre el respaldo de su sillón, y sostuvo, impasible, mi mirada. E inmediatamente dijo con una voz suave y firme:
- Martín, yo decido cuando una sesión termina; y esta sesión terminó.
Me quedé sentado unos minutos en silencio. Luego me puse de pie y caminé hacia la puerta.
Al salir lo escuché decir:
- Te espero el viernes que viene.   
 
A media mañana, Joaquín pasa a buscarme por mi departamento, y cuando bajo y abro la puerta de calle me encuentro con que ha cambiado -nuevamente- su auto: me espera sonriente en un Mitsubishi impecable  con forma de bala plateada.  Lo felicito, me ajusto el cinturón de seguridad ya dispuesto a comenzar el viaje, y noto que me mira con algo de reproche.
- Andá a cambiarte - me dice. Yo reviso mi ropa, y lo miro después a él, que me observa seriamente. 
- ¿Qué tengo? -le pregunto, sin entender.
- Hoy comienza la Primavera, pelotudo, o no te enteraste,  ¿y vos te venís todo vestido de negro? Dale, anda a cambiarte.
Hay un silencio breve, Joaquín mira hacia adelante como esperando que baje a cambiarme, espero unos segundos, y bajo a cambiarme de ropa.
Entro a mi departamento pensando en el vestuario, y mientras repaso mi placard comienzo a reírme: el planteo me parece absurdo, pero extrañamente sano. Las personas que registran ese tipo de cuestiones siempre me enriquecen, son una influencia positiva, y en esas ocasiones, mi risa es de alegría, de una alegría absolutamente infantil, causada por el descubrimiento de algo que mejora el presente.
Cuando regreso, abro la puerta del auto y veo como la cabeza de Joaquín se asoma, recorre mi vestimenta y dice:
- Así está mucho mejor. Dale, vamos - y unos minutos después estamos volando por Libertador rumbo a la quinta del Zurdo.
Cuando llegamos, nos recibe Susana, la mujer del Zurdo, que me abraza y me dice:
- Nene, querido, ¿cómo estas?
- No le digas Nene -acota el Zurdo inútilmente. Susana me dice Nene, y a mi me gusta que me  llame así, aunque nunca vaya a admitirlo.
Cerca de la parrilla, el Negro Avellanada discute con Gatica sobre el punto de cocción de las achuras, mientras Moliné y Esperanza disfrutan de un vino sentados al sol. Hay una larga mesa ubicada en el centro del jardín, sillas, un equipo de música sonando, y una mezcla de humo y olor a carne asada que es una maravilla.
El Zurdo se acerca con un vaso de vino, brindamos, y pasa su brazo por detrás de mi espalda y lo apoya sobre mi hombro. Nos quedamos callados mirando como Gatica y el Negro continúan discutiendo.
-Parecen novios -acota Joaquín, atento a la situación. Nos reímos, y brindamos los tres.
Susana se acerca con la foto de la hija de una amiga, y me pregunta que me parece. Yo sonrio y niego con la cabeza, y con preocupación exagerada, me dice
- Pero Nene, te vas a quedar soltero así...
- Puede que sí - respondo -pero puede que no - agrego. Me mira, y  acaricia mi mejilla con un gesto maternal, y luego regresa a la casa.
Las risas de Esperanza sobrevuelan el jardín, ya está ebrio y habla a los gritos. Se lo ve contento. Moliné lo mira divertido y nos hace señas disimuladamente. El Negro se le acerca a Esperanza y le sirve más vino, y todos sonreímos mirando hacia abajo.
Nos sentamos a la mesa, mientras Gatica saca las achuras de la parrilla y las coloca prolijamente sobre una tabla de madera. Que buen asador es este hijo de puta. 
Susana acerca otra botella de vino, servimos los vasos, brindamos, y  con entusiasmo todos atacan sus platos. Yo me quedo unos segundos disfrutando de  la escena y del momento, y me encuentro emocionado. Disimulo,  clavo mi vista en la molleja y comienzo a comer.
Y yo iba a venir vestido de negro!, pienso. Me río de mi mismo, me averguenzo un poco también, y niego con la cabeza,  azorado de lo desconectado que puede estar uno a veces. 
Cuando levanto la vista, Joaquín me está mirando, levanta su vaso y me guiña un ojo. Alzo el mío, y brindamos en silencio por este presente, y por lo que viene.
  
Mi primer encuentro con el Zurdo, y con la mesa chica de Viena, fue jugando al truco. Cortázar me lo había presentado algunos días atrás, pero después de eso no habíamos intercambiado ni una palabra, a pesar de habernos cruzado un par de veces en Viena.
Esa noche yo llegué al bar de mal humor. Estaba acodado en la barra bebiendo whiskey cuando el Zurdo se me acercó, y señalando con la cabeza la mesa del fondo, me dijo:
- Nos hace falta uno para el truco. ¿Te animás? -yo miré hacia la mesa, vi a dos hombres sentados sobre laterales contiguos, y a Cortázar de pie, a unos pocos pasos de la mesa, como siempre. Entendí que iba a jugar contra el Zurdo. 
Afirmé con la cabeza, terminé mi trago,  y lo seguí al Zurdo hasta la mesa. Cuando llegamos, el Zurdo señalo a los otros dos jugadores y dijo:
- El Negro Avellaneda , Joaquín - luego se sentó frente al Negro, tomó el mazo de cartas, y agregó:
- Nene, jugamos sin flor, trescientos pesos al mejor de tres chicos, ¿sí?
- Martín -contesté
- ¿Qué ? -preguntó el Zurdo 
- Me llamo Martín -dije. Vi como Joaquín sonreía mientas cortaba el mazo; pero el Zurdo no dijo nada y comenzó a repartir las cartas.
Por suerte, Joaquín jugaba muy bien, pasaba las señas sólo cuando era necesario, y parecía saber cuando robar el tanto y cuando quedarse callado. Ganamos el primer partido con amplitud, y noté rápidamente como el humor del Zurdo comenzaba a empeorar. Empezó a decirme Nene en cada mano, y a cantarme el real envido o el truco a mí, ignorándolo a Joaquín.
Su humor no mejoró ni siquiera cuando ganaron el segundo partido. Siguió molestándome cuando comenzó el partido definitivo de un modo que no estaba dispuesto a tolerar. En un momento le contesté mal, y el clima se puso tenso. El Negro me ofreció un cigarrillo, intentando quizás descomprimir la situación. A mi izquierda, Cortázar miraba de pie la partida con cara de piedra.
Todavía en las malas, canté el envido. Hubo un silencio, el Negro indicó con un gesto que no tenía nada, pero el Zurdo ni  lo miró, con los ojos fijos en sus cartas dijo:
- Falta envido, pelotudito.
Lo miré, y sentí como mis dientes mordían mi labio inferior. Joaquín, algo incómodo, echó sus cartas sobre la mesa y se inclinó hacia atrás. Yo me debatía entre levantarme e irme, o bajarle los dientes de una trompada a este tipo.
- ¿Qué pasa Nene? ¿te asustaste? -continuó- te pesan mucho los trescientos pesos ¿no? - y lo miró al Negro sonriéndose.
Me puse de pie, saqué unos billetes del bolsillo del pantalón, los tiré sobre la mesa y dije
- No quiero.
Antes de irme, di vuelta mis cartas sobre la mesa mostrando mis treintaitrés de mano.
- Anda a cagar, Zurdo - le dije, y abandoné la mesa.
Volví a la barra y pedí otro whiskey. Al rato el Zurdo se me acercó mirándome a los ojos. Yo dejé el vaso sobre la barra, me planté bien sobre los pies, y me preparé para lo peor. Cuando llegó dónde estaba yo, alargó su brazo derecho, y ofreciéndome la mano dijo:
- Disculpame, Martín. 
Estaba serio y con un gesto solemne. Sostuvo su brazo en el aire hasta que finalmente estreché su mano. Entonces se acercó a la barra, se sirvió un trago, y mirando en dirección a la mesa dijo:
- Cortazar me había avisado que eras bravo, pero queríamos verte... ¿vos entendés, no? -me dijo.
Asentí. Teminé mi trago y me fui en silencio.
Llegué a mi departamento cansado. Me dí una ducha y luego, mientras ordenaba mi ropa, en el bolsillo derecho del saco, encontré seiscientos pesos. Sonreí, y me fui a dormir contento, sin saber que esa noche había ganado mucho más de lo que me imaginaba.
El cambio de analista me obligó a buscar un nuevo lugar para mi preterapia; luego de recorrer un poco el barrio, opté por pasar los minutos previos a mis encuentros con Eugenia en un bar ubicado sobre Marcelo T. Es un espacio pequeño, con pocas mesas, y una camarera diligente. El café es bueno, no así los tostados de jamón y queso de pan negro. Una pena.
Eugenia abre la puerta del consultorio y me saluda
- Hola Martín.
Paso, y me acomodo en el sillón negro, con las piernas cruzadas y levemente inclinado hacia atrás. Ella ocupa su silla enfrente de mí, y la sesión comienza.
Hablo, y  mi discurso intenta acorralar al impostor, ese otro Martín que procura sabotear  mi vida. ¿Quién es ese otro yo? ¿de dónde viene?, me pregunto.
Hago una pausa en mi relato, trato de acomodar mis ideas como hace un rato lo hice yo en el sillón, respiro, paso la palma de mi mano por sobre mis ojos,  y lo primero que veo cuando mis ojos quedan nuevamente al descubierto,  son los pechos grandes y firmes de Eugenia. 
He perdido completamente el hilo del relato. Bajo mi mirada, recuerdo el comentario de Joaquín, y entiendo que debo elegir. Me pongo de pie mientras Eugenia me mira sorprendida, y le digo 
- Disculpame Eugenia, pero no puedo seguir.
- ¿Pero qué pasó, Martín? venías tan bien...
- Eugenia, voy a ser claro: sos demasiado atractiva para ser mi terapeuta. Y en estos momentos, lo que necesito desesperadamente es resolver mis problemas, alivianar mi carga, poner foco ahí...
Callo. Ella se pone de pie, se acerca y dándome un abrazo me dice:
-  Me alegra que tengas eso claro, Martín. Vas a estar bien.
Mientras me abraza siento su respiración, y el suave roce de sus pechos contra mi cuerpo, y apelo a toda mi voluntad para no besarla y hacer de esto un completo desastre.  Nos despedimos.
Camino unas cuadras por Santa Fe buscando Plaza San Martín, son casi las ocho, y me muevo entre la gente que regresa apurada de trabajar.
Hacer cosas para estar bien, es empezar a estar bien, me dijo Juan en nuestro encuentro pasado. Creo en eso, y sé que voy a estar bien. 
Cortázar es, para muchos, el mozo de Viena. Digo para muchos pero podría decir para casi todo el mundo, menos para nosotros, sus amigos, que sabemos quién es Cortázar.
Es de baja estatura y tez morena, sus hombros y espaldas son anchos. Tiene abundante pelo negro azabache, prolijamente cortado en la nuca y sobre las orejas, y peinado a la gomina con un estilo particular:
-Parece Cortázar -me dijeron que comentó un día el Zurdo; y quedó. El Zurdo es de poner apodos que luego lo acompañan a uno para siempre; otro motivo para no hacerlo enojar.
Cuando atiende a una mesa, se acerca en silencio, se inclina levemente de costado y espera a que le hagan el pedido. Luego regresa con su bandeja cargada, deja las cosas sobre la mesa junto al ticket de la cuenta, y parte nuevamente hacia la barra. Durante ese ir y venir, ni una palabra saldrá de su boca.
A nosotros no nos atiende. Cuando llegué a Viena y formé parte del círculo local, pronto entendí que debía hacer mi pedido directamente en la barra, y llevar luego el café o el whiskey a nuestra mesa. El nunca se sienta, se queda parado muy cerca con el perfil orientado hacia la entrada, como vigilando el salón.
Hay pocas cosas que Cortázar no sepa, y casi ninguna que no pueda averiguar.
Sólo el Zurdo conoce algo sobre su pasado, para el resto de nosotros es una incógnita. Por su nariz achatada, y su juego de golpes, sospechamos que fue boxeador.
Le caí bien por casualidad, y al tiempo él me presentó al Zurdo. Allí mi vida comenzó a cambiar.
Escribo estas líneas estando a punto de tomar un tren con destino incierto. A diferencia de otros viajes emprendidos, en esta ocasión lo fundamental es el trayecto; y desde esa premisa, sé que lo que viene estará bien. Siento que ya es hora de moverse.
Bajo estas condiciones, he decidido que lo mejor es viajar liviano -gracias Billie-, llevo conmigo, entonces, algunas pocas cosas.
Dicen por aquí, que al final del recorrido de este tren se encuentra esta misma estación. Poco importa, de ser así, a mi regreso ya seré otro.
Hay quienes pueden enamorarse por sorpresa, de a poco. No es mi caso: cómo el jugador que presiente que una carta es ganadora, o el yonqui que identifica sin equivoco la calidad de su droga, yo detecto las mujeres fatales a primera vista.
Las reconozco en el acto, sobresaliendo del resto; todo se vuelve blanco y negro, menos su figura, y veo sus movimientos en cámara lenta, en medio de un silencio absoluto. Quedo sumergido en ese estado hipnótico hasta que algún amigo me rescata, o hasta que aparece un hombre y la toma del brazo.
Así fue la última vez que me enamoré; la vi en medio de un grupo de conocidos y desconocidos, y yo no podía dejar de preguntarme quién era esa mujer, y cómo su belleza no perturbaba a nadie más a mi alrededor.
Pese a las bromas del Zurdo, estos ataques que sufro son sumamente infrecuentes. El amor es una droga dura -la uruguaya tiene razón-mejor andar con cuidado.
En Obelisco, el genial cuento de Juan Martini, uno de los personajes recuerda historias de personajes que habitaban la noche de Buenos Aires, recorriendo bares y calles que ya no existen, que desaparecieron cuando se construyó el Obelisco.
El personaje comparte sus memorias de esos tiempos, y siempre cierra sus relatos diciendo algo así como: "Pero claro, eso fue en la época en la que el Obelisco no existía". Esta frase instala la nostalgia con un efecto doble: por una lado nos cuenta una Buenos Aires que ya no existe, pero además, nos impide imaginarla, ya que es imposible visualizar esa zona sin tener presente al Obelisco.
Pienso que quizás en veinte años, pasaré por Viena y recordaré las noches en compañía del Zurdo, Joaquín, Moliné, el Negro, Gatica, Mecha Corta, Esperanza, Cortázar, y sentiré una nostalgia similar a la del personaje del cuento de Martini.
Sospecho que todos tenemos Obeliscos personales erigiéndose lentamente sobre los terrenos que marcaron nuestros mejores años.
Caminamos una cuadras por Viamonte, y a cada paso siento que mi entusiasmo disminuye. Ella acompaña mi andar pegada a mi pecho, casi acurrucada. Cuando llegamos a Suipacha, me señala un edificio.
-Es ahí -me dice, y cruzamos la calle. Ella busca en su cartera las llaves y luego abre la puerta; se da media vuelta, me mira, y como sabiendo lo que sigue, me pregunta:
- No vas a subir, ¿no?
- No - le digo. Ella asiente, y se queda callada mirando el piso por unos segundos. Finalmente sus ojos vuelven a buscarme, se acerca, me besa, entra al hall del edificio, y cierra la puerta. En el camino hacia al ascensor no se vuelve para mirarme.
El amor no es sólo impulso, pienso.
Camino por Viamonte buscando llegar a Callao. Pienso en el Angel Negro, y siento que al final el Zurdo tiene razón cuando bromea que soy un hombre chapado a la antigua; en mí solo hay lugar para un único amor.
Quién sabe, después de todo, quizás sea mejor así.
Viernes a la noche en Viena, nuestro refugio favorito. Estoy parado frente a la máquina de cigarrillos intentando decidirme entre Lucky y Camel; la elección no es sencilla, el camello siempre me puede, pero hoy me siento más Lucky (es un doble juego de palabras, así que el que entienda que se ria, y el que no... bueno, el que no siga de largo, viejo. No puedo andar explicando todo). Luego de algunos minutos me decido: introduzco algunas monedas, tiro de una perilla de acrílico bordeaux, y escucho el golpe seco del paquete al caer. Los hombres no se inclinan, se agachan, entonces me agacho para coger el paquete, y cuando estoy por agarrarlo, veo como dos manos de mujer se apoyan contra la máquina, y una voz suave le dice a mi oído:
- Te llevó un ratito decidirte ¿Siempre te cuesta tanto saber lo que querés, Martín? -mientras escucho, cierro los ojos, y no pasa un segundo antes de que me de cuenta de quién se trata. Pero hoy me siento distinto; hace días que me siento distinto, estoy para dar pelea. Entonces, sin incorporarme giro sobre mis talones, apoyo mi espalda contra la máquina de cigarrillos, y me encuentro frente a dos largas piernas de mujer con la cara a la altura del sexo. Todavía agachado, mirando a la entrepierna pregunto:
- ¿Nos conocemos? - veo como lentamente su mano izquierda se aproxima a mi cara para empujar mi mentón hacia el techo, hasta que nuestras miradas se encuentran. Con su larga cabellera negra cayéndole sobre los pechos, y un brillo peligroso en los ojos, el Angel Negro me sonríe.
Me pongo de pie, y vuelvo a recostarme contra la máquina
- No, no nos conocemos porque huiste como un cobarde luego de nuestro encuentro en el cumpleaños de Mariana. Cuando salí de baño ya te habías ido. Tu amigo Joaquín me dijo que te habías ido a otra fiesta, pero no le creí, creo que sólo quería hacerte quedar bien...
Me río para adentro. Pequeño demonio, ¡de cuántas formas distintas se puede cuidar a un amigo!
- Sí -digo- tenía otra fiesta.
Hay un pequeño silencio, yo abro el paquete de cigarillos, y estoy a puntar de encender un cigarrillo cuando ella me toma la muñeca y me dice:
- Pero que haces nene! no se puede fumar acá adentro, está prohibido!- miro su mano sobre mi muñeca, me incorporó lentamente, ella me mira, rodeo su cintura con mi brazo derecho, doy un rápido giro, apoyo su cuerpo contra la máquina, y la beso.
Es un beso largo, lleno de ganas.
Luego me separo bruscamente, y ella queda recostada sobre la máquina, mirándome. Extiendo mi brazo, ofreciendo la mano. Ella se incorpora, se acerca hacia mi, y pasando sus brazos por encima de mis hombros me besa.
Nos interrumpen algunos gritos y silbidos: se cortó la luz en Viena. En la oscuridad, tomo su mano y busco resuelto la salida. En el camino siento al corazón latiendo enloquecido; y es en este instante en que me doy cuenta de que está muerto de miedo.
Cruzando Callao, me encuentro con Mecha Corta. El camina hacia Pueyrredón, yo voy al San Martín. Como hace tiempo que no nos vemos, luego de saludarnos decido acompañarlo un par de cuadras para conversar un poco. Cortázar me había comentado días atrás que estaba más cruzado que nunca; su cara lo confirma.
Al llegar a la vereda lo primero que me dice es que está podrido del país. Yo asiento en silencio. Durante las próximas dos cuadras, no suelta palabra. Paramos en un quiosco, él señala un paquete de cigarrillos, entrega un billete, recibe el vuelto, y retoma su marcha. Yo compro un Shot, y comienzo a caminar detrás de él rápidamente, intentando alcanzarlo, mientras me pregunto si es realmente una buena idea.
De pronto un mimo se interpone entre nosotros; lleva pantalones negros, remera blanca de mangas largas, con rayas negras horizontales; tiradores rojos, y un sombrero Chaplín.
Camina algo encorvado, imitándo el andar y la expresión de Mecha Corta, inflando los cachetes y frunciendo el ceño. Dos mujeres que se cruzan con nosotros festejan la ocurrencia; después pasa una parejita que señala divertida al mimo. Yo apuro el paso presintiendo lo peor, pero llego tarde. En la esquina de Junín y Corrientes, Mecha Corta tiene al mimo contra la vidriera de una zapatería. Con sus dedos clavados en el cuello blanco, Mecha Corta habla con los dientes apretados, casi sin abrir la boca:
- Te reís de mi, eh? en medio de Corrientes, vos decidís hacerme burla a mi, jodiéndome a mis espaldas? ¿Y te parece que es gracioso, eh? Decime, te parece gracioso?
El mimo niega con la cabeza. Veo la tensión en las manos de Mecha Corta, y me pego a ellos. Cuatro o cinco curiosos ya comienzan a rodearnos.
- Decime, ¿te parece gracioso, pelotudo? Andas pintadito de blanco, hinchádole las bolas a la gente... decime ¿ te crees gracioso vos?
El mimo vuelve a negar con la cabeza.
- Hablá, carajo! -grita ahora enloquecido. Los ojos de Mecha Corta está inyectados en sangre, su mano izquierda ahora apreta las partes del mimo, mientras la derecha sigue sujetando el cuello; uno de los curiosos amaga con acercarse, pero se detiene cuando Mecha Corta le clava la mirada.
Entonces me arrimo al mimo, y le digo:
- Te doy un consejo, hablá. Si no, te va a arrancar las bolas de un tirón, creeme.
El mimo me mira, y rápidamente vuelve su cara hacia el frente y dice con voz quebrada:
- Perdoname. No, no es gracioso - y comienza a llorar.
El mimo, ya libre, apoyado contra la vidriera de la zapatería, llora de verdad. El maquillaje se corre sobre su cara. Un silencio insoportable invade el lugar. Lo agarro a Mecha Corta del brazo y lo arrastro un par de metros. El camina como en trance.
- Qué hijos de puta - alcanzo a escuchar mientras nos hacemos paso entre la gente. De reojo, miro la cara de Mecha Corta; está ensombrecida.
Caminamos en silencio hasta Larrea; llegando a la esquina, me detengo para despedirlo. Lo abrazo, y le digo cuidate, pero el sigue con los brazos pegados al cuerpo, mirando al infinito.
- Qué país de mierda - piensa en voz alta. Yo asiento en silencio, y luego me alejo resignado.
Hoy desperté y me sentí un hombre distinto. Supongo que mañana en terapia se lo mencionaré a Juan, no lo sé; tal vez lo reserve para mi encuentro con Eugenia. Como sea, me pregunto cuánto tiempo lleva dejar cosas atrás, ¿ qué se requiere para que un cambio acontezca? Descubrí hace años que soy una persona binaria: mi daltonismo me impide ver los matices de los colores, mi oídos no captan las ondas medias de los sonidos, y el paso de la inacción a la acción funciona en mí como un interruptor de luz. Juliana sostenía que en mí los cambios suceden, no se gestan. Esa idea le interesaba más a ella que a mi; yo siempre supe que lo que luce como un K.O. ante otros, es sólo el último round de una larga pelea interna que se definió por puntos hace mucho tiempo. Sí, soy un hombre que, desafiando las leyes de la gravedad y del tiempo, cae con delay. Me levanto de la cama y miro por la ventana; el Sol crece en el horizonte. Lleno de esperanzas, viene a mi cabeza el brindis del Romántico:
Un suspiro para los que me quieren,
una sonrisa para los que me odian,
y sea cual fuere el cielo
que se encuentre sobre mi cabeza,
he aquí un corazón dispuesto a todo.
Me siento como un bígamo. Desde que Juliana me dejó, o luego de que yo forzara a Juliana a dejarme, tengo dos analistas.
Todo comenzó mientas buscaba el reemplazo de Juliana; así llegué a Juan, un analista que alguna vez le habían recomendado a Joaquín. La primer entrevista con él fue buena, y pensé que contar con un terapeuta varón en este momento, podía ser algo conveniente. Presintiendo la carga que yo sentía por estar comenzando nuevamente terapia, casi cerrando la charla me dijo:
- Martín, uno retoma desde donde dejó.
Lo pensé un momento, y acordé con él. Eso solo sirvió para que saliera aliviado de su consultorio.
Pero cuando el Negro Avellaneda me insistió para que tuviera una primera charla con Eugenia, fue tal su entusiasmo que no pude más que aceptar. Llevaba recién tres sesiones con Juan, y no sentí a esta nueva consulta como una traición. También es cierto que no la mencioné en las sesiones siguientes.
No recuerdo lo que dije durante los primeros diez minutos de la entrevista con Eugenia; desde que ella abrió la puerta de su consultorio, quedé absorto con sus enormes y firmes pechos, sus labios carnosos, su pelo negro, y su voz efeme. Un maquillaje liviano resaltaba sus ojos color miel. Mi atención luego quedó atrapada por una duda ¿ el Negro me había buscado una analista, o alguien de quién enamorarme?
En un momento comencé a escuchar lo que le estaba diciendo, y de a poco tomé control de la situación; incluso pude plantear mis expectativas y necesidades, y escuchar cuál era su propuesta. La claridad y consistencia de su discurso, junto con su mirada firme y limpia, evitaron que mis ojos volvieran a reposarse en sus pechos durante esos minutos. Quedamos en volver a vernos a la semana siguiente.
Los lunes son de Juan, los miércoles de Eugenia. Recién nos estamos conociendo, pero presiento que formaremos un gran equipo.
Participé, una vez, de una partida de poker que ocurrió años atrás, y que finalmente perdí por jugar mal la mano decisiva. Quedábamos sólo dos jugadores en la mesa, casi con la misma cantidad de fichas. Recibí una gran mano de entrada, pero la suerte me traicionó, y cuando la quinta carta se descubrió, todo el pozo fue a parar a las manos del Cordobés.
Lo que vino después fue sólo un trámite, en cuatro o cinco manos me retiré de la mesa vencido.
Había perdido mucha plata.
Me quedé en la barra ahogándome en whiskey. Un buen rato después se acercó el Zurdo y se paró callado a mi lado. Había visto toda la partida junto con Cortázar, y cuando me levanté de la mesa, su cara mostraba más enojo que la mía. Las derrotas de los amigos son, de alguna manera, derrotas propias.
Sabía que no iba a hablar hasta que yo no dijera algo primero. Luego de tomar otro whiskey, finalmente dije:
- La perdí en esa mano... con esa puta reina de corazones en la quinta carta.
- Sí -respondió el Zurdo. Sirvió su vaso nuevamente, y lo bebió de un trago. Después miró por sobre sus hombros, como queriendo asegurarse de nadie escuchaba, dio un paso hacia adelante, y girando sobre sus talones quedó de frente a mí.
- Apostaste poco -me dijo- por eso perdiste.
- Tuve mala suerte, Zurdo, ese Cordobés culo roto viene a ligar a último momento la reina de corazones!!, dejame de hinchar...
El Zurdo calló, y me miró decepcionado; por algún motivo en ese instante me sentí culpable. Vi cómo se rascaba el cuello, llevando el mentón hacia arriba, mirando hacia un costado; un gesto típico suyo cuando algo lo molesta de sobremanera. Luego se balanceó sobre sus piernas, y finalmente dijo:
- Martín, pensá lo que quieras, pero dejame decirte algo: esa partida la perdiste por tibio - hizo una pausa, y mirándome a los ojos, agregó- Y vas a perder mucho más en la vida si no sabes darte cuenta cuando tenes que rajar, o jugarte y apostarlo todo.
Bajé los ojos, y el Zurdo tuvo piedad. Llenó los dos vasos, me alcanzó uno, los chocamos levemente en el aire, y en un solo movimiento los bebimos de un trago.
- Fue mucha plata no? -preguntó , y yo asentí.
- Mejor, así no te olvidas de la boludez que hiciste. Boludos no son los que hacen boludeces, Martín, boludos son los que las repiten.
Días atrás, parado frente a un mingitorio, con el alma turbada por otro problema, el Zurdo susurró a mi lado mientras hacía lo suyo:
- Acordate de la reina de corazones.
Y reviví entonces esa noche, la charla con el Zurdo, y hasta pude ver la fea cara del Cordobes reflejada sobre la porcelana blanca; admití que debía decidir: una cosa o la otra.
El resultado es incierto, pero sé que de ningún modo voy a permitirme perder esta partida por tibio; tampoco por boludo.
Entro a mi departamento, y mientras dejo mi abrigo sobre el sillón, noto que en el contestador del teléfono una luz roja parpadea lentamente. La situación me inquieta. Logro llegar a la cocina sin pisar al gato, que una y otra vez zigzaguea delante de mis zapatos. Busco una botella en la heladera, y luego bebo algunos tragos de agua.
Regreso al living. Doy vueltas alrededor de la mesa del teléfono, como un gato que inspecciona un plato con comida. Finalmente tomo una silla, me siento, y coloco la botella de agua sobre la mesa. Apoyo mi espalda contra el respaldo de la silla, bebo un sorbo de agua, y pulso el botón de Play.
Escucho el mensaje; cuando termina, retrocedo y lo escucho nuevamente. Espero unos segundos y después borro el mensaje del contestador.
Era Juliana. Su mensaje decía que no podía continuar atendiéndome, y me dejaba los datos de otros dos terapeutas.
Me paro y camino hasta el balcón. Corro el ventanal y salgo a la noche. El gato aparece entre mis piernas y maúlla; no le gusta el frío. A mi sí. Miro hacia la avenida y me quedo pensando. Luego de algunos minutos el frío me rescata y regreso al departamento, dejando el ventanal abierto.
Ahora, en el contestador del teléfono la luz roja ya no parpadea. Me siento en el sillón y me tapo con el abrigo. Apoyo los codos sobre mis rodillas, me inclino, y cierro los ojos mientras mi dos manos me agarran la cabeza.
En este momento, Munch daría cualquier cosa por retratarme.
Bajo del ascensor, y a través del vidrio de la puerta de calle, veo el auto de Joaquín estacionado, y una gorra de policía inclinada sobre la ventanilla del lado del conductor. Salgo a la vereda, camino unos pasos, y cruzo la calle en dirección al quiosco; al pasar por delante del auto, Joaquín finge no verme. Llego a la otra vereda, saludo a Méndez, compro cigarrillos, fósforos y un Shot, y me quedo mirando la escena. Luego de unos pocos minutos veo que la mujer policía se aleja del auto de Joaquín y camina en dirección a Talcahuano. Entonces Joaquín me hace una seña y yo cruzo la calle, y me subo al auto. - ¿Qué pasó? - Nada, se acercó para decirme que no podía detenerme en este lugar, le dije que te estaba esperando, y me pidió que "circulara". Cuando intenté chamuyarla un poco más para hacer tiempo, amagó con hacerme la boleta. - ¿La piropeaste? - Obvio - Cómo sos, eh... - Es que mientras hablaba con ella, le vi la esposas en la cintura, colgando de ese cinturón de cuero ancho... y no sé, me calentó un poquito... - ¿Estaba buena? - No -me dice termimante y entre risas- para nada. Me río. Ajusto el cinturón de seguridad sobre mi pecho, y entonces veo la boleta de infracción sobre la luneta negra. - Pero al final te hizo la multa, gil! - Sí, me la hizo. Leela. Tomo el papel, y mientras Joaquín acelera, veo los datos del auto y de Joaquín y el motivo de la infracción; y al dorso, con trazos grandes, el número de teléfono de la agente Paula. Sin mirarlo, sé que Joaquín está sonriendo lleno de satisfacción. Pequeño demonio.